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que una muerte ejemplar, como en «El Chaco»; que un impremeditado y ocasional acto de venganza que no libera al esclavo que lo realiza sino que lo convierte en prófugo, como en «Fénix». Pero si se prescinde del aspecto externo de todo esto, es decir, de la eficacia visible de la tenacidad de Papá Leandro, de la rebelión solitaria de Sixto Molina o del asesinato de Marcial Chacón, brota, nítida, la victoria interior de los nuevos héroes de Ribeyro. Arruinados, perseguidos o muertos, todos ellos pueden decir con el perseguido Fénix: «Soy el vencedor. Si esas luces de atrás son antorchas, si esos ruidos que cruzan el aire son ladridos, tanto peor. Los llevo hacia la violencia, hacia su propio exterminio. Yo avanzo, rodeado de insectos, de raíces, de fuerzas de la naturaleza, yo mismo soy una fuerza y avanzo, aunque no haya camino, me hago un camino avanzando». Los hombres de Ribeyro son los mismos, pero con otra actitud: la adversidad ya no los rinde; el poder, aunque los derrote, ya no los humilla.

      En los dos primeros cuentos de este volumen, Ribeyro mantiene el uso del relato sin accidentes temporales, sin alardes demasiado visibles en la técnica narrativa, pero con elementos sutilmente dosificados para crear el clima adecuado y obtener los propósitos que persigue. Buen delineador de caracteres, observador atento, hábil para elegir sus materiales, consciente de sus posibilidades y recursos, cauto, es decir, sin variar sus características habituales, en estas dos historias Ribeyro se muestra más cálido, más intenso también. Y no solo por la condición combativa, por el nuevo espíritu que infunde aquí a sus personajes, sino porque la extensión misma de las historias le resulta más apropiada para ello. Es interesante destacar además, en ambos cuentos, la soltura para mover conjuntos humanos, la capacidad de infundirles una presencia sólida, consistente que muestra el autor. Esto es algo novedoso en él y que le abre ricas perspectivas. Es más, sus protagonistas empiezan a apuntar, ya decididamente, hacia la representación colectiva.

      El tercero y último de los cuentos, «Fénix», ofrece, si no la mayor originalidad en el tratamiento, sí la mayor audacia para incorporar técnicas más complicadas y llamativas a los, por lo regular, sobrios procedimientos narrativos de Ribeyro. Sin embargo, es este, en el fondo, uno de sus habituales retratos de la frustración, frustración que apenas si llega a salvarse, en lo que a Fénix se refiere, con el crimen.

      Es curioso notar que «Fénix», historia del resurgimiento de un hombre que se describe como acabado, transcurre en la selva. Con su cabeza de oso en la mano, «decapitado, feliz», al final su protagonista se hunde en los bosques, «tal vez a construir una ciudad». El suyo es un triunfo individualista, solitario, como el de los pioneros de esa región por mucho tiempo llamada, en nuestro país, de la esperanza. En cambio, para la sierra es otra sublevación la que Ribeyro propone en «El Chaco». Sixto Molina muere porque allí no cabe la venganza individual, porque la rebelión contra el patrón explotador y tirano debe ser solidaria para alcanzar el éxito. Y en la costa, al filo mismo de la ciudad, pugnando por sobrevivir a su inclemencia, la familia de Leandro nos enseña una lucha en la cual el temple interior, la tenacidad, el indeclinable afán de vivir son las armas principales. Es especialmente esa irrupción del valor moral en la ciudad que ejemplifica «Al pie del acantilado», lo que más llama la atención en este último libro de Ribeyro.

      Narrador del fracaso y de la cobardía —inclusive su novela Crónica de San Gabriel pinta la descomposición de una clase rural, la del mediano terrateniente— ¿qué puede haber determinado en él este cambio? Lo más probable y simple, quizá, sea pensar que Ribeyro intenta no ofrecer una visión intencionadamente positiva en contraste con su obra anterior, sin ampliar su visión del sector de la realidad que prefiere. El contraste existe, desde luego, o subrayado por el hecho de haberse reunido en un solo volumen estas tres historias «sublevantes», pues Ribeyro, si bien mejor en este libro que «Los hombres y las botellas», no es en él sustancialmente distinto. Entre la piedad y la ironía, de la depresión al heroísmo, su obra, sin embargo, se anuncia ahora más rica y el mundo que encierra más pleno.

      Revista Peruana de Cultura, Lima, N° 2, (julio 1964).

      Sologuren: la poesía y la vida

      Sin embargo, en el planteamiento mismo de su poética Sologuren no puede ser más extremado: prescinde de la realidad y al hacerlo la niega y se niega a sí mismo. La poesía no puede ser, entonces, sino una entrega total; únicamente en el poema el poeta podrá justificar su existencia, reducida a un ansia de identificación, de fusión, de disolución en la poesía. No debe extrañar, pues, que en los poemas de El Morador no se encuentre, paradójicamente, a nadie. En ellos solo habita una voz que cuando habla en primera persona no representa sino un accidente el verbo, algo sin entidad fuera del poema, que alienta en él y por él; y en este sentido su «yo» vacío se hace símbolo de la situación existencial del poeta, a quien, privado de todo contexto real, solo frente a una hoja de papel que debe llenar con palabras que han ganado independencia y ponen en primer plano su textura, su capacidad de seducción y sugerencia, le es imposible habitar el universo que crea puesto que es ese precisamente el precio que se ha impuesto para lograr su creación. El poema resulta, así, de un acto creador «puro», es un objeto a cuyo esplendor todo ha debido ser sacrificado, una chispa de luz alcanzada en la región de lo permanente, de lo bello, de lo perfecto. Toda necesidad de expresión o comunicación queda, de este modo, abolida. Lo único que importa es el poema como objeto hermoso, como una aproximación a la poesía, valor en sí y que se sostiene a sí mismo.

      En tanto que aproximación, los poemas conforman un universo de opalescente sombra acogedora (p. 22) sobre el que se cierne la tiniebla de seda de los peces (p. 24), un imperio suavísimo (p. 23) y solitario cercado por los muros ciegos del silencio (p. 19). El poeta reside en la caverna de Platón y su trabajo consiste en acceder a la luz plena, a la poesía; no hace sino girar en torno de esta, de su idea, llama instalada en el centro de su ser y que todo lo reduce a humo. De ese humo está hecha la poesía del joven Sologuren, humo que sube en busca del cielo que es la poesía, es decir, otra vez del mismo fuego. Este circuito cerrado deslinda un territorio fuera del tiempo donde El Morador instala el presente absoluto de sus versos.

      Nada se ahorraría con decir «poesía pura», salvo el problema mismo. En Sologuren no se trata de la simple adhesión a una corriente, de un mero afán esteticista, sino de una actitud frente a la vida. Porque si bien no su poesía,

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