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la aptitud de los esforzados, en el doblegarse del azar bajo la diestra de los fuertes. En fin, consideraba el trato con los Dambreuse en tal modo útil, y de tal manera y tan acertadamente habló, que Frédéric no sabía ya de qué lado caer.

      Pero debía, por lo menos, y puesto que era el santo de la señora Arnoux, llevarle un regalo, y pensó, naturalmente, en una sombrilla, para reparar su torpeza. Y halló una de la China, de seda tornasolada y con un pequeño y cincelado puño de marfil; pero querían por ella ciento setenta y cinco francos y no le quedaba ni un céntimo, como que hasta vivía a cuenta de la paga del próximo trimestre. Sin embargo, quería poseerla y la poseería, y venciendo su repugnancia recurrió a Deslauriers; mas él repuso que no le quedaba dinero.

      —Pues lo necesito —dijo Frédéric--; me hace mucha falta.

      Y como le repitiera la misma excusa, se le fue la lengua y dijo:

      —Bien podrías, algunas veces..

      —¿Qué?

      —¡Nada!

      Pero Deslauriers lo había comprendido. Sacó de sus ahorros la suma pedida, y una vez que la amontonó, moneda sobre moneda, dijo:

      —No te pido un recibo puesto que estoy viviendo a costa tuya.

      Frédéric se le abrazó al cuello, haciéndole mil protestas de amistad; pero Deslauriers permaneció impasible. Al día siguiente, y al ver la sombrilla sobre el piano, exclamó:

      —¡Ah! Era para esto!

      —Sí; quizá la envíe —dijo, como al descuido, Frédéric.

      La casualidad le ayudó, pues aquella tarde recibió una esquelita de luto en la que la señora Dambreuse le anunciaba la muerte de un tío, excusándose de dejar para más adelante el placer de conocerle.

      Desde las dos se hallaba en la oficina del periódico. Arnoux, en lugar de aguardarle para conducirlo en su coche, se había marchado la víspera, no pudiendo resistir a su deseo de verse en pleno aire.

      Todos los años, al iniciarse la primavera, durante muchos días seguidos, se iba a las afueras por la mañana, daba largos paseos a campo traviesa, bebía leche en las granjas, bromeaba con los aldeanos, se informaba de las cosechas y volvía grupas con el pañuelo lleno de lechugas.

      Al fin, realizando un antiguo sueño, había comprado una casa de campo.

      Mientras Frédéric hablaba con el dependiente se presentó la señorita Vatnaz, llenándose de asombro al no encontrarse con Arnoux, que quizá permanecería aún dos días en su retiro campestre. El dependiente le aconsejó que "fuera allí", pero ella no podía hacer tal cosa; pues "escriba una carta, entonces", le dijo; tampoco se atrevía, por temor a que la carta se extraviara. Frédéric se ofreció a llevarla en persona. La escribió, entonces, rogándole encarecidamente que se la entregara sin que nadie lo viera.

      Cuarenta minutos después llegaba a Saint-Cloud.

      La casa, cien pasos más allá del puente, se erguía en la mediación de la colina. Las tapias del jardín se ocultaban entre una doble ringlera de tilos, y un espeso césped descendía hasta la orilla del río. Como la verja se hallaba abierta, Frédéric entró.

      Arnoux, tendido en la hierba, jugaba con unos gatitos. Aquella distracción parecía absorberle por completo; pero la carta de la señorita Vatnaz le sacó de aquélla.

      —¡Demonios, demonios! ¡Qué fastidio! Tiene razón; es necesario que vaya.

      Tras guardarse la carta en el bolsillo, se complació en enseñar su posesión. Lo enseñó todo: la cuadra, el cobertizo para los útiles de labranza, la cocina. El salón se hallaba a la derecha, y por el lado de París daba a un enrejado cubierto de clemátides. De pronto, por encima de su cabeza se oyeron unos gorgoritos. Era la señora Arnoux, que, creyéndose a solas, se entretenía cantando, haciendo escalas, trinos y arpegios. Lanzaba largas notas, que parecían quedarse como suspendidas, y otras caían con la precipitación de una cascada, y su voz, escapándose por las persianas, rompía el profundo silencio, elevándose al cielo azul.

      Calló de repente, al presentarse los señores de Oudry, que eran vecinos.

      Luego apareció en lo alto de la escalinata, y al descender por ella pudo descubrir su pie. Calzaba unos zapatitos escotados de mordoré, con tiras transversales que ponían un como enrejado de oro sobre las medias. Comenzaron a llegar los invitados, y a excepción del jurisconsulto señor Lefaucheur, todos los demás eran los ya conocidos. Cada uno traía su correspondiente regalo: Dittmer, un chal asirio; Rosenwal, un álbum de romanzas; Burnieu, una acuarela; Sombaz, una autocaricatura, y Pellerin, un dibujo al carbón, especie de danza macabra, fantasía horrible, de una mediana ejecución. Hussonnet se creyó exento de todo presente.

      Frédéric aguardó a ser el último para ofrecerle el suyo. Ella se lo agradeció muchísimo, y entonces él repuso:

      —Era casi una deuda. ¡Me contrarió tanto!

      —¿Qué cosa? No comprendo —replicó la señora Arnoux.

      —¡A la mesa! - dijo el marido cogiéndole por el brazo, y luego, en voz baja y al oído, añadió: ¡No es usted muy despierto que digamos!

      Nada tan agradable como el comedor, pintado de un color verde mar.

      En uno de los extremos, una ninfa de mármol humedecía su pie en una pila en forma de concha. Por las ventanas abiertas se veía todo el jardín y el espeso césped, flanqueado por un añoso y casi destruido pino de Escocia; arriates acá y allá que daban a la superficie un desigual bombeamiento, y de la otra parte del río, el bosque de Boulogne, Neuilly, Sèvres, Meudon, que se abrían en un amplio semicírculo. Por último, enfrente, delante de la verja, un barco velero se deslizaba costeando.

      Primeramente se habló del panorama que desde allí se ofrecía, y luego del paisaje en general, y cuando las discusiones dieron principio, Arnoux dio a su criado la orden de enganchar el coche para las nueve y media. Una carta de su cajero según dijo le obligaba a ausentarse.

      —¿Quieres que me vaya contigo? —dijo su mujer.

      —¡Sí, por cierto! —y; haciéndole una galante reverencia, añadió:

      Ya sabe usted, señora, que no puedo vivir sin usted.

      Todos le dieron la enhorabuena por tener tan perfecto marido.

      —¡Oh! ¡Es que no se trata sólo de mí! --replicó dulcemente, señalando a su hijita.

      Luego, reanudada la conversación sobre la pintura, se habló de un Ruysdaël, por el que Arnoux aguardaba obtener una fuerte suma, y Pellerin le preguntó si era cierto que el pasado mes había ido el famoso Saul Mathias, de Londres, para ofrecerle veintitrés mil francos.

      —¡Nada más exacto! —y volviéndose a Frédéric añadió: Es aquel mismo caballero que se paseaba conmigo el otro día por la Alhambra, muy a pesar mío, se lo aseguro, pues los tales ingleses no tienen nada de divertidos.

      Frédéric, creyendo descubrir en la carta de la señorita Vatnaz alguna empresa amorosa, se admiró de la facilidad con que Arnoux encontró un medio razonable para escabullirse; pero aquella nueva mentira, completamente injustificada, le hizo abrir los ojos con estupefacción.

      El comerciante añadió con sencillez:

      —¿Cómo se llama ese joven alto, amigo de usted?

      —Deslauriers —dijo apresuradamente Frédéric.

      Y para reparar las faltas que con él cometiera, le alabó como a hombre de clarísimo talento.

      —¿De veras? Pero no tiene aspecto de ser tan buen muchacho como el otro, el dependiente de transportes.

      Frédéric maldijo a Dussardier, porque ella iba a creerse que se codeaba con gentecilla de poco más o menos.

      En seguida se habló de las mejoras realizadas en la capital, de los barrios nuevos, y el infeliz de Oudry citó entre los grandes especuladores

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