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de la normalidad a la singularidad. Sería fácil encontrar en el abúlico Manolo que se limita a mirar desde un café de Roma cómo pasa la vida, un sentido en relación con sus experiencias anteriores; sería fácil interpretar «lo que quiere decir» tanto su brusco regreso al Perú tras hallar esos dos indios esperándolo en el fondo de su borrosa memoria, cuanto la locura que lo posee al volver; pero sería pobre. Está a la vista que hay una red de símbolos tejida intencionadamente en este libro; no parece que su interpretación, sin embargo, guarde riquezas mayores. En cambio, la desubicación del cuento inicial tiene eficacia literaria en cuanto sirve de referencia a los Manolos que van sucesivamente presentándose. Se establece así, desde un principio, la unidad del conjunto como una suerte de biografía fragmentada de un sujeto conocido y se induce a buscarle una explicación o una causa en los fragmentos que suceden a su presentación. Ese cuento inicial actúa, pues, como un elemento modificador de los que le suceden. Al provocar interrogantes, ese cuento primero, igual que el último, hacen que el libro cuaje y reviva al final de su lectura y se revele como un todo. De aquí que no queda, al juzgarlo, poner en distintos platillos los cuentos buenos y los malos. De hacer este balance, el resultado sería negativo: contra dos buenos logros —«Con Jimmy en Paracas» y «Yo soy el rey»— diez otros que van de lo mediano para abajo. Pero la apreciación global, contradictoriamente, es favorable: pese a su mediocridad promedio, Huerto cerrado es un libro capaz de recordarse, que de alguna manera deja una impresión, una huella; es decir, que de alguna manera acceda a la eficacia literaria.

      ¿Qué tiene, pues, esta biografía parcial de un personaje diverso y uno para que la reunión de sus partes supere las deficiencias que hay en cada una de ellas?

      Aventurando una respuesta puede decirse que el libro, además de estructurarse con acierto como un conjunto unitario, encierra en él una visión del mundo que fluye interactivamente de una a otra de sus historias y las liga. Manolo, así, no compone a través de esas historias un ser precisable con nitidez; en ninguna de ellas, tampoco, escapa del todo a su condición de figura ilustrativa (los personajes que alternan a su lado acusan aún más este carácter: ellos no hacen la historia, es esta la que los hace a ellos), pues Manolo existe solo para convocar una serie de vivencias, para evocar un tiempo ya perdido, para revisar una etapa y efectuar un balance. Manolo es un nombre común que hace de centro en torno al cual un mundo se organiza para poder expresarse.

      El mundo de Huerto cerrado es un pequeño mundo. El de los cuentos de Bryce es el mundo diario y corriente, chato y vulgar que vive la mayor parte de los hombres. La prosa en que se vierte espeja esa chatura y lo propio hace el tratamiento de los temas narrativos. Todo aquí se impregna de mediocridad, rehúye lo artístico así como el Manolo de Roma, desde que «alguien le dijo que tenía manos de artista», las guardó en sus bolsillos. Reconstruida con historias simples, la realidad no se duplica empero simplemente: se ofrece como una arquitectura de contradicciones que impugnan valores espurios que enajenan a los personajes y determinan para ellos frustración y vencimiento. Las cosas no son como debieran en la realidad de Huerto cerrado; hay una defraudación permanente, una continua discordancia: la navidad hace llorar a Manolo, va al burdel y no puede hacer el amor, está en Europa y vegeta, realiza un acto esforzado al vencer su debilidad y pedalear de Lima a Chaclacayo pero debe ocultarlo para no exponerse a la vergüenza, conquista a América y la entrega de su cuerpo que le hace esta muchacha no es un triunfo para él sino para la riqueza que fingió a fin de seducirla. Hay una escisión entre Manolo y el mundo, una brecha que no trata de salvarse ni por la rebeldía ni por la aceptación de lo dado cabalmente asumidas. Manolo se traiciona, se evade: de niño, enamorado y sin esperanzas, decide matarse, sube al tejado para lanzarse al vacío pero ve que el ómnibus escolar está por partir y baja corriendo para no perderlo (p. 23); a pesar de estar loco, controla por reloj la hora de volver a casa pues le preocupa que alguien pueda preocuparse por su tardanza (p. 205). Ni el suicidio ni la plena locura, pues. La banalidad, lo irrisorio gobiernan la vida. Y es con la banalidad, con lo irrisorio con lo que Bryce ha querido hacer este libro de cuentos. Evidentemente, no es la mera anécdota contada lo que interesa al autor. No es el acontecer externo sino el suceso interior lo que tiene para él importancia en este libro. Aunque no se detenga a analizar el alma de sus personajes, lo que moldea esa alma es lo que se propone transmitir, comunicar. Ocurre que nada que no sepamos nos dice; que no se coloca, para mostrar lo que le importa, en ningún ángulo nuevo. Pero su mundo se siente verdadero, auténtico; es un lugar donde el lector reconoce cosas y se encuentra. Y esto a pesar de que, generalmente, su tratamiento de la narración es desvitalizador y precario, no siempre libre de impertinencias y comentarios banales (ver pp. 79, 80, 95, 104, 105, 106, 161, por ejemplo).

      Como puede observarse, las referencias a los defectos de este libro resultan inseparables de las referencias a sus virtudes. Y es que el estilo coloquial, casi despreocupado, en que está escrito; el sencillo desarrollo de sus temas; la cortedad de sus aspiraciones, que lleva a suponer la deliberación de evitar todo asomo de trascendencia («El hombre, el cinema y el tranvía» expone una poética práctica de esta actitud), conducen a esa trampa. Para evitarla hay que tomar conciencia de que Huerto cerrado, despojado de casi todo lo que suele proponerse como mérito literario, imperfecto si se quiere o inmaduro, es un libro cuyas virtudes derivan de muchos de los que aparecen como defectos. Podría quizá decirse que por sus negaciones implícitas (la de la importancia o la originalidad de los temas o de su tratamiento, la de los malabares en boga del estilo o de la técnica, la del contenido social, etc.), este de Alfredo Bryce es un libro que niega la literatura a la que aspira, no obstante, a integrarse. Pero desarrollar esta hipótesis no serviría, tal vez, sino para ofender la modestia con que Bryce hace su ingreso a las letras, modestia que aparece como consecuencia de una actitud y no de falta de aptitudes, caso en el que sería absurdo mencionar la modestia como un mérito. De las aptitudes del autor da fe «Con Jimmy en Paracas» por ejemplo, donde la sutil riqueza de matices y la expresión de las vivencias interiores de Manolo se logran con la misma admirable economía de recursos con que la pintura del prostíbulo adquiere plasticidad y fuerza notables en «Yo soy el rey», otro cuento que confirma a Bryce como un narrador bien dotado.

      Independientemente de lo que pueda preverse para su obra futura (una realidad literaria pobre hace a la crítica proclive a juzgar más en función de posibilidades que de logros efectivos), cabe afirmar que Alfredo Bryce posee una condición real de escritor, pues aunque Huerto cerrado sea un libro menor y poco importante responde no al mero afán de ejercitar algunas dotes, sino a la perceptible necesidad de capturar la vida en una malla de palabras para hacerla inteligible o para hacer comunicable la percepción personal de la evasiva y enigmática sustancia que alimenta a los hechos. En medio de las falsificaciones y la confusión en que vivimos, decir que un escritor es en realidad un escritor tiene sentido, si bien indica solo que los requisitos para trabajar con verdad están cumplidos.

      *Alfredo Bryce, Huerto cerrado. La Habana: Casa de las Américas, Colección Premio, (Mención cuento), 1968.

      Amaru, Revista de artes y ciencias

      (Universidad Nacional de Ingeniería), Lima,

      N° 11 (octubre-diciembre, 1969).

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