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sobre un pasado y crearse un provenir. América, la nuestra, sabe hoy que tanto sus fuentes como sus modelos extranjeros no son otra cosa que expresiones de lo humano, patrimonio universal del hombre, y empieza a realizar sus síntesis con lucidez y con verdad. Para ello son necesarios exámenes de conciencia como Lima la horrible, se requiere autenticidad, audacia y valor en la búsqueda de las raíces más sanas y seguras. Son esa autenticidad, esa audacia, ese valor los que terminan imponiéndose en este libro de SSB sobre cualquier imprecisión, sobre cualquier defecto. Es así como más allá de sus palabras y sus tesis, su cualidad más sólida y permanente reside en su actitud.

      Los viejos mitos, los antiguos temores pierden vigencia. Hay un espíritu distinto que se revela ya formado y dando frutos maduros en las generaciones jóvenes, en sus denuncias. Lima empieza, por esto, a ser menos horrible.

      Expreso, Lima, 29 de marzo, 1964.

      3 Sebastián Salazar Bondy, Lima la horrible. México: Ediciones Era S.A., 1964.

      La Lima de Luis Loayza:

      algo parecido a la nada

      Casi fuera de la novela hasta hace poco, Lima ha comenzado a servir de ambiente a buena parte de la narración actual del Perú, a preocupar a las nuevas promociones de escritores que han nacido o viven aquí. Desde la pluma madura de Sebastián Salazar hasta las más recientes, un afán de verdad se abre paso entre la farragosa vana o falsa o miope literatura que ha venido tratando de inventar o disfrazar a la capital, y ofrece de ella una imagen cruda, casi siempre parcial y dolorosa pero, en todo caso, más auténtica y aproximada a la realidad que esa otra con que por tanto tiempo se nos quiso entretener, adormecer o halagar.

      Sin cielo y sin infierno

      Es así como, a través de los cuentos en los que Salazar Bondy pinta ciertos sectores de la clase media; a través de los personajes introvertidos, de las historias de frustración y de miseria de Julio Ramón Ribeyro; de las criaturas vigorosas y atroces que Enrique Congrains ubica en los barrios marginales y en las capas más bajas de nuestra sociedad; de los juegos prohibidos de «los inocentes» muchachos de Oswaldo Reynoso; de la juventud violenta que organiza su vida al margen de las normas vacías que los adultos le señalan, de los jóvenes héroes que Mario Vargas Llosa retrata enfrentando a la impostura con la impostura, es así como, a través de todas estas versiones últimas, la engañosa y añorada Lima de antaño se borra y da paso a otra ciudad: la nuestra; la descompuesta y ardua que nos ha tocado vivir. De una u otra manera, si no el propósito redentor, la denuncia o la crítica alientan en el espíritu de los narradores limeños de hoy en vez de la «lisura» o el «criollismo» de ayer.

      El más limeño

      Porque la novela de Loayza y sus personajes circulan alrededor de la nada; carecen de drama y de emoción, existen, pero no parecen vivir. Apenas si Juan, el más honesto y abúlico de todos, adopta en un momento una actitud que da idea de integridad decidida, eso ocurre como el fulgor postrero de la piel que ya lo abandona: el incidente del periódico, la reunión final en casa de Arriaga, no harán de él un rebelde; cuando más, un disconforme pasivo y solitario.

      Quizás puede decirse que Loayza resulta el más limeño de todos los narradores actuales de Lima en cuanto Lima ha sido vista siempre como una ciudad sin drama y sin novela. La novela, el drama, son descubiertos ahora por quienes miran con ojos de ver la realidad existente más allá de las altas clases y de los sectores intermedios hasta los cuales se expande el círculo tibio de la holgura. Loayza tiene también ojos de ver pero se niega las vetas ricas en miseria, cargadas de densa humanidad que sus colegas explotan; los vuelve hacia lo vacuo y lo falso, a lo banal. La visión de Lima empieza a completarse con su intencionada pintura de una clase social intacta para nuestra narrativa.

      Muchachos de Miraflores

      Miraflores es el centro de acción de esta breve novela. Sus protagonistas pertenecen a esas familias «decentes», de moral más devota de las formas que interesada en los contenidos, afanadas en conservar su nivel, en tratar de asemejarse todo lo posible a los astros de una «sociedad» que les presta algunos reflejos de su brillo y su prestigio en trueque de una gentil servidumbre. Es esta realidad y sus consecuencias lo que interesa exponer a Loayza.

      Sin esplendor, girando en torno de él; sin poder propio, pero con buenas relaciones; sin dejar de ser víctima, usufructuario de un sistema social que, en el fondo, no deja de humillarlo, ese grupo tiene una condición ambigua, una existencia anfibia que impide a los protagonistas de Una piel de serpiente asumir una real rebeldía o ser cabalmente reaccionarios. A lo sumo pueden ser —es lo frecuente— conformistas, si se quiere, indiferentes, que es igual, aunque con más egoísmo. De este grupo, Loayza elige a los jóvenes, a los que todavía no tienen su piel definitiva. Salvo el señor Arriaga —espejo del presumible futuro o la ambición de todos ellos— sus personajes están en la edad en que deben forjarse una actitud, definirse. Ninguno de ellos lo hace, ninguno piensa con seriedad hacerlo. Para subrayar esta situación, Loayza los sitúa en un periodo político que es, obviamente, el de los últimos meses de la dictadura de Odría. Juan, Alfonso, Jopo, Tito, etc. juegan a la oposición. Conscientes de la injusticia imperante en el país, de la falta de libertad, editan un periódico y combaten al régimen. Pero así como el dictador no llega a ser un tirano y se satisface, más que con el poder, en el ejercicio de la deshonestidad, estos ocasionales adversarios suyos lo son por cumplir sin saber ellos mismos con qué, sin metas claras, sin adhesión a causa alguna, sin fervor. Hay quienes tienen entusiasmo, como Tito, pero son, como él, los menos lúcidos, los más gratuitos y banales del conjunto.

      Ni siquiera el amor

      La carencia de adhesión, de fervor (el grupo del periódico acude por ejemplo a unas fracasadas manifestaciones relámpago como a un evento deportivo en el que no resultan ni jugadores ni espectadores de verdad), la falta de convicción que padece la borrosa juventud de Loayza, se manifiesta aún en el amor, aún al hacer el amor. (Y aquí también, sobre el sentimiento —Carmen está enamorada de Juan— triunfan la evasión frente a la responsabilidad, por parte de este, y el atractivo que una vida cómoda al lado de Fernando ejerce sobre aquella). Si a esta displicencia, a esta abulia que define a sus personajes, se añade la condición trivial que deliberadamente Loayza confiere a la anécdota que los hace vivir, si se recuerda que ninguno de ellos tiene rostro, que se omite decirnos cómo son, qué piensan o qué sienten (apenas si las alusiones al paisaje, de bella y habilísima simplicidad, sirven como de clave a los estados de ánimo) no cabe sino advertir que estas connotaciones operan en función de un propósito muy bien definido del autor. Porque la intención de esta novela no es contarnos una historia sino reflejar el clima que los envuelve, un ambiente, una atmósfera; es decir, la textura de una realidad.

      Entre el ser y el no ser

      El diálogo, de una frescura lograda con maestría; la forma como el paisaje se integra a la acción y la complementa; la prosa, clara y sobria, trabajada con gusto y con lucidez; el dejar en la penumbra muchas cosas o marginarlas para crear un contorno de discriminaciones delicadas, son algunas de las cualidades de este libro. Mas, a pesar de todas las que posee, aparece un poco como contaminado por la atmósfera que describe y no alcanza producir el impacto que hubiera sido deseable. Solo una gran tensión bajo la tersa superficie de esta historia en la que se evita todo lo interior, cualquier otra perspectiva que la dada por la apariencia de las cosas, hubiera podido hacer que se cumpliese plenamente un empeño tan difícil como el que representa Una piel de serpiente: la pintura de algo parecido a la

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