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o con niñxs. La desautorización de la mujer que no desea hijxs o no puede tenerlos, la mujer sin gravitas, dura hasta nuestros días. Cuando recurrimos a la RAE para iluminarnos sobre este término, entramos en un círculo: define a la “gravedad” como compostura y circunspección; la compostura como “modestia, mesura y circunspección”. Y, finalmente, a la “circunspección” como: 1. Prudencia ante las circunstancias, para comportarse comedidamente. 2. f. Seriedad, decoro y gravedad en acciones y palabras. (1) El círculo comienza y termina en “gravedad”. En todo caso, tal como ocurría con lxs cortesanxs a quienes aludía Erasmo, la prudencia, el comedimiento, la seriedad y el decoro, la modestia… serían imprescindibles para fundar la propia autoridad, por lo menos para nuestro diccionario madre.

      La representación que podríamos reconstruir hoy, a partir de la definición de gravitas de la Roma republicana, sería la de un varón de buen desarrollo físico, que hablaba poco, que cuando lo hacía usaba un tono de voz pausado y grave transmitiendo la sensación de que aquello que decía era importante porque había sido pensado y analizado en profundidad. La edad, la postura del cuerpo, el tono de voz, su ritmo, todo tendría que ponerse en juego para construir aquello que, creo, sería la “gravedad”. Y con ella se darían los consejos. Quien solo tenía poder, daba órdenes; quien tenía autoridad, aconsejaba. Ambas personas lograban modificar conductas en otros apelando a diferentes mecanismos. ¿Será realmente así, operarán aisladamente? Cuando una persona adulta que cría a sus hijxs aconseja, ¿no pone en juego su poder? El poder de enojarse si no toman nota de lo aconsejado, el poder de dejar de amar, de dejar de sostenerlxs económicamente, de echarlxs de la casa… Desde este punto de vista, la autoridad no sería más que un barniz que oculta, parcialmente, el poder subyacente. Pero también es necesario considerar que dar consejos supone algo más que poner en juego poder. Los consejos deben tener sustento, deben basarse en saberes o experiencias, en haber sido de utilidad en ocasiones anteriores y deben demostrar capacidad de empatizar con quien los espera, algo que la orden emanada del poder podría obviar.

      El tono de voz será diferente entre una orden y un consejo. Las órdenes, breves, claras, suelen darse a los gritos, generando inmediatez en la respuesta; no admiten discusión ni aclaración. Se suele creer que, en situaciones de urgencia como las que pueden requerir tanto las fuerzas armadas como médicxs especializadxs en urgencias, la mejor respuesta será la mecánica, sin pensar y sin chistar. La orden emanará de quien tenga poder, la persona de mayor rango militar o quien dirija la guardia o la intervención quirúrgica. Esa será la manera tradicional de respuesta, pero no necesariamente la única y, ni siquiera, la mejor. Puede haber una respuesta grupal, horizontal, donde cada persona haya podido estudiar, comprender, discutir su función previamente y practicar la respuesta lo suficiente como para no necesitar órdenes ni suspender su capacidad de pensar sino, por el contrario, contribuir a mejorar el resultado grupal. Esto supone que a cada persona del equipo en cuestión se le reconozca autoridad en su área de conocimiento y/o habilidad y que el liderazgo cambie de una a otra según la necesidad. Sabemos que funciona muy bien, que las personas se sienten mejor en ese tipo de dispositivos, sin embargo, es muy difícil erradicar las organizaciones basadas en un liderazgo único, no pocas veces masculino, perdiendo la posibilidad de enriquecerse con la experiencia de todxs lxs demás.

      La autoridad, entonces, se manifestaría con un tono de voz diferente del de la orden, que expresara seguridad, conocimiento y cierta seducción. Por eso, la elocuencia adquiría un valor muy grande en Roma y, correlativamente, quien tartamudeara o no tuviera una voz interesante quedaba desautorizado a los fines políticos. La oratoria se consideraba una habilidad fundamental para toda carrera política. Está claro que la capacidad de hablar de manera brillante podía ocultar la falta de otras virtudes, encantando a las masas. Pero si la persona tenía las virtudes necesarias,

      La acción propia de quien está provisto de auctoritas era, por lo tanto, la de persuadir y convencer a su auditorio, crear en ellos un sentimiento de confianza y realizar un acto de autoridad (Hellegouarc’h, 1972, p. 302).

      La mayor autoridad la tenían los ancianos del Senado, pero los jóvenes patricios la adquirirían a través del respeto y el sostenimiento de las costumbres recibidas (mos maiorum) con lo que se establecía una cadena varonil que se sostenía en el pasado y apuntaba, como la estatua de Augusto, hacia el futuro. A diferencia de los griegos cuya democracia se organizaba a través de un factor espacial, los límites de la polis, los romanos basaban la suya en un factor temporal, la autoridad que remitía a los antepasados, dado que la fundación de Roma era considerada sagrada. “Auctores habere, decían también los romanos: tener predecesores que son ejemplos” (Revault d’Allonnes, 2006, p. 65).

      Sobre el mismo modelo se fundarán en la modernidad los Estados nacionales con la construcción de próceres que serán presentados de manera impecable, por lo menos en las virtudes esenciales; serán considerados Padres de la Patria y habilitarán la autorización de quienes sigan su ejemplo.

      Un aspecto esencial ligado a la auctoritas era su falta de estabilidad. Es interesante notar cómo desde la actualidad se suele pensar en la Antigüedad como en una época en que la vida era estable, mientras ahora no lo es. Sin embargo, los romanos tenían claro que la autoridad debía ganarse, sostenerse y que podía perderse de diferentes modos. Quien naciera varón y patricio tendría lo fundamental para acceder a ella, siempre que su familia no perdiera su buen nombre pero, a lo largo de su vida, debía dar muestras de merecerla y sostenerla. ¿Ante quienes? Ante sus mayores, antes sus pares y, también, ante sus clientes en el caso de los patrones, o ante sus soldados, en el de los militares. Un militar vencido perdía su autoridad; un patrón que no pudiera hacer progresar a sus clientes o no supiera llevar sus negocios, también. La autoridad se medía por victorias militares y por clientela, algo que no parece haberse perdido en la política actual. Es claro que también el poder es inestable; se pierde fuerza física, riqueza, armas, pero aquello que otorga poder es una posesión de la sola persona. En cambio, lo que hace a la mayor inestabilidad de la auctoritas es que se construye y se sostiene entre dos partes: la autorizada y la autorizante. Ambas serán imprescindibles para el proceso, pero no serán iguales, sino que construirán una “diferencia desigualada”, en términos de Ana Fernández, dado que “en el mismo movimiento en que se distingue la diferencia, se instituye la desigualdad” (Fernández, 2008, p. 257).

      El concepto de “diferencia desigualada” deja en claro que la desigualdad no se produce después de generada la diferencia, sino que la diferencia nace desigualada. En la auctoritas romana, la persona autorizada, aquella a quien se le reconocía complementar lo que a otra le faltaba, se ubicaba desde el comienzo del vínculo en un lugar superior; era una relación, naturalmente, desigualada. Si la persona ubicada en el lugar autorizado sabía sostener y acrecentar su autoridad, esta duraba toda su vida y mejoraba el nombre de su familia, aumentando su prestigio.

      La jerarquía de los varones patricios era gobernada por los padres; no importaba el cargo político o militar al que hubiera llegado un patricio, mientras viviera su padre debía recurrir a él en busca de consejo para toda decisión de importancia. El Pater romano tenía el poder de un dios en la familia, de hecho, podía exponer (dejar a la intemperie) a los hijos que no quería reconocer o a las hijas que no le interesaran. El apellido Expósito llega hasta nuestros días denunciando el abandono de un recién nacido en el origen de esa familia.

      Y los varones que, además de Padre, tenían patronus, cada mañana pasaban por su casa a rendirle homenaje, antes de comenzar sus tareas; la corte de clientes hacía fila ante la puerta de su hogar a la hora del canto de los gallos. Podían ser decenas o cientos, vestidos de ceremonia, esperando para entrar al tablinum, donde eran recibidos en prolijo orden jerárquico, de acuerdo a sus cargos y riquezas. Sobre esta clientela el patrón tenía autoridad, porque se suponía que podía promover un futuro mejor a sus clientes. Horacio lo describía así: “Un rico patrono os rige como lo haría una madre excelente y exige de vosotros más sensatez y más virtud que las que él mismo posee” (Hellegouarc’h, 1972, p. 100).

      Es notable que el poeta latino tomara la imagen de la madre para un lugar que solamente podían ocupar varones. La población de clientes se encontraría con patrones que los buscaran para hacer carrera política, dado que a mayor clientela más peso político, o con patrones ricos que quisieran sumar sus influencias

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