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la cúpula de las Tullerías recortaba en el cielo su pesada y redonda masa azul. Por allí detrás debía de hallarse la casa de la señora Arnoux.

      Volvía a su cuarto y tendiéndose en el diván, se abandonaba a una desordenada meditación: planes de trabajo, proyectos de vida, acciones para lo venidero, hasta que al fin, y para librarse de sí mismo, se lanzaba a la calle y subía a la ventura por el barrio Latino, tan tumultuoso de ordinario, pero desierto en aquella época, porque los estudiantes se hallaban ya con sus familias en el rincón provinciano. Las grandes fachadas de los colegios, que el silencio parecía alargar, tenían un más sombrío aspecto aún; se oían toda suerte de apacibles rumores: el batir de alas en las jaulas, el rechinar de un torno, el golpear del martillo de un zapatero remendón, y los traperos miraban inútilmente a todas las ventanas. En el fondo de los solitarios cafés, la encargada de la caja bostezaba entre las repletas botellas; los periódicos permanecían perfectamente ordenados en las mesas de los salones de lectura; en los talleres de plancha, las ropas se balanceaban al tibio soplo del aire. De vez en cuando se detenía ante el escaparate de un librero de viejo; un ómnibus que pasaba rozando la acera le obligaba a detenerse, y así hasta que se veía delante del Luxemburgo, de donde no pasaba.

      A veces, y con la esperanza de una posible distracción, se dirigía a los bulevares. Después de atravesar callejuelas sombrías que exhalaban un húmedo vaho, llegaba a las grandes plazas desiertas, resplandecientes de luz, con sus monumentos que dibujaban en el empedrado festones de negra sombra. Pero los carros y los establecimientos comenzaban a surgir otra vez, y la muchedumbre le aturdía —los domingos sobre todo—, pues desde la Bastilla hasta la Magdalena aquello era un constante e inmenso ondular por el asfalto, entre el polvo, y en un rumor continuo; se sentía completamente desilusionado por la vulgaridad de los rostros, por la estupidez de las conversaciones y por la imbécil satisfacción que de aquellas frentes sudorosas se desprendía. Sin embargo, la conciencia de valer más que aquellos hombres atenuaba la fatiga de contemplarlos.

      A diario iba a L'Art Industriel, y para saber cuándo volvería la señora Arnoux preguntaba detenidamente por la madre de ella. La respuesta de Arnoux siempre era igual: "continuaba la mejoría"; su mujer, con la pequeña, estarían de regreso a la semana siguiente. Cuanto más se prolongaba la ausencia, mayor era la interesada inquietud de Frédéric, hasta tal punto que Arnoux, enternecido por semejante prueba de afecto, lo llevó a comer cinco o seis veces al restaurante.

      Frédéric, en aquellos largos vis a vis, se dio perfecta cuenta de que el comerciante de cuadros no era muy espiritual. Arnoux podía percatarse de aquel enfriamiento de su aprecio, y además la ocasión era que ni pintada para pagarle modestamente sus atenciones.

      Para hacer las cosas de la mejor manera posible vendió a un prendero toda su ropa nueva en cuatrocientos francos y, con otros cien más que le quedaban, se fue a casa de Arnoux, invitándole a comer, y como se encontraba con él Regimbart, todos juntos se encaminaron a los Tres Hermanos Provenzales.

      Regimbart comenzó por quitarse su levita y, contando de antemano con la deferencia de los otros dos, eligió los platos. Pero aunque tuvo a bien dirigirse a la cocina para hablar en persona con el jefe, y descender al sótano, del que conocía todos los rincones, y hacer subir al encargado del establecimiento, al que "dio un jabón" no le agradaron ni los manjares, ni los vinos, ni el servicio. A cada nuevo plato, a cada botella diferente, al primer bocado, a la primera buchada, dejaba caer el tenedor o ponía a distancia su copa; luego, poniendo sus brazos cuan largos eran sobre el mantel, exclamaba que ya no se podía comer en París. Por último, y no sabiendo qué pedir, Regimbart encargó unos frijoles en aceite "de una manera sencillota", los cuales, sin ser por completo de su gusto, lo apaciguaron un poco. Después sostuvo con el camarero un diálogo acerca de los antiguos mozos de los Provenzales. ¿Qué había sido de Antonio? ¿Y de un tal Eugenio? ¿Y de Teodoro, el pequeño que servía siempre abajo? El trato que por aquel entonces se daba aquí era mucho más esmerado, y había borgoña de las mejores marcas, como no volverá a verse más.

      A continuación se trató del precio de los terrenos en las afueras: se trataba de una infalible especulación de Arnoux. Puesto que él no quería vender a ningún precio, Regimbart le fijaría alguno, y, de sobremesa, aquellos dos señores comenzaron a hacer cálculos y más cálculos con un lápiz.

      Para tomar el café se encaminaron a uno que había en un entresuelo del pasaje del Saumon. Y allí aguantó Frédéric a pie firme interminables partidas de billar, remojadas con infinitos bocks de cerveza, y allí permaneció hasta las doce de la noche sin saber por qué, por cobardía, por necedad, clavado por la confusa esperanza de un acontecimiento cualquiera favorable a su amor.

      ¿Cuándo volvería a verla? Frédéric se desesperaba, hasta que una noche, a fines de noviembre, Arnoux le dijo:

      —Ayer volvió mi mujer, ¿sabe?

      Al día siguiente, a las cinco, entraba en casa de ella.

      Comenzó dándole el parabién por la mejoría de su madre, tan gravemente enferma.

      —No lo crea. ¿Quién se lo ha dicho?

      —Arnoux.

      Un leve "ah!" escapó de su boca, añadiendo que en un principio tuvo serios temores, desaparecidos ya.

      Ella se hallaba junto al fuego, hundida en la tapizada poltrona, y él en un diván, con el sombrero en las rodillas; la conversación, abandonada por ella a cada instante, fue penosa, y el joven no hallaba la ocasión propicia para hablar de sus sentimientos. A unas palabras suyas, lamentándose de estudiar para abogado, ella repuso:

      —Sí... lo comprendo... los negocios... —y bajó la cabeza como absorbida por ciertas reflexiones.

      Se sentía sediento por conocerlas, incluso no pensaba en otra cosa.

      Las sombras del crepúsculo los envolvían.

      Ella se levantó, pues tenía unos encargos que hacer, reapareciendo a poco tocada con una capota de terciopelo y una capa guarnecida con piel de marta. Frédéric se atrevió a ofrecerse para acompañarla.

      No se veía ya; el tiempo era frío, y una espesa bruma, desvaneciendo la fachada de los edificios, corrompía el ambiente. Frédéric lo aspiraba con delicia, al sentir en su brazo la presión del de ella, a través del enguate del vestido; su mano, además, aprisionada en guantes de gamuza con dos botones, su pequeña mano, que él hubiera querido cubrir de besos, se apoyaba en la manga de él; oscilaban un poco al andar, por lo resbaladizo del suelo, antojándosele al joven que iban como mecidos por el viento y en medio de una nube.

      El luminoso resplandor del bulevar lo devolvió a la realidad. La ocasión era que ni de encargo, y el tiempo apremiaba. Al llegar a la calle de Richelieu —tal se propuso— le declararía su amor; pero casi al punto, frente a un almacén de porcelanas, se detuvo ella resueltamente, diciéndole:

      —Ya hemos llegado; mil gracias. Hasta el jueves, como de costumbre, ¿no es así?

      Y otra vez comenzaron las comidas. Mientras más trataba a la señora Arnoux, su decaimiento aumentaba. La contemplación de aquella mujer le enervaba, como el uso de un perfume demasiado fuerte.

      Aquello se infiltraba hasta lo más profundo de su ser, convirtiéndose en una casi exclusiva manera de sentir, en un nuevo modo de existencia.

      Las prostitutas que se hallaban a la luz de los faroles, las cantantes al lanzar sus gorgoritos, las amazonas en sus caballos al galope, las burguesitas a pie, las modistillas en sus ventanas; todas las mujeres, en fin, le traían a la memoria a la otra, bien por semejanzas, bien por violentos contrastes. Contemplaba en las tiendas las cachemiras, las tiras de encaje, las arracadas de pedrería y se las imaginaba ciñendo sus caderas, prendidas de su blusa, fulgurando en la negrura de sus cabellos. En la cesta de las floristas se abrían las flores para que ella las escogiese al pasar; en los escaparates de los zapateros los chapines de raso, con su orla de plumas, se diría que aguardaban su pie; todas las calles conducían a su retiro, y para llevar a él con más ligereza se estacionaban los coches en las paradas; París convergía en su persona, y la gran ciudad, con todas sus voces, como una inmensa orquesta, en torno

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