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recoge en libro —los que agrupa en «Varia I»— pues tocan su historia personal. En ellos habla de su soledad, cuenta que el amor le ha sido negado, hecho que lo lleva a perder la esperanza —nada sucederá, ya no habrá nada (p. 45)— a abdicar el futuro. Y en ellos se define a sí mismo como un ser indeciso entre dos fuerzas contrarias representadas por el níveo bien y el fuego terrestre (p. 46). Como en tanto que poeta ya ha elegido lo primero, los sonetos de «Varia I» son segregados: eran la vida, no la poesía.

      Veinte años después, con otra concepción de esta, los rescatará e integrará a su Vida Continua.

      Así, en el primer poema de Detenimientos (1947), por contraste con los medios tonos y la enrarecida atmósfera de El Morador, parecería que se inaugurase la vida: Hallo la transparencia del aire en la sonrisa; hallo la flor que se desprende de la luz (…) Desciendo a la profunda animación de la fábrica corpórea (…) Aquí y allá las obras de la tierra (p. 27). Esta impresión es falsa, aunque el paisaje que admiten los versos de este libro es más reconocible que el anterior y hay en él sentimientos que apuntan vagamente como vividos por alguien no del todo sepultado bajo el lujo de las imágenes. «Morir», por ejemplo, es un poema que ilustra bien cómo la poesía de Sologuren sigue opuesta a lo real. La hermosa muerte que se propone allí, dándole tono desiderativo a un modo infinitivo, no tiene otro objeto que preservar la ilusión, lo soñado, de su confrontación con real; esa muerte expresa el temor a la realización, al acto. Aun cuando no persigan sino un propósito estético, las imágenes de ese poema hablan con elocuencia de la incompatibilidad entre poesía y vida, y su morir evoca más que la muerte, un deseo de entrega pasiva y definitiva a una belleza inalcanzable. La intemporalidad, la mórbida quietud, subsisten en Detenimientos, triunfan sobre la aproximación a una realidad idealizada.

      Pese al título, Dédalo dormido (1949) iniciará el despertar. En uno de sus poemas se admiten por primera vez en la poesía de Sologuren cosas cotidianas, menciones con peso humano: Esta hora que alcanza tiernamente a su propia distancia,/ en la que un par de zapatos bien puede ser/ la historia de un hombre sobre la tierra/ y esta o aquella mujerzuela una mujer únicamente (p. 54). Esos zapatos, esa mujer, y más este tibio alimento pegado a nuestros labios (p. 52), son las materias corrompidas a las que cerró siempre los ojos el poeta, ese casto sonámbulo que había dicho: En mis ojos el sueño es un juguete de hielo,/ una flecha preciosa que no alcanza a herirme (p. 52) y que ahora con una larga garra de tristeza busca la pálida altura de una planta femenina (p. 52). Su sueño se impregna de nostalgia, de la nostalgia de una dicha cuya imaginación ya no basta y que solo puede tener lugar sobe la tierra. Aunque no lo admite, el poeta lo sabe. El juguete ha terminado por herirlo, la flecha abre una huella profunda, una ciega baraja/ abre un pecho donde la eternidad transita a solas/ en una desgarrada dulzura de sonidos y estrellas (p. 54). Por esa herida ingresará el tiempo en esta poesía fuera del tiempo, la historia personal donde no había historia. En el pequeño universo incontaminado, inalterable, se ha abierto una brecha y el viento que se desliza por ella instaura allí la agitación: No estoy en mí, no soy mío (p. 51) dice el poeta que se despierta en el vacío y descubre que no es sino un fantasma entre las flores de la aurora (p. 52).

      La soledad, ubicada en la zona central de la poesía de Sologuren, deja de aparecer como un simple tema poético y se siente como un pesar, una sombra de angustia. El poeta se vuelve entonces hacia el amor, cuyas menciones aumentan. Con él será posible la vida, realizar en ella la poesía. Pero un poema: Bajo los ojos del amor (1950) identificará estos tres términos: el que se canta allí es a la poesía, dama recóndita que el poeta trata de crear, como otra Eva, con su propia sustancia. Todo fluye del mismo punto al que refluye. Esta concepción circular preside la creación del poeta en estos años; con ella se ratifica en su soledad y confirma a la literatura en su función compensatoria. El poeta toma a la poesía por pareja y trata, con ella, platónicamente, de «reproducirse en la belleza». Su canto entonces es acto de amor, se enciende y es fuego,/ fuego la constelación que desata en nuestros labios,/ la gota más pura del fuego del amor y de la noche,/ la quemante palabra en que fluye el amor, aún (p. 66).

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