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el poeta Teófilo Lorris, dos críticos de arte colegas de Hussonnet, un fabricante de papel y, en fin, el ilustre Pedro Pablo Meinsius, el último representante de la alta pintura, que llevaba gallardamente, con su gloria, sus ochenta años y su abultado abdomen.

      Cuando se dirigieron al comedor, la señora Arnoux se cogió de su brazo. Pellerin tenía reservado su puesto. Arnoux, sin perjuicio de explotarle, le estimaba; además temía de tal modo a su terrible lengua, que para contentarlo publicó en L'Art Industriel su retrato seguido de hiperbólicos elogios, y Pellerin, más sensible a la gloria que al dinero, apareció, jadeante, a eso de las ocho. Frédéric se figuró que se hallaban reconciliados desde hacía mucho tiempo.

      La compañía, los manjares, todo le agradaba. El comedor, a semejanza de un locutorio de la Edad Media, estaba revestido de cuero curtido; un estante holandés se erguía ante un tablero de pipas turcas, y, en torno de la mesa, los cristales de Bohemia, de diversos matices, entre las flores y las frutas, daban a aquello el aspecto de un jardín iluminado.

      Pudo escoger entre diez clases de mostaza; comió daspachio, arroz a la india, jengibre, merlos de Córcega, empanadas romanas; bebió vinos extraordinarios —lip-fraolí y Tokay—. Arnoux se jactaba de hacer bien estas cosas. Halagaba —puestos los ojos en los comestibles— a los ambulantes de correos, y tenía amistad con los cocineros de las casas de rango, enterándose por ellos de ciertos guisos.

      Pero lo que más entretenía a Frédéric eran las conversaciones. Su afición por los viajes fue satisfecha por Dittmer, que habló del Oriente; sació su curiosidad por las cosas de teatros oyendo a Rosenwal hablar de la Ópera, y el horrible vivir bohemio se le antojó singularísimo a través de la alegría de Hussonnet, quien contó de manera pintoresca cómo se había pasado todo un invierno sin comer otra cosa que queso de Holanda. Luego una discusión entre Lobarias y Burrieu, sobre la escuela florentina, le reveló obras maestras, abriéndole nuevos horizontes, y casi no pudo reprimir su entusiasmo cuando Pellerin exclamó:

      ¡Déjenme tranquilo con su odiosa realidad! ¿Qué quiere decir eso de realidad? Los unos ven negro; los otros, azul, y la turba, necedades. Nada menos natural que Miguel Ángel; pero nada más fuerte.

      El cuidado por la verdad externa descubre la bajeza contemporánea, y el arte, si continúan así, llegará a ser como una pesada y resobada broma, por debajo de la religión como poesía, y de la política como interés. Ustedes no conseguirán su objeto, ¡sí, su objeto!, que es producirnos una exaltación impersonal con obras sin importancia, no obstante las sutilezas de ejecución. He aquí, por ejemplo, los cuadros de Bassolier: lindos, coquetones, limpios y ligeros; se pueden llevar de viaje, en un bolsillo. Los notarios pagan por ellos veinte mil francos, y no tienen tres céntimos de ideas; pero sin ideas nada es grande, y sin grandeza nada es bello. El Olimpo es una montaña. El más atrevido monumento serán siempre las Pirámides. Preferible es la exuberancia al gusto, el desierto a la acera y el salvaje al peluquero.

      Frédéric, oyendo tales cosas, miraba a la señora Arnoux. Aquellas palabras caían en su espíritu como metales en un horno, fomentaban su apasionamiento y enardecían su amor.

      Estaba sentado en el mismo lado, pero tres puestos más allá que la señora Arnoux. Ella de vez en cuando se inclinaba ligeramente, volviendo el rostro para dirigirle algunas palabras a su hija, y como se sonriera al hacerlo, en la mejilla se le formaba un hoyuelo que daba a su cara un más delicado aire de bondad.

      A la hora de los licores desapareció, y la charla se hizo más libre, brillando en tal punto el señor Arnoux y llenándose de asombro Frédéric con el cinismo de aquellos hombres. Sin embargo, su preocupación por la mujer establecía entre los otros y él una especie de igualdad que elevaba al comerciante en la estimación del joven.

      De vuelta en el salón, y por hacer algo, cogió uno de los álbumes amontonados sobre la mesa. Los grandes artistas de la época habían llenado sus páginas: de dibujos los unos; los otros de verso o prosa, y algunos se limitaron a firmar; entre los nombres célebres aparecían muchos desconocidos, y entre una nube de necedades descollaba tal cual curioso pensamiento; pero todos contenían un homenaje más o menos directo a la señora Arnoux. Frédéric hubiera sentido miedo de poner allí una línea.

      La señora Arnoux fue a su gabinete para buscar el cofrecillo con abrazaderas de plata —obra del Renacimiento, regalo de su marido— que el joven había visto sobre la chimenea. Los amigos del comerciante le elogiaron; su mujer dio las gracias, y él se sintió tan enternecido, que delante de todos besó a su mujer.

      A continuación, y por doquier, se formaron grupos en los que se charlaba; el bueno de Meinsius se hallaba con la señora Arnoux, en una butaca, junto al fuego; se inclinaba ella al oído del viejo pintor y sus cabezas se rozaban. Frédéric hubiera aceptado ser sordo, enfermo y feo a cambio de un nombre ilustre y de unos cabellos blancos que le permitieran ampararse en una parecida intimidad; su corazón se consumía, furioso contra su juventud.

      La señora Arnoux, a poco, se dirigió al ángulo del salón en donde estaba Frédéric, preguntándole si conocía a algunos de los invitados, si era amante de la pintura y, por último, si hacía mucho que estudiaba en París. Cada palabra que salía de su boca se le antojaba a Frédéric una cosa nueva, algo exclusivamente relacionado con su persona. Lleno de atención, contemplaba los sueltos cabellos de su peinado acariciando su desnudo hombro, y sin apartar de ellos los ojos, se le hundía el alma en la blancura de aquella carne femenina; sin embargo, no osaba levantar la vista para mirarla frente a frente.

      Los interrumpió Rosenwal, rogando a la señora Arnoux que cantara algo. Preludió aquél, mientras ella aguardaba; sus labios se entreabrieron, y un son puro, largo y sostenido vibró en el aire. Frédéric no comprendió nada de la letra, que era italiana.

      Comenzaba aquello con un grave ritmo, como de canto sagrado, que, animándose y creciendo después, multiplicaba las sonoras vibraciones, se apaciguaba de pronto, y la melodía, en una amplia y lánguida oscilación, retornaba amorosamente.

      Estaba ella de pie, junto al teclado, los brazos caídos, la mirada perdida. A veces, para leer la música, entornaba los párpados, adelantando por un instante la frente. Su voz de contralto se revestía en los graves de una lúgubre entonación, que helaba, y en tal punto, su hermosa cabeza, de hermosas cejas, caía sobre su hombro; su seno se henchía, sus brazos se levantaban; de su garganta fluían unos trinos y su cuello parecía como tronchado suavemente por la caricia del aire. Lanzó tres notas agudas, que sostuvo hasta perderlas; luego otra, más alta aún, terminando, por último, y tras un silencio, con una fermata.

      Rosenwal prosiguió tocando para él mismo. Poco a poco iban desapareciendo los invitados. A las once, cuando se marchaban los últimos, Arnoux salió con Pellerin, so pretexto de acompañarle, pues era de esas personas que se sienten mal si no dan una vueltecita después de comer.

      La señora Arnoux había llegado hasta el recibimiento; Dittmer y Hussonnet se despedían de ella, que les tendió la mano; lo propio hizo con Frédéric, que se sintió como penetrado hasta lo más profundo de su ser.

      Se separó de sus amigos; tenía necesidad de hallarse solo; su corazón se expandía. ¿Por qué le alargó la mano? ¿Lo hizo sin darse cuenta o para animarlo? ;Vamos, hombre, estoy loco!" Además, qué importaba una cosa u otra, si al fin le era dado verla a sus anchas y vivir en su ambiente.

      Las calles estaban desiertas. A veces pasaba una pesada carreta haciendo temblar el piso. Se sucedían los edificios con sus fachadas grises y sus cerradas ventanas, y Frédéric pensaba desdeñosamente en todos aquellos seres humanos que dormían tras aquellos muros, que vivían sin verla, que hasta ignoraban que ella viviese. Ya no tenía conciencia del medio, del espacio, de nada, y taconeando fuerte, golpeando con su bastón las puertas de las tiendas, caminaba adelante siempre, al azar, arrastrado, perdido. Una húmeda brisa le envolvió, percatándose por ello de que se hallaba en el muelle.

      Los faroles resplandecían en dos rectas e indefinidas ringleras, y largos y rojizos reflejos de luz palpitaban en la profundidad de las aguas, de un matiz pizarroso, en tanto que el cielo, más claro, parecía sostenerse en las sombrías y enormes masas tenebrosas que se elevaban de una y

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