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debe atenderse la cuestión general de que la relación determinada por una paráfrasis es una equivalencia y, entonces, para que ese nexo sirva para marcar primacía ontológica se requiere contar con razones, al menos en cada caso, para privilegiar uno de los sentidos de la equivalencia.

      La apelación a alguna teoría lógica puede producir perniciosos excesos de confianza derivados, por ejemplo, de un doble olvido. Por una parte, de la circunstancia de que esas teorías no pueden construirse independientemente de la práctica argumentativa responsable y, por otra, del hecho de que los mejores ejemplos de esta práctica son los volubles argumentos aceptados por las ciencias y la filosofía. Esto hace que la teoría lógica no pueda ser enteramente neutral en cuestiones ontológicas y que, dada la incompleta (y probablemente incompletable) determinación de nuestra práctica lingüística, tenemos motivos para pensar que no tendremos una única teoría lógica aceptable. En los comienzos de la filosofía analítica contemporánea, algunos textos ejemplifican los riesgos derivados de la presunta neutralidad o unicidad de tal teoría. Recordemos la refutación carnapiana de la metafísica en 1932 o el breve argumento russelliano contra algunos herederos de Hegel en 1914. Aunque, a favor de la prudencia de los imputados, no está de más observar que el proyecto filosófico de Russell podía motivarlo para sacudir provocativamente el hegelianismo resistente en la academia que lo rodeaba. Y que el proyecto político de cierto positivismo lógico, que respaldaba la tambaleante república de Weimar, motivaba el esfuerzo de Carnap por desacreditar un atrayente tipo de filosofía del momento. Es interesante observar, dado el clima europeo de la época, que esta estrategia de desactivación de las ideas dominantes podría describirse como un intento de mostrar que el estadio contemporáneo de la reflexión sobre el mundo, ejemplificado en las nuevas teorías científicas, mostraba un cambio en la infraestructura lingüística del pensamiento (o, al menos, en su comprensión) que implicaba la carencia de sentido de buena partes de la vieja supraestructura ideológica basada en una infraestructura sintáctico-semántica superada por el desarrollo de la historia. Por motivos diversos, algunos creerán que hay una única estructura final hacia la que necesariamente conduce el desarrollo de la reflexión; otros, que hay tal univocidad pero no hay un tránsito necesario sino contingente y apto para desvíos autodestructivos sobre los que habrá que actuar; y tal vez haya quienes completen la contingencia admitiendo estadios finales divergentes. Puede conjeturarse que la duradera admiración analítica por las ciencias empíricas (naturales o sociales) es heredera de esta circunstancia histórica que ligó fuertemente la reflexión lógico-semántica al paradigma del lenguaje de esas ciencias, en las que algunos vieron el principal recurso del momento para un cambio provechoso en la vida común, desechando las posibilidades filosóficas de otros modos lingüísticos de expresar la experiencia humana. Siempre habrá analíticos, sin embargo, que sientan necesidad de ambas modalidades expresivas y depositen el arte filosófico en la riesgosa dosificación. Ni la lógica, ni el análisis filosófico, ni la filosofía en general ni, mucho menos, las vidas de quienes filosofan están resguardadas del modo como se organizan las comunidades (no sólo las que se sienten propias) y del modo en que viven sus vidas cotidianas y, tan callando, se aproximan sus muertes. Algo que sería mejor se recordara más en la tarea profesional.

      Realizados esfuerzos interpretativos como los anteriores, con o sin paráfrasis en sublenguajes controlados, algunos analíticos han concluido que las preguntas o problemas iniciales son producto de desvíos del habla, propiciados por el carácter de obra colectiva recién comenzada que tiene el lenguaje y conducentes a encierros intelectuales sin solución posible. Si así fuese, comprendida la situación, habrá que ahuyentar las tentaciones mórbidas y volver a la pausada construcción colectiva del habla, fragmentaria y sin ansiedades sistemáticas perniciosas. Sin embargo, donde estas personas ven el fin del análisis, otras se entusiasman ante lo que consideran un comienzo de intelección adecuada de preguntas que, aunque en lo inmediato entorpezcan la vida común y demoren su comprensión, abren una oportunidad de mejorarla. Entonces inician una tercera etapa.

      (3) Un segundo momento interpretativo de los “datos”, ahora deliberadamente crítico. Manifiesto en la propuesta argumentada de nuevas aclaraciones de significados. La variante tradicional, heredera del análisis socrático, es la propuesta de nuevas definiciones. El análisis del siglo XX expandió esta idea. Sin descartar el paradigma de las definiciones aristotélicas, que posibilitan la reducción de conceptos, incluyó las definiciones recursivas, que eluden los círculos viciosos (como han de hacerlo las directas) pero que, a diferencia de estas, también eluden o postergan compromisos esencialistas. Acercándose a la idea de que la especificación de usos correctos es suficiente para aclarar el contenido fundamental de los conceptos. La ampliación de paradigmas también contribuyó a desechar la idea de que el análisis deba recuperar un contenido completo y previo. Lo valioso del contenido previo quedará representado, se espera, por los criterios de adecuación conjeturados en la etapa anterior. Pero será parte fundamental de la tarea analítica contribuir a su completamiento. Los analíticos son menos entomólogos curioseando hormigas que hormigas tratando de durar con creciente dignidad. Entonces, la definición que se presente lo será de un concepto diferente a aquel por el que se preguntaba. Aunque, se confía, será un concepto mejor comprendido y que puede sustituir al inicial, con ventajas, en todos los contextos importantes sancionados por los criterios de adecuación provistos en la etapa anterior.

      La justificación de estas definiciones o elucidaciones tendrá que incluir algo como lo que Russell llamó “regresiones sintéticas”, esto es, deberá mostrar que el análisis permite recuperar, legitimándolo, el cuerpo de creencias que el concepto contribuía a construir (o, por lo menos, lo que haya resultado más robusto de ese cuerpo). Por ejemplo, habrá que probar que la aritmética conocida se puede derivar a partir de la definición de número que se haya propuesto. El requisito remite, desde luego, a la organización axiomática de la geometría de Euclides. Pero esta remisión es más nítida cuando damos el siguiente paso en la liberalización del método. Con él quedan autorizados los análisis de conceptos que no consisten en definiciones. En estos casos, que podríamos considerar como abducciones filosóficas, el analista conjetura principios que coordinan el concepto valioso pero problemático con otros conceptos, que pueden ser tan problemáticos como ese, y se propone mostrar que de esos principios se infiere el cuerpo de creencias cuya importancia motiva toda la reflexión. El producto del análisis es, ahora, un conjunto de principios básicos. Que esto pueda tomarse como una aclaración conceptual, como un análisis respetable, se apoya en la “intuición” de Frege: el punto de partida de la intelección no son las palabras conceptuales sino las oraciones donde esas palabras aparecen, y las oraciones aparecen relacionadas con otras oraciones y con lo que cotidianamente llamamos hechos. Si contamos con principios oracionales, acerca de las estructuras de hechos, que permitan organizar la experiencia, entonces hemos aclarado suficientemente el contenido de los conceptos fundamentales incorporados en esos principios. Quienes se internan en esta tercera etapa de intención reformadora y, quizás, revolucionaria, están naturalmente dispuestos, bajo razonable presión teórica, a rechazar algo de lo que había contado como dato básico en la primera etapa o a reformular los criterios de adecuación elaborados en la etapa anterior.

      Este último tipo de aclaraciones contextualistas permite debilitar argumentos antes influyentes. Como el que destierra los conceptos intensionales sosteniendo que forman un círculo definicional tal que de una de sus piezas clave (el concepto de tener el mismo significado) puede probarse que carece de contenido determinable. Strawson ha sido pionero en la defensa de esta clase de análisis que, para algunos, propicia la confusión con la ciencia empírica y, para otros, hace demasiado lugar a los procederes habituales de la filosofía apriorística.

      Ingresar en esta tercera fase de la reflexión dispone para intentar progresivas sistematizaciones de principios y análisis parciales, generando teorías crecientemente comprehensivas. Así es como para responder a preguntas sobre las condiciones básicas, descriptivas y normativas del pensar, llegan a construirse teorías lógicas. Y para resolver cuestiones sobre la estructura básica de lo real, se proponen ontologías formales de carácter descriptivo o instrumental o descriptivo-normativo. Alentándose, en un paso más, la búsqueda de invariancias entre teorías comprehensivas alternativas.

      IV. En obra

      Según el esquema de las

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