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dijo:

      —¿Cómo? A mí!... A mí!

      Y los dos amigos, para libertarse de las muestras de su gratitud, escaparon, dirigiéndose juntos, para almorzar, al café Tabourey, delante del Luxemburgo.

      Mientras partían el bistec, Hussonnet le dijo a su compañero que escribía en los periódicos de moda y que redactaba los reclamos para L'Art Industriel.

      —¿En casa de Jacques Arnoux? - dijo Frédéric.

      —¿Le conoce usted?

      —Sí... no... es decir, lo he visto... me lo he encontrado..

      Y negligentemente preguntó a su amigo si veía algunas veces a la señora Arnoux.

      —De vez en cuando —repuso el bohemio.

      Frédéric no se atrevió a seguir haciéndole preguntas; aquel hombre venía a ocupar un lugar importantísimo en su vida. Pagó la cuenta del almuerzo, sin que el otro, por su parte, hiciera la menor protesta.

      La simpatía era mutua; se ofrecieron sus casas, y Hussonnet se ofreció cordialmente a acompañarle hasta la calle de Fleurus.

      Se hallaban en medio del jardín, cuando el empleado de Arnoux, conteniendo la respiración y haciendo un rarísimo mohín con el rostro, se puso a cacarear, y al punto todos los gallos de los alrededores le respondieron con prolongados quiquiriquíes.

      —Es una señal —dijo Hussonnet.

      Se detuvieron junto al teatro Bobino, delante de una casa a la que se llegaba por una alameda. En el tragaluz de una buhardilla, por entre capuchinas y olorosos guisantes, se asomó una joven, destocada y en corsé, apoyando los brazos en el borde del canalón.

      —Buenos días, ángel mío; buenos días, monina —dijo Hussonnet enviándole besos.

      Y abriendo la verja de un puntapié, desapareció.

      Durante toda la semana le aguardó Frédéric, no atreviéndose a buscarle en su casa, no fuera a parecer que estaba deseoso de que le devolviera el convite; pero lo buscó por todo el barrio latino, hasta que por fin dio con él una noche y lo condujo a su albergue del muelle de Napoleón.

      La charla fue tan extensa como expansiva. Hussonnet ambicionaba la gloria y los beneficios que el teatro reportaba; colaboraba en vodeviles no admitidos aún; "tenía muchos asuntos", y hacía canciones, de las cuales cantó algunas. Luego, y como viera en un anaquel un volumen de Hugo y otro de Lamartine, se deshizo en sarcasmos contra la escuela romántica. Aquellos poetas no tenían sentido ni corrección y, sobre todo, no eran franceses. Se jactaba de conocer el idioma y escogía las frases más bellas, con esa intolerable severidad y ese gusto académico de que se valen las personas dicharacheras cuando se ocupan de arte serio.

      Frédéric se sintió mortificado en sus aficiones y estaba ansioso por romper de una vez. ¿Por qué no atreverse a decir la palabra de la que su felicidad dependía? Hasta que, por fin, le preguntó al joven literato si le era factible presentarle en casa de Arnoux.

      La cosa era fácil, y se citaron para el día siguiente.

      Hussonnet faltó a aquella cita y a otras tres más, hasta que un sábado, a eso de las cuatro, apareció: pero, aprovechándose del coche, se detuvo primero en el teatro Francés para sacar una entrada de palco; luego se dirigió a casa de un sastre, y a la de una costurera a continuación; escribió algunas cartas en las porterías, hasta que por fin llegaron al bulevar Montmartre. Frédéric atravesó la tienda y subió la escalera.

      Arnoux lo reconoció a través del espejo colocado frente a su escritorio, y sin abandonar su tarea le alargó la mano por encima del hombro.

      Cinco o seis personas, de pie, ocupaban por completo el angosto recinto, iluminado por una sola ventana que daba al patio; en el interior de una alcoba se veía un canapé de lana oscura adamascada, entre dos biombos de parecida tela; sobre la chimenea, y entre dos candelabros con bujías rosas, se destacaba una Venus de bronce; a la derecha, junto a un armario, un hombre, con el sombrero encasquetado y sentado en un sillón, leía un periódico; las paredes aparecían llenas de cuadros y estampas, de lindísimos grabados o bocetos de maestros del día, con dedicatorias demostrativas del sincero afecto que les mereciera Jacques Arnoux.

      _Usted bien, como siempre, ¿no? —dijo volviéndose hacia Frédéric. Y sin aguardar su respuesta, preguntó en voz baja a Hussonnet:

      —¿Cómo se llama su amigo?

      Y luego en voz alta, añadió:

      —Cojan un cigarro de la caja que hay ahí encima, en el estante.

      L' Art Industriel, enclavado en un sitio céntrico de París, era un cómodo lugar de reunión y terreno neutral en el que las rivalidades se codeaban familiarmente.

      Se hallaban allí aquel día Anténor Craive, el retratista de los reyes; Julio Burrieu, que comenzaba a popularizar con sus dibujos las guerras de Argelia; el caricaturista Sombaz, el escultor Vourdad y algunos otros; pero ninguno respondía a los prejuicios formados por el estudiante. Sus modales eran sencillos, y libres sus livianas conversaciones.

      El místico Lobarias recitó un cuento obsceno, y el famoso Dittmer, creador del paisaje oriental, llevaba una camisola de punto bajo el chaleco y tomó el ómnibus al marcharse.

      Primeramente se habló de una tal Apolonia, antigua modelo, a la que Burrieu pretendía haber visto en el bulevar, en un coche a la d'Aumont. Hussonnet explicó aquella metamorfosis por la serie de protectores que la tal había tenido.

      —¡Cómo conoce a las muchachas de París este perillán! —dijo Arnoux.

      —No tanto como usted, señor —repuso el bohemio saludando militarmente para imitar al granadero que le ofreció su cantimplora a Bonaparte.

      A continuación discutieron sobre algunos cuadros para los que la cabeza de Apolonia había servido de modelo. Criticaron a los colegas ausentes, asombrándose de los precios que alcanzaban sus obras y quejándose de no ganar ellos lo suficiente; en tal punto llegó un hombre de mediana estatura, con un solo botón de la levita abrochado, de viva mirada y con aire de loco.

      —¡Vaya un hato de burgueses que son ustedes! —dijo. Qué importa nada de eso, por Dios! Los antiguos pintores que hacían obras maestras no se ocupaban del dinero. Correggio, Murillo.

      —Añada a Pellerin —dijo Sombaz.

      Pero, sin recoger el epigrama, continuó discurriendo con tanta vehemencia, que Arnoux se vio obligado a decirle dos veces:

      —Mi mujer le necesita el jueves; no lo olvide.

      Aquella frase hizo surgir en la mente de Frédéric el recuerdo de la señora Arnoux. Sin duda, se llegaba a sus habitaciones por el gabinete próximo al diván. Arnoux, para coger un pañuelo, acababa de abrirlo, y Frédéric vio allá en el fondo un lavabo. Pero de la chimenea partió una especie de gruñido: era el personaje que leía el periódico, sentado en un sillón. Tenía cinco pies y nueve pulgadas de estatura, los párpados algo caídos, la cabellera gris, un majestuoso talante y se llamaba Regimbart.

      —¿Qué ocurre, ciudadano? —dijo Arnoux.

      —¡Una nueva canallada del Gobierno!

      Se trataba de la destitución de un maestro de escuela; Pellerin volvió a establecer su paralelo entre Miguel Angel y Shakespeare. Dittmerse fue; Arnoux le detuvo para entregarle dos billetes de banco. Hussonnet, creyendo que aquella era la ocasión propicia, le dijo:

      —¿Podría usted adelantarme algo, querido jefe?

      Pero Arnoux se había sentado de nuevo, y censuraba acremente a un anciano de aspecto sórdido y gafas azules.

      —¡Es usted muy divertido, señor Isaac! ¡Aquí tiene usted tres obras desacreditadas, perdidas! ¡Todo bicho viviente se burla de mí! Ya las conocen! ¿Qué quiere usted que haga con ellas? ¿Será preciso que las envíe a California?... jo al infierno! ¡Cállese usted!

      La

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