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exclamando a poco y de repente:

      —¿Quieres apostarte cien duros a que consigo la primera que pase?

      —¡Sí, aceptado!

      La primera que pasó fue una mendiga haraposa, y estaban a punto de desconfiar de su estrella, cuando en medio de la calle de Révoli descubrieron a una muchacha alta con una cajita de cartón en la mano.

      Deslauriers se acercó a ella bajo las arcadas; pero la muchacha, torciendo bruscamente por el lado de las Tullerías, se dirigió en seguida por la plaza del Carrousel, lanzando miradas a diestro y siniestro.

      Corrió hacia un coche; pero Deslauriers la alcanzó nuevamente. Marchaba junto a ella, hablándole con expresivos gestos. Por fin aceptó su brazo, y juntos continuaron a través de los muelles. Luego, a la altura del Chatelet, y por lo menos durante veinte minutos, pasearon por la acera como dos marinos que estuvieran de guardia. Pero de pronto atravesaron el puente del Cambio, el mercado de las Flores y el paseo de Napoleón. Como Frédéric entrara tras ellos, le hizo comprender su amigo que, de recogerse, les estorbaría, y que no le quedaba otro recurso que imitar su ejemplo.

      —¿Cuánto te queda aún?

      —Diez duros.

      —Es suficiente. Adiós.

      Frédéric se quedó boquiabierto ante el éxito de aquella farsa. "Se burla de mí", pensó. "¿Si le siguiera de nuevo? ¿Creerá acaso Deslauriers que le envidio ese amor? ¡Como si yo no tuviera uno cien veces más extraordinario, más noble y más fuerte! Una especie de cólera le empujaba, y llevado por ella llegó ante la casa de la señora Arnoux.

      Ninguna de aquellas ventanas pertenecía a sus habitaciones; pero, no obstante esto, proseguía con los ojos fijos en la fachada, como si pretendiera, contemplándola, atravesar sus muros. En aquel momento, sin duda, ella reposaba tranquilamente, como adormecida flor, con sus hermosos y negros cabellos entre los encajes de la almohada, entreabierta la boca y descansando la cabeza en uno de los brazos. Pero se le apareció la de Arnoux, y se alejó al punto para huir de aquella visión.

      El consejo de Arnoux se le vino —sin que le horrorizara— a la memoria, y comenzó a vagabundear por las calles.

      Cuando se adelantaba un transeúnte, procuraba distinguirle el rostro.

      De vez en cuando un rayo de luz, deslizándose por entre sus piernas, describía, a ras de suelo, un enorme cuarto de círculo, y al punto un hombre surgía de la sombra con su cesta y su farol. El viento, en algunos parajes, sacudía las chimeneas; se oían sones lejanos que se mezclaban al zumbido de su cabeza, y se le antojaba oír, en el aire, el vago ritornelo de las contradanzas. El movimiento de su marcha mantenía aquella embriaguez, y de este modo llegó a la plaza de la Concordia.

      En aquel instante se acordó de aquella otra noche del anterior invierno, cuando, al salir de casa de ella, por primera vez, se vio en trance de detenerse, de tal modo y tan aprisa le latía el corazón a impulso de sus esperanzas. Y ahora, ¡todas se habían desvanecido!

      Algunas sombras desnudas corrían por la faz de la Luna. El joven la contempló, pensando en la grandeza de los espacios, en las miserias de la vida y en la vacuidad de todo. Amaneció; entrechocaban sus dientes, y medio dormido, empapado por la niebla y bañado de lágrimas, se preguntó por qué no ponía fin a su existencia. Le bastaba con hacer un movimiento! Le arrastraba el peso de su frente y su cadáver lo veía ya flotando en el agua. Frédéric se inclinó; pero era un poco ancha la barandilla y su indolencia no le permitió franquearla.

      El alma se le sobrecogió, y de vuelta en los bulevares se desplomó en un banco, de donde le despertaron los policías, convencidos de que "había corrido una juerga".

      Prosiguió su marcha; pero como tenía mucho apetito y los restaurantes estaban cerrados, se fue a comer a un figón de los mercados.

      Después de esto, y como creyera que aún era muy pronto para recogerse, comenzó a dar vueltas, sin ton ni son, en torno del Ayuntamiento, hasta las ocho y cuarto.

      Deslauriers, que había despedido a la joven hacía mucho tiempo, escribía en la mesa, en mitad del cuarto. Hacia las cuatro se presentó el señor de Cisy.

      Gracias a Dussardier, la noche anterior se tropezó con una señora, y hasta la había acompañado en coche, con su marido, a la puerta de su casa, y fue citado por ella allí, y de allí venía ¡y aún ignoraba quiénes eran!

      —¿Qué quiere usted que yo haga? —preguntó Frédéric.

      Y en tal punto, el hidalgo, yéndose por los cerros de Ubeda, habló de la señorita Vatnaz, de la andaluza y de todas las demás. Por fin, y con muchos rodeos, expuso el objeto de su visita: fiándose en la discreción de su amigo, venía para que le ayudase en un cierto asunto, después del cual se consideraría definitivamente como un hombre; a lo que Frédéric accedió. Luego contó la historia a Deslauriers, ocultándole todo aquello que hacía referencia a su persona.

      A Deslauriers le pareció que "entonces iba por el buen camino"

      Tal consideración a sus consecuencias aumentó su buen humor.

      Gracias a él había seducido, desde el primer momento, a la señorita Clemencia Daviou, bordadora en oro de uniformes militares, la criatura más buena del mundo, esbelta como un junco y con grandes y azules ojos, siempre como pasmados. Deslauriers abusaba de su candor, hasta el punto de hacerla creer que estaba condecorado con la Legión de Honor, y para visitarla se ponía en el ojal de su levita una cinta roja, que no usaba en público —según decía él—para no humillar a su jefe. Aparte de esto, la mantenía a distancia, haciéndose acariciar como una baja y llamándola —a modo de broma— "hija del pueblo". Ella, por su parte, le llevaba continuamente ramitos de violetas. Frédéric no hubiera deseado tal amor.

      No obstante, cuando salían del brazo para irse a un reservado de Pinson o de Barillot, experimentaba una singular tristeza. ¡No sabía Frédéric lo que había hecho sufrir a Deslauriers durante un año, todos los jueves, mientras se arreglaba las uñas, antes de dirigirse, para comer, a la calle de Choiseul!

      Una noche que, desde lo alto de su balcón, acababa de verlos salir, distinguió a lo lejos, en el puente de Arcole, a Hussonnet. El bohemio comenzó a hacerle señas para que bajase, y cuando bajó de su quinto piso le dijo aquél:

      —He aquí de lo que se trata: el sábado próximo, o sea el veinticuatro, es el santo de la señora Arnoux.

      —¡Cómo! ¿Pues no se llama María?

      —Y Angeles también, ¡qué importa! La fiesta tendrá lugar en su casa de campo de Saint-Cloud, y me han encargado para que se lo comunique a usted. Le aguardará un coche, a las tres, en el periódico.

      Quedamos en lo dicho, ¿no? Perdone que le haya molestado; pero ¡tengo tanto que hacer!

      No había dado un paso Frédéric, cuando su portero le entregó una carta que decía así:

      "Los señores Dambreuse ruegan a D. F. Moreau les dispense la honra de asistir a la comida que se celebrará en su casa el sábado 24 del corriente. (Se suplica el acuse de recibo.)"

      —Llega tarde —pensó.

      Sin embargo, se la enseñó a Deslauriers, quien dijo:

      —¡Ah! Por fin. Pero no pareces contento. ¿Por qué?

      Frédéric, después de vacilar un momento, repuso que estaba invitado para el mismo día en otra parte.

      —Hazme el favor de mandar a paseo a esa dichosa calle de Choiseul. ¡Nada de tonterías! Y si a ti te molesta, yo contestaré por ti.

      Y escribió, aceptando, en nombre de Frédéric.

      Como no conocía la vida de sociedad sino a través de la fiebre de sus deseos, se la imaginaba como una creación artificial que funcionaba en virtud de leyes matemáticas. Una comida por invitación, el encuentro en la calle con un hombre, la sonrisa de una linda mujer, podían, por una serie de actos, entrelazados entre sí, tener enormes consecuencias. Ciertos

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