Скачать книгу

      En un sentido grave, ejemplificado por los procedimientos para purificar el agua corriente, reunir pruebas en un juicio penal o sumar números, un método provee un criterio para determinar la aceptabilidad de lo que se haya hecho. En tal sentido no hay método filosófico que caracterice algún modo especial de filosofar. Aunque haya, en ciertas comunidades reflexivas, maneras habituales de construir discursos cuyo respeto o transgresión es un factor para evaluar parcialmente la aceptabilidad de lo dicho. Por otra parte, en un sentido ligero, la siguiente recomendación establece un método: imagine algo interesante (filosófico, si esta palabra le dice algo) y busque razones a favor y razones en contra. Este es el sentido preferido por quienes no tienen interés en la búsqueda de métodos filosóficos específicos. Pero hay alguna importancia en hacer cierto esfuerzo en esa dirección. Al menos la que se deriva del hecho sociohistórico de la existencia de academias auto- y hasta heterorreconocidas como filosóficas, todas sostenidas con el esfuerzo de sus comunidades, pero divergentes hasta el punto de ignorarse con olímpico desdén. Existen, si no métodos, modos diferentes de elaborar y evaluar discursos filosóficos. Sean o no limitaciones a las que nos resigna nuestra finitud, hallar algunas de sus características puede ayudarnos a entendernos mejor. Hay, por ejemplo, un modo “analítico”, una “filosofía analítica”, y de eso me toca hablar en esta ocasión.

      I. Los analíticos

      Se sitúa a fines del siglo XIX el comienzo de lo que acostumbra llamarse “filosofía analítica” en los departamentos de filosofía de muchas universidades. Espero que al cabo de esta exposición parezca mejor hablar de su recomienzo, respecto de, al menos, la obra de Platón, Aristóteles y de mucho de lo que le siguió.

      Hay varios rasgos que se asocian con ese rótulo. Se cree fundadamente que sus cultores (porque la cultivan y, algunos, le rinden culto) establecen un estrecho vínculo entre la filosofía y el lenguaje, visto como condición y como asunto fundamental del pensar filosófico. Son cautelosos en cuestiones metafísicas: demoran la postulación de entidades y desconfían de los sistemas omnicomprensivos (o se intimidan ante ellos, según quien lo diga). Pero son entusiastas frente a las ciencias. Ven sus conclusiones como grandes ejemplos de lo que quieren lograr: creencias racionalmente justificadas. Por eso estudian sus fundamentos, sus métodos y procedimientos de legitimación y tienden a considerar sus resultados como límites o severas advertencias para las creencias filosóficas. Tienen una lista de autores canónicos, algunos de los cuales han estudiado detalladamente. Y se espera que digan que su método es fragmentario y reposa esencialmente en el análisis filosófico.

      A poco andar, los que llegarían a ser sus representantes patriarcales exhibieron, o suscitaron, entusiastas ilusiones acerca del porvenir de su movimiento. Basta leer el esperanzado prefacio de Begriffsschrift (1879) de Frege, o el seductor artículo de Russell, “On Denoting” (1905), o la solución de los problemas filosóficos expuesta en el Tractatus (1921), o la ligeramente más modesta “superación de la metafísica mediante el análisis lógico del lenguaje“ de Carnap en 1932.

      El análisis filosófico (del lenguaje y, con eso, de los conceptos, los juicios y la realidad) guiaba sus pasos y sus grandes saltos imaginarios. Primero, el análisis basado en la lógica extensional de Frege y Russell junto con “el” método y los resultados de la ciencia. Véase, por ejemplo, exhibirse la filosofía como ciencia (de un modo en apariencia muy diferente al husserliano de 1911) en la Enciclopedia de la ciencia unificada de 1938. Después, bajo la forma del acotado análisis oxoniense del lenguaje común, ejemplarmente manifiesto en la refutación del dualismo blandida por Ryle, en 1949, frente al fantasma adueñado de la máquina galileana.

      Sin embargo, el desarrollo de la filosofía analítica durante el siglo XX fue desdibujando la centralidad de la idea de uno o varios métodos de análisis del lenguaje, al compás del cambio en los intereses intelectuales y el debilitamiento de la presunta solidez de los logros del análisis. Luego del atomismo metafísico de Russell (1918-19), casi toda especie de metafísica especulativa cayó en descrédito con el auge del empirismo lógico, en los años veinte y treinta, los analizadores del lenguaje común en los cincuenta y los quineanos en las dos décadas siguientes. El predominio de estos últimos (en buena medida por motivos histórico-sociales) mantuvo rasgos anteriores: del positivismo lógico conservó el uso de lenguajes formales (deudores, claro, del composicionalismo fregeano) para modelar semánticas, y de la filosofía oxoniense tomó el respeto por los datos derivados del uso del lenguaje común. Fue la época de la semántica de condiciones veritativas, en sus versiones extensionales, intensionales e hiperintensionales. Y de sus críticos amigables, lectores del segundo Wittgenstein y defensores de las condiciones de asertabilidad y del antirrealismo. Pero ya en esos tiempos comenzaron algunos brotes metafísicos de viejo cuño, cuando la semántica de mundos posibles mezcló el extensionalismo con el realismo modal (Lewis) o con el esencialismo aristotélico (Kripke) y cuando surgieron exitosas reivindicaciones de los espectros ahuyentados por Russell en 1905 (Routley, Parsons, Castañeda) y excéntricas, pero esta vez atendidas, elucubraciones ontológicas de autores como D. M. Armstrong. En la última década del siglo pasado la filosofía del lenguaje fue perdiendo su lugar predominante frente a la presión de la filosofía de la mente, sugiriendo un triunfal retorno del psicologismo que espantaba a Frege (y Husserl). También se acentuó la separación entre la filosofía del lenguaje y la metafísica; y esta, desde entonces, parece retornar inocentemente a un status prekantiano. El nuevo siglo encontró a los analíticos sin philosophia prima aparente.

      La filosofía analítica, desde su recomienzo lingüístico en el siglo XIX, dio numerosos pasos y algunos saltos. Desde la perspectiva actual, ambos ejercicios fueron útiles. Los primeros porque han dejado algunos éxitos intelectuales y los otros, como el adiós a la filosofía especulativa y la bienvenida a la filosofía como ciencia casi-empírica o como terapia lingüística, porque fracasaron honorablemente.

      Uno de los primeros éxitos fue la explicitación fregeana del papel central de las paráfrasis oracionales para la comprensión de los conceptos básicos, que condujo a su análisis reductivo del concepto de número y a los análisis alternativos presentados durante el siglo XX por Russell y tantos otros. No está demás señalar el clima propicio de la época revelado, por ejemplo, en los esfuerzos contemporáneos por aritmetizar el cálculo infinitesimal o sistematizar la geometría o analizar el concepto de superficie o el de simultaneidad física. Una de las principales contribuciones generales de Frege y Russell fueron, precisamente, sus intentos por explicitar el carácter propio del análisis (ofreciendo, así, rudimentos de análisis de la idea de análisis) y proponerlo como paradigma filosófico. Entre los mayores éxitos analíticos también hay que citar el trabajo de Russell por deslegitimar tesis ontológicas mediante su análisis de las descripciones definidas. También el de Tarski, ahora por legitimar el uso del concepto de verdad en la comprensión del conocimiento. Los textos de Gentzen y Tarski para caracterizar diversas nociones de consecuencia lógica. De Church y Turing respecto del concepto de cálculo algorítmico. De Hempel para analizar la noción de explicación. De tantos epistemólogos empeñados en clarificar la idea de teoría científica y, luego, de actividad científica. De Carnap en torno a la idea de creencia racional, y de sus herederos ocupándose del cambio de creencias y de la gnoseología formal. Y, desde luego, los numerosos ejemplos de análisis alternativos de conceptos como los de significado, referencia, acto de habla e interpretación.

      A lo largo de este desarrollo se produjeron cambios significativos en “el” método analítico. El momento inicial fue decisivo. La búsqueda de definiciones explícitas de conceptos básicos fue modelo del análisis durante siglos, desde que Sócrates fue visto en Atenas haciendo algo parecido. La tarea cobró nueva forma cuando Frege notó que las ideas que más requieren del esfuerzo clarificador son las que parecen centrales para comprender y justificar creencias que resultan fundamentales para nuestras acciones y tranquilidades. Visto así, la primera instancia del análisis conceptual es nuestra precomprensión de un entramado de oraciones que expresan creencias que nos parecen importantes. El trabajo analítico, en consecuencia, tendrá que estar guiado por el avance en la comprensión sistemática y el mejoramiento de ese tejido de creencias. Y la urdimbre de esa trama tendrá que estar dada por fuertes nexos de significado, cuya explicitación será asunto de la lógica y no

Скачать книгу