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y formales, que ya solo existen en la literatura, esos que aceptan la muerte con naturalidad y sin vulgares aspavientos. Así agonizó y murió Cartucho Miró Quesada, otro de los grandes amigos que he tenido, ejemplo de caballerosidad y limpieza moral hasta el último instante. Saber morir no es menos importante que saber vivir. Me acuerdo de una terrible película que vi en mi juventud, una en la que un cura convence al gánster James Cagney de que, para dar un ejemplo de cobardía e indecencia a los jóvenes, simule acobardarse antes de ser electrocutado, y llore y se retuerza y ruegue, en vez de morir en su ley, valientemente. Me pareció atroz que James Cagney consintiera a esa farsa, que se desnaturalizara de este modo en el último instante, en vez de morir en su ley, con el desprecio con el que había desafiado la muerte a lo largo de toda su vida. Anoche, cuando hablé con ella por última vez, Claudia, su hija, me confirmó lo que ya sabía: que Abelardo había muerto muy sereno, conversando sin drama, antes de ser sedado.

      Oquendo escribe

      Mirko Lauer

      Los amigos de Abelardo Oquendo siempre pensamos que la reunión de sus trabajos de crítica literaria y de comentario cultural algún día producirá un espléndido tomo, y no tan delgado, acopio al que se resistió en todo momento. Ahora Alejandro Susti y su hijo Abelardo Oquendo Heraud han producido ese esperado volumen. El libro es más que oportuno, está hecho con gran criterio, y prestará un enorme servicio a las letras peruanas. A pesar de las resistencias de Oquendo en vida, estas páginas son el mejor y más afectuoso homenaje que él puede recibir. A la vez revelan que su obra no es un lugar donde buscar homogeneidades. Pues detestaba la rutina intelectual y el sacerdocio literario, por lo cual cada uno de estos textos respondió a la exigencia de un motivo específico, a la necesidad de expresar algo importante en las letras. Por lo general sus textos definían nítidamente la situación frente a un libro, un autor o una corriente. Eran, en la medida en que existe tal cosa, una palabra decisiva.

      Una frase muy repetida sobre Oquendo es que no escribía. Quizás era una manera desprolija de decir que no reunió libros escritos por él. La frase es inexacta, pues nunca le interesó dejar una obra literaria, al grado que nunca le interesó reunir lo que ya había publicado. Pero eludir lo que Calderón de la Banca llamó Encuadernado volumen / Mentira azul de las gentes no le impidió escribir a lo largo de su vida, y sumamente bien. Manejó una prosa que siempre fue, como dicen los portugueses, irretocable.

      Pero conviene reconocer que su relación con la escritura tuvo aspectos paradójicos. Varias veces dijo en privado que no le gustaba escribir. Pero a la vez le gustaba mucho hacerlo, en el sentido literal que le daba T. S. Eliot a la lectura: lo que le gustaba a Oquendo era el acto físico de poner y organizar palabras sobre el papel. Dicho eso, rara vez lo vi levantar la pluma si no era estrictamente necesario. Como si se tratara de un oficio privado que dominaba a la perfección pero en el cual no le interesaba prodigarse. Algo así como dos escrituras yuxtapuestas en su vida. Una que le encargaba, y le pagaba mal, el mundo exterior. Otra que le reclamaban su gusto por opinar en las letras y sus actividades particulares. Para esto último pienso en sus tan abundantes cartas a un puñado de corresponsales, cargadas de la frescura, la amenidad y el ingenio de su conversación.

      Por momentos he pensado que su afecto era más por la forma del lenguaje escrito en movimiento, por el gesto escueto de la inteligencia, que por los mundos imaginarios que hubiera podido construir. Hay quienes dicen que ser narrador lo tentó por un instante juvenil. No lo sé, pero si acaso fue así, eso no le volvió a pasar por la cabeza. La propia condición de crítico literario la aceptó a regañadientes, y terminó echándola por la borda, a pesar de sus 40 años dirigiendo Hueso húmero, revista de artes y letras. Si hubiera que sumar palabras, el volumen mayor de su escritura lo constituye la suma de sus siempre pulcramente redactadas y pensadas notas cortas sobre libros de actualidad en el suplemento dominical de El Comercio, cuya sección cultural dirigió por años. Esas notas de libros no llevaban firma, y son parte de los numerosos textos secretos de Oquendo. No sé cuánta conciencia tuvo de ello, pero terminó sintiendo toda escritura, la suya y la otra, como un acto efímero, quizás superfluo.

      Creo que influyó en él la actitud de su íntimo amigo Luis Loayza, quien buscó y alcanzó la excelencia en la prosa, pero escribió y publicó poco, no se interesó por acopiar lectores, y a partir de un momento de su vida limitó su escritura a las cartas. Terminó buena parte de ese epistolario siendo el abundante diálogo escrito de dos amigos que ya no escribían prácticamente nada más. Siempre leí en las actitudes de Loayza y Oquendo una suerte de pulcritud frente al proceloso universo del lenguaje impreso, igual al esmero de sus prosas mismas.

      Los rasgos que Oquendo buscó en la prosa fueron: la claridad, la sencillez, la economía de medios, la precisión en las definiciones, el humor oculto en un giro sutil y novedoso que solo un ojo conocedor podía captar (una lección de Jorge Luis Borges). Buena parte de esto lo recogió de la prosa de nuestro maestro Luis Jaime Cisneros, aunque Oquendo se ahorró los guiños al Siglo de Oro y el tono enfático que Cisneros a su vez había aprendido de Baltasar Gracián. La prosa de Cisneros impactaba por la visible calidad de su arquitectura. Oquendo buscó que su arte pasara inadvertido, que desapareciera en la eficacia. No lo logró ante los conocedores, pues como escribió el propio Gracián, «Quien es ciego para sus prendas, hace Argos a los demás».

      Escribimos mucho juntos, incluso al alimón, cosas menores, lo que se llama textos de ocasión. De un lado estaban las breves tareas de redacción que nos turnábamos para los libros de Mosca Azul Editores, en textos de solapa, el eventual prólogo, y luego las noticias sobre los autores de Hueso húmero. Además, por unos años hicimos juntos en varios periódicos páginas de notas culturales, mordaces y hasta insolentes, jamás chabacanas, satirizando al medio cultural, con nombres como «La quinta rueda» o «El apéndice inflamado». Oquendo disfrutaba mucho hacerlas, pues eran el lugar para dar curso desenfadado a su humor y a su anarquismo surrealista, lo más parecido a una ideología que le conocí, y a la cual me plegaba cada semana para ese fin específico.

      Las cosas que le interesaban más las redactaba a mano, con una letra poco legible, alargada y muy espaciada, de a pocas líneas por página, y que a poco de conocernos tuve que aprender a descifrar. Luego lo fijaba todo con su máquina de escribir, un artefacto viejo pero eficaz, tardíamente reemplazado por la computadora. Su entrenamiento en el dictado de clases le permitía casi no tener que corregir sus textos, incluso los redactados a vuelapluma. Hasta donde sé no guardaba manuscritos ni recortes de lo publicado. Aunque tras su fallecimiento descubrí que dejó que la computadora acumulara los archivos digitales. Hablaba con la misma precisión con que escribía, pero se resistió mucho, con un puñado de excepciones, a dar entrevistas; que hubiera sido otra forma de escribir.

      No era en absoluto peleón, pero sí valiente y decidido, y participó en varias polémicas importantes, con una actitud educada y una prosa respetuosa que son insólitas y ejemplares en ese género local. Asumía esos cambios de palabras como obligaciones de un hombre de bien que no puede pasar por alto un agravio, directo o implícito. También participaba en comunicados cívicos, y obviamente era él a quien se le pedía redactar. Fue jefe de las páginas de opinión en varios periódicos (recuerdo Expreso, La Crónica, El Sol) donde era necesario aportar textos sin firma con la opinión del diario. Quizás todo ese trabajo periodístico le quitó las ganas de escribir a partir de un momento. Como acaso le sucedió a Loayza por su trabajo de traductor. Parafraseando un título de Cesare Pavese, escribir cansa.

      La compañía de Abelardo

      Alonso Cueto

      Creo que lo conocí y lo reconocí muchas veces. Estando con él descubría siempre aspectos de su personalidad que me asombraban y admiraban. Nunca dejaba de aprender y hasta ahora repito algunas de sus frases. Una de ellas es que un creador debe permitirse tiempos de silencio y de descanso para ir descubriendo nuevas vetas en uno mismo.

      Quizá la primera vez que lo vi fue en un antiguo diario donde él trabajaba. Recuerdo verlo salir de una oficina con unos papeles en la mano. Me presenté con él y creo que, desde entonces, hace ya de esto más de cuarenta años, nunca dejé de verlo con frecuencia. Llevaba con toda naturalidad sus calladas pasiones. Su erudición, su gusto, su criterio y también ironía, y su serenidad, se mantuvieron hasta el final. En la clínica, donde fui a visitarlo

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