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su afición a la bebida lo que empujaba a tales sitios al ciudadano Regimbart, sino la vieja costumbre de hablar con ellos de política; con los años su facundia había desaparecido, quedándole tan sólo una hosca misantropía. Se hubiera dicho, al ver la seriedad de su rostro, que el mundo giraba dentro de su cabeza; no decía palabra, y nadie, ni aun sus amigos, le conocía ocupación alguna, si bien el se las daba de hombre de negocios.

      Arnoux parecía estimarle muchísimo. Un día le dijo a Frédéric:

      —Ése sabe mucho. Es un hombre que vale! Acérquese a él.

      Otra vez, Regimbart puso sobre su pupitre unos documentos concernientes a las minas de caolín de Bretaña; Arnoux se sometía a su experiencia.

      Frédéric se mostró más atento con Regimbart, llegando hasta el punto de invitarle de vez en cuando un ajenjo, y aunque lo tuviese por un estúpido, permanecía a su lado horas enteras, solamente porque se trataba de un amigo de Jacques Arnoux.

      Después de haber protegido en sus comienzos a los maestros contemporáneos, el mercader de cuadros, hombre de visión progresista, había procurado, sin perder su empaque artístico, ampliar sus ganancias. Buscaba la emancipación de las artes, lo sublime por poco precio. Todas las industrias del lujo parisiense sufrieron su influjo, beneficioso para las cosas de poca monta y funesto para las grandes. En su ansia por halagar a la opinión, desvió de su camino a los artistas hábiles y corrompió a los fuertes, estrujó a los débiles y ennobleció a los mediocres, disponiendo de ellos gracias a sus relaciones y a su revista.

      Los principiantes ambicionaban ver sus obras en su vitrina, y los tapiceros tomaban en su casa los modelos para sus mobiliarios. Frédéric le tenía, a la vez, por millonario, por dilettante y por hombre de acción.

      Muchas cosas, sin embargo, le asombraban, pues el señor Arnoux procedía con malicia en sus tratos comerciales.

      Recibía lo último de Alemania o Italia un lienzo comprado en París por mil quinientos francos, y exhibiendo una factura que ascendía a cuatro mil, lo revendía en tres mil quinientos, por complacencia.

      Una de sus martingalas más frecuentes con los pintores consistía en exigirles, a modo de adehala, una reducción de su cuadro, so pretexto de publicar un grabado de él; vendía siempre la reducción, pero el grabado no aparecía nunca. A los que se le quejaban de ser explotados respondía con un golpecito en el abdomen. Excelente persona, por lo demás, prodigaba los cigarros, tuteaba a los desconocidos, se entusiasmaba con una obra o con un hombre, y era tal su obstinación en este punto que, sin tener nada en cuenta, multiplicaba las idas y venidas, las cartas, los reclamos. Se creía honradísimo, y en su deseo de expansión solía contar ingenuamente sus propias faltas de delicadeza.

      En cierta ocasión, para molestar a un colega que inauguraba una revista de pintura con un gran banquete, rogó a Frédéric que escribiera en presencia suya, un poco antes de la hora de la cita, unas esquelas anulando las invitaciones de los convidados.

      —Esto no tiene nada de deshonroso, ¿comprende usted?

      Y el joven no tuvo ánimos para negarse a complacerlo.

      Al día siguiente, al penetrar en su despacho con Hussonnet, Frédéric vio por la puerta --la que daba a la escalera-- el volante de un vestido que desaparecía.

      —Mil perdones —dijo Hussonnet—. Si hubiera sabido que había aquí mujeres.

      —¡Oh!, por esta vez se trataba de la mía repuso Arnoux—. Ha subido al pasar para hacerme una visita.

      —¿Cómo? —dijo Frédéric.

      —Sí, hombre; que se va a su casa.

      El encanto de las cosas ambientes se desvaneció como por ensalmo.

      Cuanto por manera confusa había experimentado allí acababa de desvanecerse, o, mejor, jamás había existido. Experimentaba una infinita sorpresa y como el dolor de una traición.

      Arnoux, revolviendo papeles en su cajón, sonreía. ¿Acaso se burlaba de él? El dependiente puso sobre la mesa un envoltorio de papeles húmedos.

      —¡Ah!, son los carteles —exclamó el comerciante—. No sé a qué hora voy a comer.

      Regimbart cogió su sombrero.

      —¡Cómo! ¿Se marcha usted?

      —Son las siete —dijo Regimbart.

      Frédéric le siguió.

      En la esquina de la calle Montmartre volvió la cabeza para contemplar las ventanas del primer piso, riéndose íntima y piadosamente de sí mismo al recordar con cuánto amor y frecuencia las había contemplado. ¿Dónde vivía ella, pues? ¿Cómo encontrarla ahora? La soledad más inmensa que nunca se hacía otra vez en torno de su anhelo.

      —¿Viene a tomarlo? —dijo Regimbart.

      —¿A tomar qué?

      —El ajenjo.

      Y, cediendo a sus instancias. Frédéric se dejó llevar al cafetín Bordelés. Mientras su acompañante, apoyado en el codo, contemplaba la garrafa, él dirigía sus ojos de izquierda a derecha; de pronto descubrió en la acera el perfil de Pellerin; golpeó con viveza en los cristales, y aún no se había sentado el pintor, cuando Regimbart preguntóle por qué no se le veía ya por L'Art Industriel.

      ¡Que reviente si vuelvo por allí! ¡Ese hombre es una bestia, un burgués, un miserable, un pillo!

      Aquellas injurias halagaban la cólera de Frédéric; pero con todo y eso le ofendían, pareciéndole que algo de aquello tocaba a la señora Arnoux.

      —Mas, ¿qué es lo que le ha hecho? —dijo Regimbart.

      Pellerin, por toda contestación, golpeó el suelo con el pie y resopló con fuerza.

      Se dedicaba a trabajos clandestinos, tales como retratos a dos tintas o imitaciones de los grandes maestros para aficionados poco competentes, y como esos trabajos le humillaban, prefería, por lo general, callarse. Pero "la avaricia de Arnoux" le exasperaba muchísimo y se desahogó. Cumpliendo un encargo que le hizo, y del cual el propio Frédéric fue testigo, le había llevado dos cuadros, y el comerciante se permitió criticarlos, censurando la composición, el colorido y el dibujo, especialmente el dibujo; en suma, que no los quiso a ningún precio. Pero Pellerin, obligado por el vencimiento de un pagaré, se vio en el trance de cedérselos al judío Isaac, y quince días después el propio Arnoux se los vendía a un español por dos mil francos.

      —¡Ni un céntimo menos! ¡Qué granujada!... y muchísimas más que ha hecho, maldición! Un día cualquiera le veremos en el banquillo.

      —¡Cómo exagera usted! - dijo tímidamente Frédéric.

      —Vamos, está bien; ¡que yo exagero! —exclamó el artista, descargando un puñetazo sobre la mesa.

      Aquella violencia devolvió al joven todo su aplomo. Sin duda se debía proceder con más delicadeza; no obstante, si a Arnoux se le antojaban aquellos dos lienzos...

      —¿Malos? ¡Retire esa palabra! ¿Los conoce usted? ¿Es ese su oficio? ¡Pues sepa, joven, que yo no admito esas cosas de los aficionados!

      —¡Bah, nada de eso es de mi incumbencia! —dijo Frédéric.

      —Pues entonces, ¿qué interés tiene usted en defenderle? —repuso fríamente Pellerin.

      El joven balbuceó:

      —Pues... porque soy amigo suyo.

      —Bien; dele recuerdos de mi parte, y buenas noches.

      El pintor salió furioso, sin pagar, por supuesto, lo que había tomado.

      Frédéric, al defender a Arnoux, se había convencido a sí mismo. En el transporte de su elocuencia se sintió lleno de ternura por aquel hombre inteligente y bueno, al que calumniaban sus amigos, y que al presente trabajaba completamente solo, abandonado. Y sintió el extraño deseo de verle inmediatamente. Diez minutos después empujaba

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