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para la creación y la reflexión.

      La última vez que conversamos Abelardo y yo fue en la terraza de un café miraflorino. Hablamos varias horas: de poesía, música y amigos ausentes, entre otras cosas. La enfermedad lo había demacrado, pero no había conseguido disminuir su calidez y su agudeza. Tampoco le había quitado la gracia para contar anécdotas que nunca envejecían ni las ganas de saber qué cosas de interés estaban sucediendo. Como siempre, el tiempo pasó demasiado rápido. Dos semanas después, supe que había partido una de las personas a las que más debo y más admiro. A la tristeza por la pérdida la acompañó una sensación viva e intensa, la de haber sido, sin que una condición anulara la otra, su alumno y su amigo.

      Crítica literaria

      (literatura peruana)

      El avaro de Luis Loayza

      Los nueve textos que componen este cuaderno, al que uno de ellos presta su nombre, conforman un mundo de delicados placeres solitarios, trasfigurado y mítico. Extraños habitantes de una ciudad inubicable y misteriosa que —en las últimas páginas abandonada y se destruye— lo pueblan. En su conjunto, estos textos demuestran una aguzada sensibilidad, reprimida por una censura siempre alerta. Una voluntad exigente poda todo lo que atenta contra la impecable belleza que se procura alcanzar. Desechada así la espontaneidad, ajeno, lúcido, Loayza está sobre lo que escribe, dominándolo, proclive en veces a una frialdad que podría ser peligrosa pero a la que atemperan el tono levemente confidencial de los escritos en primera persona (la mayoría), y un clima de múltiples sugerencias poéticas.

      Un refinado escepticismo sustenta las soluciones negativas con que en El avaro parece afrontarse la realidad: se prefiere el deseo a su satisfacción; a la elección, la dilatada voluptuosidad de las posibilidades; al vano mundo externo se le confiere un valor derivado de los estímulos que ofrece a las vivencias interiores o a escogidos regalos sensoriales. Este desdén o temor por lo que habitualmente conforma la vida parece, a lo largo del cuaderno, negar toda acción fuera de la órbita cerrada de uno mismo. Cuando ella puede tener un significado decisivo, se le funda en el engaño y se le destruye, como en «El héroe», deliciosa historia, la única humorística del conjunto y, también, única construida sobre un tema mítico identificable. Y cuando, en las páginas de clara unidad que se disponen al final, el evasivo relator toma la voz de su ciudad y narra sus sucesos, está obligado por un poderoso motivo: la catástrofe, contra la que nada se hace sino consultar los oráculos y elevar himnos al dios inexorable que la ha determinado.

      Pero es en el aspecto formal donde hay que buscar el verdadero valor de las páginas estrictas de El avaro. Bajo este aspecto Loayza puede sumarse ya a los nombres de quienes en la nueva generación poseen una indudable aptitud para escribir y trabajan para lograr su madurez y perfeccionamiento. Los valores más patentes de su lenguaje son: la concisión rigurosa, la adjetivación precisa, el ritmo mantenido y leve, la constante y afortunada discriminación de las palabras, su disposición en una sintaxis personal y segura. El empleo de la puntuación adquiere, en ocasiones, valores semánticos que están más allá de su función habitual. También son notables: una cuidadosa asimilación de las influencias y, sobre todo, el buen gusto implacable y minucioso a que parece someterlo todo este joven autor.

      El avaro señala la aparición de un nuevo prosista en nuestras letras. Con sus breves composiciones, Loayza ha demostrado una depurada sensibilidad, un firme sentido estético y un temprano dominio de la lengua. Estas cualidades que ahora saludamos en él le crean un grave compromiso. Porque si la literatura está en el sabio manejo de las palabras, también está más allá de ellas: en la verdad, el fervor y la vida que dan sentido a su belleza, que la sustentan y humanizan.

      El Comercio, Lima, 8 de enero de 1956,

      Suplemento El Dominical.

      2 Luis Loayza: El avaro, Talleres Gráficos de P.L. Villanueva. Lima, 1955. Edición numerada.

      Belli, una poesía desgarrada

      Carlos Germán Belli acaba de publicar una edición aumentada de su libro ¡Oh Hada Cibernética! Aunque se trata de una reedición, siempre extraña que un conjunto de poemas como este aparezca: más aún, que una visión tan negativa de la vida como la que sus versos encierran insista en contradecirse mostrando esa esperanza, esa fe que todo libro que se entrega al público implica. Como no es nada frecuente encontrar una poesía que, como la de ¡Oh Hada Cibernética!, nazca de una sensación de fracaso más total, de un sentimiento tan verdadero y tan hondo de la injusticia, de la humillación de vivir, privado de todo, incluso del azar, en un mundo regido por fuerzas implacables, uno se pregunta de dónde quien vive una disolución y una negrura semejantes extrae la ilusión necesaria para editar los poemas que sorprendentemente escribe. Y esto, el hecho de tener un libro así en las manos, es lo que nos conduce a una de las más profundas sensaciones poéticas que esta obra transmite: la que proviene de algo similar a ese procedimiento estilístico que se conoce con el nombre de «ruptura del sistema», aunque aquí la ruptura no se presenta en uno o varios versos sino comprende al libro mismo, ya que se da entre su contenido y su existencia.

      La intuición que esa ruptura despierta lleva al corazón de la poesía, a su centro. Inmerso en un mundo que le niega todo o en el que todo se le niega, el autor de ¡Oh Hada Cibernética! hace una afirmación solitaria: la poesía. Si la experiencia de la vida que el libro traduce es atroz, su traducción ha sido hecha con un tenaz y desamparado amor por las reglas del arte. En esa afirmación y este amor el poeta encuentra la fuerza indispensable para durar mientras reniega de su ser. La poesía aparece, así como una especie de salvación, la única para quien ve cerrados todos los caminos y no aspira a otra cosa que a dejar este linaje humano que con dolor aborrece, para quien descree en todo hasta el punto de inventarse una divinidad que, además de un acierto poético excelente, es un terrible sarcasmo: el Hada Cibernética.

      No es fácil conciliar la cibernética con las hadas, pero Belli es así: en él todo intento de asimilación, de fusión, da lugar a una desgarradura, y en esto reside la extraordinaria y ácida singularidad de su obra. Si la existencia misma de su libro produce un desconcierto inicial que acaba revelándonos que la poesía puede ser la sola luz no negada en un universo de tinieblas, un desconcierto mayor existe entre lo dicho en los poemas que ese libro contiene y el lenguaje empleado para decirlo. Belli compone sus poemas con palabras, giros y recursos arcaicos que sirvieron a una poesía enteramente ajena a la que él hace; peor aún, incompatible con la suya. Y otra vez aquí se da el desgarramiento al quererse modelar una poesía tan amarga y sincera que está en el límite mismo de la literatura, con instrumentos que por tradición y por desuso son exclusivamente literarios.

      Pero si ¡Oh Hada Cibernética! no es un simple lamento personal, un intolerable quejido, es precisamente porque la poesía brota, espesa y tibia, de sus desgarraduras. Es como si las difíciles fusiones que pretende se hubieran logrado y roto en un instante, dejando heridas vivas. La poesía de Belli es el testimonio sangrante de ese efímero éxito. Así, vestida de una gracia inusitada y patética, la miseria humana que esa poesía descubre alcanza la expresión que exige para que la desdicha ajena muestre una faz deleitable; es decir, para que se convierta en arte.

      El Comercio Gráfico, Lima, 19 de noviembre, 1962.

      Ya Lima no es tan horrible

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