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lomo de los dromedarios, bajo los toldos de los elefantes, en el camarote de un yate, por entre los azulados archipiélagos, o bien, uno al lado del otro, en sendas mulas campanilleras, tropezando acá y allá, por entre el yerbaje, con las rotas columnas. Algunas veces se detenía en el Louvre ante los cuadros antiguos, y su amor, que se adentraba hasta en los tiempos idos, la sustituía por los personajes de las pinturas. Peinada al uso del siglo XV, rezaba, hincada de rodillas, detrás de una vidriera con marco de plomo. Gran señora, en tierras de Castilla o Flandes, permanecía sentada, con su almidonada gorguera y su emballenado y abullonado traje. Descendía después por una escalinata de pórfido, en medio de los senadores, bajo un dosel de plumas de avestruz, vestida de brocado.

      Otras veces soñaba que la veía con pantalones de amarilla seda, sobre los cojines de un harén; en suma, cuanto era bello, el cintilar de las estrellas, ciertos aires de música, la elegancia de un giro, un contorno, hacíanla surgir en su pensamiento, por insensible y repentina manera.

      En cuanto a lo de intentar que fuera su amante, era seguro que toda tentativa sería inútil.

      Una noche, al llegar, Dittmer la besó en la frente; lo mismo hizo Lobarias, diciendo:

      —Usted me lo permite, puesto que es privilegio de los amigos, ¿no es así?

      Frédéric balbuceó:

      —Me parece que todos somos amigos.

      —Pero no todos ancianos —repuso ella.

      Aquello era una manera indirecta de rechazarle de antemano. ¿Qué hacer, por otra parte? ¿Decirle que la amaba? Le rechazaría, con muy buenas palabras, sin duda, o bien, llena de indignación, lo arrojaría de su casa. Cualquier cosa era preferible al horrible destino de no verla más.

      Envidiaba el talento de los pianistas, las cicatrices de los soldados, y hasta deseaba una enfermedad peligrosa, por si de este modo conseguía atraerla.

      Le admiraba una cosa, y era que no estaba celoso de Arnoux, y no podía figurársela de otro modo que vestida: en tal manera parecía su pudor innato y de tal suerte hundía su sexo en una misteriosa sombra.

      Sin embargo, pensaba en la felicidad de vivir con ella, de tutearla, de acariciar suavemente con la mano sus cabellos o de permanecer de rodillas, con los brazos alrededor de su talle y bebiendo el alma en sus ojos. Mas para esto hubiera sido necesario trastrocar el destino, e inútil para toda acción, maldiciendo a Dios y acusándose de su cobardía, se revolvía en su deseo como el preso en su calabozo. Una permanente angustia le ahogaba. Durante horas enteras permanecía inmóvil, o bien se deshacía en llanto; un día, que no tuvo fuerzas para contenerse, Deslauriers le dijo:

      —Pero, ¡por vida del chápiro!, ¿qué es lo que tienes?

      Era un malestar nervioso; pero Deslauriers no creyó nada de aquello. Ante un sufrir semejante, sintió que su ternura se despertaba, y lo consoló. Un hombre como él dejarse abatir, ¡qué necedad! Pasa que tales cosas ocurren en la mocedad, pero después era perder el tiempo.

      —Te estás echando a perder, Frédéric; ya no eres el mismo; exijo que te recobres y vuelvas a ser como eras, que así me gustabas. Anda, fúmate una pipa, animal. ¡Sacude esa modorra que me desespera!

      —¡Es cierto! —dijo Frédéric—. ¡Estoy loco!

      Deslauriers replicó:

      —¡Ah, viejo trovador, bien sé por qué estás afligido! ¿Asuntos del querer? ¡Confiésalo! ¡Bah!, si una puerta se cierra, cientos se abren. De las mujeres virtuosas se consuela uno con las que no lo son. ¿Quieres que te haga conocer algunas de éstas? No tienes más que venir a la Alhambra. (Se trataba de un lugar de baile, inaugurado poco hacía en las alturas de los Campos Elíseos, y que a la segunda temporada se arruinó por su lujo, prematura en aquella clase de establecimientos.) A lo que parece, allí se divierte uno. ¡Vamos allá! Que te acompañen, si quieres, tus amigos, incluso Regimbart; paso por él.

      Frédéric no invitó al último, y Deslauriers, por su parte, se privó de Senecal. Llevaron únicamente a Hussonnet y Cisy con Dussardier, y en un mismo coche se dirigieron los cinco a la Alhambra, a cuya puerta se apearon.

      Galerías morunas se extendían paralelamente a derecha e izquierda; en el frente, el muro de una casa le servía de fondo, y en el cuarto lado —el del restaurante— figuraba un claustro gótico con vidrieras de colores. Una como techumbre china cubría el templete donde los músicos tocaban; el suelo, en los contornos, se hallaba asfaltado, y los farolillos a la veneciana, pendientes de los postes, ponían, vistos de lejos, como una aureola de multicolores resplandores sobre las parejas.

      Acá y allá, en sus correspondientes pedestales, se veían tazas marmóreas de donde emergían sutiles chorros de agua. Entre el follaje se percibían estatuas de yeso, Hebés y Cupidos, embadurnados de oleosa pintura; y las numerosas avenidas, de menuda arena de un amarillo intenso y perfectamente rastrillada, hacían parecer aquel jardín mucho mayor de lo que era en realidad.

      Los estudiantes se paseaban con sus amantes; los dependientes de novedades se pavoneaban con un bastón en la mano; los colegiales fumaban magníficos vegueros; los viejos solterones se pasaban un peine por sus teñidas barbas; había allí ingleses, rusos, sudamericanos, tres orientales con gorros turcos. Las entretenidas, las modistillas y las muchachas iban allí en busca de un protector, de un novio, de una moneda de oro, o sencillamente por el placer de bailar, y sus vestidos de túnica, color verdegay, azul, escarlata o violeta, se deslizaban, por entre ébanos y lilas, desplegándose al viento. Casi todos los hombres vestían trajes a cuadros; algunos llevaban pantalones blancos, no obstante el fresco de la noche. Los mecheros de gas comenzaban a encenderse.

      Hussonnet, por sus relaciones con los periódicos de modas y los teatrillos, conocía a muchas mujeres, a las cuales enviaba besos con la punta de los dedos, y, de vez en cuando, abandonando a sus amigos, se iba a charlar con ellas.

      Deslauriers, celoso de aquellas andanzas, se dirigió cínicamente a una rubia de alta estatura, quien, tras de contemplarle con hosquedad, le dijo:

      —No; ¡nada de confianzas, buen hombre! —y le volvió la espalda.

      Fue entonces hacia una morena bastota, loca sin duda, pues a las primeras de cambio se enojó, amenazándole con llamar a la policía si continuaba. Deslauriers se esforzó por reír, mas como descubriera a una menuda mujer sentada en un lugar aparte, se fue a ella, invitándola a bailar.

      Los músicos, encaramados en la plataforma, y con posturas de mono, rascaban y soplaban a más no poder. El director de orquesta, en pie, llevaba la batuta de una manera maquinal. La gente, arremolinada, se divertía; las desatadas cintas de los sombreros rozaban las corbatas; los pies se hundían bajo las faldas; todo era un cadencioso saltar; Deslauriers, abrazado a la mujer menuda y poseído de la fiebre del cancan, se rebullía por entre las parejas como un enorme maniquí. Cisy y Dussardier continuaban su paseo; el joven aristócrata le hacía guiños a las muchachas, mas sin hablarles, a pesar de las exhortaciones del dependiente, porque se imaginaba que en casa de aquellas mujeres había siempre "un hombre con una pistola y oculto en un armario, del que salía obligando a firmar letras de cambio"

      Volvieron al lado de Frédéric. Deslauriers no bailaba ya, y cuando se preguntaban todos cómo terminar la noche, Hussonnet exclamo:

      —¡Mira! La marquesa de Amaegui!

      Era una mujer pálida, de remangada nariz, con mitones que le llegaban a los codos y unos grandes y negros bucles que le caían sobre las mejillas, como orejas de perro. Hussonnet le dijo:

      —Deberíamos organizar una fiestecita en tu casa, un sarao al estilo oriental. Procura recoger a algunas de tus amigas para estos caballeros franceses. Pero ¿qué es lo que te contraría? ¿Acaso esperas a tu hidalgo?

      La andaluza estaba cabizbaja; conociendo las costumbres poco espléndidas de su amigo, temía no sacarle ni para sus refrescos; mas como deslizara la palabra dinero, Cisy ofreció cinco duros, que era todo su capital, y la cosa quedó decidida. Pero Frédéric ya no estaba allí.

      Había creído reconocer la voz de Arnoux y visto un sombrero

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