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de intereses y mentiras. No es la primera vez que se rompe el encanto, el autor mismo nos lo dice: «González Prada trazó los lineamientos de la heterodoxia limeña» pero sí es el suyo el primer libro que ataca desde flancos tan varios, con tanta convicción y tanta fuerza, la Arcadia Colonial.

      La Edad Dorada

      Ni reseña ni tampoco en rigor una crítica, en esta nota no queda, sin embargo, más remedio que tratar de exponer en unas líneas la tesis central del libro con la que en parte se va a discrepar. SSB sostiene que hay un mito de Lima que se confunde con la evocación de la Edad Dorada que alguna vez habría vivido nuestra capital. Dichosa edad y tiempos dichosos, ellos se sitúan en el Virreinato y no son sino el fruto de una ficción a la que muchos escritores contribuyen —Palma especialmente, principal inventor de nuestra ciudad—. «El pasado vive y persiste en Lima y atrae con fuerza innegable» escribió Raúl Porras y SSB no solo ratifica tal afirmación sino también la existencia de «una como extraviada nostalgia» en que el limeño se sume y enajena un poco de su presente y algo más de su porvenir colectivo. A través del criollismo la imagen arcádica de la Colonia se infiltra en el pueblo y con ella la tácita aceptación de un orden de cosas: el «del mando paternalista, el rango por la prosapia y la dependencia del extranjero», orden que aparece como determinante de la añorada felicidad.

      Esto último, de por sí ya sutil si bien no por ello objetable, se adelgaza más al darle SSB un carácter deliberado en cuanto a los beneficiarios del mito se refiere. Los herederos de la Colonia, quienes a través de largo tiempo han sabido sostener el sistema que los favorece y mantiene a un gran sector del país humillado, serían, así, los conscientes fabricantes del estupefaciente popular del mito de la Arcadia. Pero si los efectos de ese mito son visibles, especialmente en la falta de sentido de clase de las clases sociales intermedias, no lo es con tanta facilidad en cambio, la causa que SSB le atribuye. A riesgo de parecer más radical que el autor, este cronista les niega a las élites inculpadas, a sus ideólogos y a sus fieles, ese exquisito sentido de la planificación que tal cosa supondría, una tan sólida fe en la eficacia de lo que suelen llamarse factores espirituales o culturales en su sentido más amplio. En todo caso, y sin negar, desde luego, que sean los usufructuarios del mito sus más vigorosos propiciadores parece menos controvertible que la Arcadia Colonial surja, más que de una, de un conjunto de causas, de diversos factores que se han influido recíprocamente.

      Las premisas y los hombres

      SSB no nos explica el nacimiento de la visión arcádica del Virreinato. Nos pone frente al mito y en cierto modo nos impone algunas conclusiones que surgen de premisas que se dan por demostradas o por verdades evidentes. Pero, aparte de tales premisas, puede también afirmarse que la tendencia común a idealizar el pasado; que la proclividad a halagar al poderoso por conveniencia, temor o servilismo; que ese «hondo sentimiento de inferioridad social» del que habla José Miguel Oviedo como determinante de la tradición palmiana y que SSB extiende a toda nuestra literatura festiva; en fin, que muchos otros factores han hecho posible el surgimiento del mito. Además, y de los propios y ajenos testimonios que aporta SSB sobre el temperamento del limeño, no puede menos que dudarse que sea el mito lo que ha hecho al limeño como es sin que ese mismo temperamento —«la vocación melancólica de los limeños», su blandura— haya contribuido a crear y afincar el mito entre nosotros.

      Por otra parte, ese culto al pasado, esa «extraviada nostalgia» tiene también esta razón de ser: la necesidad imperiosa de una tradición en qué poner los pies, de una raíz propia que alimente y sostenga el precario presente. Con un pasado indígena cuyos valores eran negados cuando no desconocidos, con un pensamiento, una religión, una cultura importados o impuestos, el hombre de la América nuestra, el peruano, el limeño, ha procurado cogerse de cualquier cosa, muchas veces del fuego más brillante aun cuando fuera el más fatuo, pues le resultaba muy duro y quizás hasta imposible improvisarse a sí mismo.

      Una puerta de escape

      Entre el ser y no ser en que tanto tiempo la cultura americana se viene debatiendo, aplastada por los señores de fuera que habían estigmatizado su estirpe (esta frase del Virrey Abascal puede resumir el estigma: «Los americanos son hombres destinados por la naturaleza a vivir en oscuridad y abatimiento»), el limeño, el peruano, el hombre América encontró un punto de partida en lo que no era sino una puerta de escape: el pasado colonial que quiso solo ver en su más favorable apariencia. Asume, de este modo, las glorias de la Conquista, la nobleza española y los oropeles del Virreinato y no muestra, durante la República, mayor afán que el de revivir, pese a la «democracia», los privilegios antiguos, el de preservarlos y mantenerlos.

      Cuando líderes intelectuales como Riva Agüero contribuyeron a afianzar una determinada mentalidad pudieron sí, haberlo hecho con lucidez en cuanto a sus proyecciones (como él hubo otros que fueron conscientes en la defensa oblicua de un sistema económico y social), pero también bajo el peso de esa angustia de ser y no ser de la cultura americana, dilema que resolvieron sin resolver parcializándose del lado más conveniente a sus intereses personales, es decir, rehuyendo el ser auténtico y pleno o, mejor, la ardua y tantas veces sin victoria lucha por alcanzar la identidad profunda con su país como realidad y proyecto y con su historia integral.

      Tres defectos

      No puede desconocerse que muchos de los factores concurrentes sumariamente apuntados (los cuales se ha dicho ya, se influyen entre sí) obedecen a un sistema dado: el que prevaleció en la Colonia y prosiguió aún después de la Independencia. De aquí que, más que para señalar un error los anteriores puntos de vista sirvan para señalar dos defectos. Uno consiste en la excesiva simplificación de un asunto por su propia naturaleza complejo. El otro es más de forma que de fondo: el método expositivo de este ensayo supone en el lector conocimientos que solo pueden derivar de atentas y muy bien determinadas lecturas y de la reflexión sobre las mismas, nuestra historia y nuestra realidad. Es cierto que en Lima la horrible «todo cuanto queda dicho está personificado por la biografía, temperamento, obra y especialmente pensamiento de los mejores escritores limeños», pero también es cierto que la tesis que aquí se comenta excede los límites que ello mismo supone.

      Mas esta nota incurre también en un defecto: ha demorado más de lo debido en la tesis central de un libro que es mucho más que un libro de tesis.

      Intervención del amor

      Aunque es el eje, el mito de la Arcadia Colonial es solo un punto de partida en torno al cual se tejen interpretaciones de diversos aspectos de Lima. Hubiera sido conveniente un capítulo donde todo lo referente a la Arcadia apareciese más explícito y nítido, pero no puede olvidarse que se trata de una obra por su propio carácter hecha para ser corregida y aumentada tal vez si muchas veces, de una obra de amor que, como el verdadero, está llamada a profundizarse y perfeccionarse con el tiempo. Porque es el amor, sin duda, y no solo la inteligencia, lo que ha dado lugar a los muchos aciertos de este libro, a que muchos aspectos de Lima se nos presenten en él desde nuevas y luminosas perspectivas. Un ejemplo, la interpretación de Eguren, bastaría para justificar todo este ensayo, extraordinariamente exacto, por lo demás, en la definición de las notas distintivas de Lima a lo largo de las páginas escritas con una prosa de rigor sostenido hasta ser casi siempre excelente.

      Habrá quienes se extrañen de que pueda hablarse de amor en un libro como este, tan lleno de negaciones, no ajeno a la amargura ni a veces a la rabia. Concluye con un voto en contra, inclusive, pero la negación, la rabia, la amargura se dirigen o brotan de la fealdad moral (Lima es horrible para SSB en ese sentido) que ha prevalecido disfrazada e indirectamente alabada en esta ciudad «que tantas veces rehuyó la cita con el dramático país que fue incapaz de presidir con justicia».

      Más allá de las palabras

      En principio está mal destruir, pero no solo está bien, sino que es indispensable hacerlo cuando se trata de levantar una fábrica noble en el emplazamiento de un palacio de cartón. Y es eso lo que Lima la horrible pretende: mirar cara a cara la realidad, separar lo útil y lo fecundo de lo que no es sino lastre, y asentar en un predio más puro nuestro ser colectivo.

      Hasta ayer tambaleante entre dos culturas, la aprendida y la autóctona, Lima (el Perú, América) empieza a descubrir su originalidad, es decir, a asumir su condición real, y a entrever

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