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¡Dignaos sonreír, mujeres!

      —Es preciso ir de la morena a la rubia. ¿Es ésta su opinión, amigo Dussardier?

      Dussardier no dijo nada, y todos le acosaron para conocer sus aficiones.

      —Está bien —dijo, ruborizándose—; a mí me gustaría amar siempre a la misma.

      Y fue dicho aquello de tal manera, que por un momento todos callaron, sorprendidos los unos por aquel candor, y quizá percatados los otros del mismo anhelo de aquella alma.

      Senecal colocó en el jambaje de la chimenea su vaso de cerveza y declaró dogmáticamente que, siendo la prostitución una tiranía y el casamiento una inmoralidad, era preferible abstenerse. Deslauriers tomaba a las mujeres como distracción, y nada más. El señor de Cisy, a este respecto, sentía toda clase de temores.

      Educado bajo la férula de una abuela muy devota, la compañía de aquellos jóvenes la encontraba atrayente como un lugar peligroso e instructiva como una Sorbona. No se le regateaban las lecciones, manifestándose él lleno de celo, hasta el punto de querer fumar, a despecho de las náuseas que le atormentaban cada vez que lo hacía. Frédéric le rodeaba de atenciones, admirando el matiz de sus corbatas, las pieles de su paleto y sobre todo sus botas, finas como guantes y de una extraordinaria elegancia y pulcritud: en la puerta siempre le aguardaba su coche. Una noche de nieve, recién marchado el señor de Cisy, Senecal se compadeció de su cochero, declamando a continuación contra los lechuguinos y el Jockey-Club; hacía más caso de un obrero que de los tales caballeretes.

      —Yo, al menos, trabajo; soy pobre.

      —Ya se ve —dijo Frédéric impaciente.

      El pasante le guardó rencor por aquellas palabras.

      Habiéndole dicho Regimbart que conocía un poco a Senecal, Frédéric, para mostrarse cortés con el amigo de Arnoux, le invitó a las reuniones del sábado. El encuentro les fue grato a los dos patriotas. Sin embargo, sus opiniones diferían.

      Senecal —que tenía cabeza puntiaguda apreciaba las cosas de una manera sistemática, en tanto que Regimbart, por el contrario, en los hechos no veía sino los hechos mismos. Su principal inquietud era la frontera del Rhin. Se consideraba perito en artillería y se hacía vestir por el sastre de la Escuela Politécnica.

      El primer día, al ofrecérsele unos pasteles, se encogió desdeñosamente de hombros, afirmando que aquello eran cosas de mujeres, y no estuvo más amable las veces sucesivas. En cuanto las discusiones se elevaban un poco, murmuraba: ";Oh, nada de Utopías, nada de sueños!"

      En materia de arte —aunque frecuentaba los estudios, donde, a las veces, solía dar alguna que otra lección de esgrima—no eran más trascendentales sus opiniones. Comparaba el estilo de Marast con el de Voltaire y el de la señorita Vatnaz con el de la señora Staël, por una oda a Polonia "en la que había pasión". En fin, Regimbart molestaba a todos, y especialmente a Deslauriers, porque el tal ciudadano era uno de los íntimos de Arnoux; lo que no era óbice para que él ambicionara concurrir a la tertulia del comerciante, en la creencia de que le sería dado relacionarse provechosamente.

      "¿Cuándo vas a presentarme?", le decía Frédéric; a lo que éste respondía que Arnoux andaba muy atareado, o bien que se iba de viaje; por otra parte, no valía la pena, porque las comidas iban a terminarse.

      Si hubiera sido preciso arriesgar la vida para salvar a Deslauriers Frédéric lo habría hecho; mas como deseaba presentarse de la más ventajosa manera posible, y como cuidaba su conversación, sus maneras y sus costumbres, hasta el punto de que siempre iba a L'Art Industriel irreprochablemente acicalado, temía que Deslauriers, con su vieja levita negra, su vitola de procurador y sus ideas presuntuosas no fuera del agrado de la señora Arnoux, lo que podía comprometerle y aun rebajarle a él mismo ante los ojos de ella. Transigía de buen grado con los demás; pero su amigo precisamente sería para él un estorbo muchísimo mayor. A Deslauriers no se le ocultaba que el joven rehuía cumplir su promesa, antojándosele, además, que su silencio era como una agravación de la injuria.

      Hubiera querido ser su único guía y verle desenvolverse según el ideal de su juventud, y su holgazanería le sublevaba como una desobediencia y como una traición. Además, Frédéric, a cuestas siempre por el recuerdo de la señora Arnoux, hablaba con frecuencia de su marido, y Deslauriers, en vista de ello, dio en la gracia de repetir a troche y moche, a modo de muletilla y como resabio de idiota, el apellido del comerciante, viniera o no a cuento. Si llamaban a su puerta, respondía "Entre usted, Arnoux" En el restaurante pedía queso de Brie "lo mismo que el de Arnoux"Y por la noche, fingiendo una pesadilla despertaba a su amigo, aullando; "¡Arnoux, Arnoux!" Hasta que por fin, un día, Frédéric, harto ya, le dijo con deplorable acento:

      —¿Quieres dejarme tranquilo con tanto Arnoux?

      —¡Nunca! —repuso Deslauriers.

       ¡Siempre y en todas partes él!

       La imagen de Arnoux, cálida o fría...

      —¡Cállate! —exclamó Frédéric, amenazándole con el puño. Y añadió con más dulzura:

      —Bien sabes que eso me molesta.

      —¡Oh, excelente persona, perdóneme! —replicó Deslauriers haciendo una profunda reverencia--. En lo sucesivo, se respetarán los nervios de la señorita! ¡Perdóneme, se lo repito! ¡Acepte mis excusas.

      Y así terminó la broma.

      Una noche, tres semanas más tarde, le dijo:

      —No hace mucho he visto a la señora Arnoux.

      —¿Dónde?

      —En la Audiencia, con el procurador Balandar. ¿No es una mujer morena, de mediana estatura?

      Frédéric asintió, aguardando a que Deslauriers hablase. A la menor palabra de admiración se desahogaría por completo; incluso estaba a punto de reverenciarlo; pero el otro seguía sin despegar su boca; por último, no pudiendo contenerse por más tiempo, le preguntó, como quien no quiere la cosa, lo que pensaba de ella.

      Para Deslauriers, "no estaba mal, aunque no tenía nada de extraordinario".

      —¿Eso crees? —dijo Frédéric.

      Con el mes de agosto llegó la hora de su segundo examen. Quince días de trabajo eran suficientes, según la opinión general, para imponerse de las asignaturas. Frédéric, no dudando de sus fuerzas, se sorbió de un trago los cuatro primeros libros de Procedimientos, los tres primeros del Código penal, una parte del civil, con anotaciones del señor Poncelet, y algunos trozos de Procedimiento criminal. La víspera, Deslauriers le hizo dar un repaso, que duró hasta la mañana, y para aprovecharse hasta el último minuto le continuó haciendo preguntas mientras iban por la calle.

      Como se celebraban varios exámenes a la vez, en el patio había muchas personas, Hussonnet y Cisy entre ellas; cuando se trataba de compañeros, no faltaban a tales actos. Frédéric, después de revestirse la tradicional toga negra, penetró, con tres estudiantes más y seguido de una turba, en un salón grande, iluminado por algunas ventanas sin cortinas y con bancos alrededor de las paredes. En medio, unas sillas de cuero rodeaban una mesa cubierta con un paño verde, que separaba a los examinados de los señores del tribunal, todos con sus togas rojas, sus mucetas crladas de armiño sobre los hombros y sus birretes con galones de oro en la cabeza.

      Frédéric era —mal número— el penúltimo de la lista. A la primera pregunta, sobre la diferencia entre convenio y contrato, se trabucó, confundiendo el uno con el otro; el profesor, que era una buena persona, le dijo: "No se haga usted un lío; tranquilícese." Luego, después de dos preguntas fáciles, contestadas ambiguamente, se pasó a la cuarta. Frédéric se desconcertó con tal principio. Deslauriers, que se hallaba enfrente, entre el público, le decía, por señas, que aún no se había perdido todo. En la segunda pregunta, sobre Derecho criminal, estuvo pasable; pero después de la tercera, relativa al testamento místico, como el profesor permaneciera impasible mientras él hablaba, redobló su angustia, pues

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