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      Bibiana S.

      Dos semanas después, volvió a encontrar una carta para Ernesto. El mensaje era exactamente el mismo de la vez anterior, y sospechó que, de haber leído cada una de las cartas que había enviado Bibiana hasta entonces, éstas serían idénticas. Devolvió la hoja al sobre con media sonrisa, meneando la cabeza.

      Cuando le tocó recibir la siguiente carta de Fernando, venía atada a una caja que ocultó con dificultad entre sus ropas hasta llevarla a un sitio seguro.

      Matilde querida:

      Sé que te cuesta un poco escribirme, por eso te envío no una ni dos, sino esta caja de zapatos repleta de hojas con letras que puedes utilizar como te plazca. Escribí el abecedario completo más de trescientas veces, espero que sea suficiente. Podrás encontrar también acentos y signos de puntuación, aunque sé que no eres muy adepta a ellos. Lo único que te pido es que no me vuelvas a dejar en medio del silencio.

      Tu F.

      La respuesta de Felipe llegó ocho días después:

      Fernando querido:

      ¡grácías por todos lós acentos! hoy te ví por la tarde cómer unas mándarinas en las escaléras del edificio príncipal. No sábes las gánas que túve de sentarme a tu lábo péro no quíce interrumpirte. También te he observádo al dormír. Díme que verdúras preferírías en los almuerzos dé los juevez para hablár con las personás indícadas.

      Tú Matilde

      Esta vez la reacción de Fernando fue muy distinta. Se volvió huraño y retraído. Miraba a cada interno tratando de atrapar infraganti a algún observador. Ésa no podía ser Matilde, la polio la había postrado en una silla de ruedas poco después de que la conoció y ella odiaba asomarse siquiera por la ventana. Fernando no dejaba de buscarla en cada rostro para saber desde cuál lo observaba. Incluso a veces tocaba las caras y las estiraba, buscando entre los pliegues los contornos de alguna máscara para poder descubrir la faz anhelada. Cuando se topó con uno del pabellón de esquizofrénicos le resultó imposible librarse de golpes bien dados en el abdomen y la nariz; volvió a su eterna reclusión y a observar desde la distancia, como ella le había enseñado, esperando que los cardenales cambiaran de color hasta desaparecer.

      De la misma manera en que Fernando había comenzado el rumor de la correspondencia con su amada, comenzó otro anunciando el embuste. Poco después, a la hora del descanso en la sala de estar, calumnió a los presentes asegurando que alguno se burlaba de él haciéndose pasar por su querida. Maldijo a todos y a sus futuras y dudosas generaciones.

      Al terminar, Fernando escuchó detrás de él una voz grave: «La venganza no abandonará la casa de quien con juramentos a otros ultraja». Reconoció de inmediato al médico Velasco, para quien «el accidente de la locura», como le gustaba llamarlo, no era más que eso: percances momentáneos que afectaban a la razón en ciertas circunstancias, como la que acababa de experimentar el colérico anciano.

      —Fernando, ¿qué sucede? ¿Se te olvida que si te portas mal te encierran por días?

      —Padre, ¿cómo está? Qué gusto verlo.

      —«O cuerdo o loco, a aquel hombre le tomaba a tiempos la locura». Ven, Fernando, vamos un rato al patio.

      —Claro, padre, ¿tiene un cigarro?

      Leobarda, una joven mujer que trabajaba en el área administrativa de La Castañeda, era una de las contadas personas por las que Felipe sentía aprecio. Solían conversar de sus labores y de los pacientes, y era la segunda persona, además de Velasco, que sabía de su incursión epistolar. Una tarde en que Felipe recogió la correspondencia, no pudo resistir preguntarle a Leobarda sobre el niño de doce años que había ingresado durante la madrugada.

      —Leobarda, ¿ya sabes del último que llegó?

      —No mucho, Felipe, ¿y a ése qué le pasa?

      —Otro epiléptico, le dieron dos ataques entre que lo dejaron sus papás y lo llevaron a revisión.

      —Está grave, entonces. Yo no sé dónde lo van a meter, si ahí donde los epilépticos ya no cabe ni un alma.

      —Ay, mija, si vamos a caber en el infierno, ¿cómo no vamos a caber aquí? No hay de otra.

      —Sí, amontonados entre cucarachas y ratas. Esto cada vez se pone peor. Algo va a pasar, ya verás. Hasta el cementerio está a tope, las últimas epidemias dejaron montones de cadáveres.

      —¿Y qué se le puede hacer?

      —Pues también está Lecumberri, aunque allá se hacen bien mensos y se la pasan mandándonos delincuentes, como ese Gregorio Cárdenas que trabaja en la tienda con Cristino. Un asesino de mujeres no tendría por qué estar aquí ni en ningún sitio. Si estar rodeada de locos es desgastante, ni hablar de los criminales. Y, para terminarla de fregar, hace poquito llegaron los de La Rumorosa, el grupo ese de Baja California.

      —Tú al menos vives afuera. A mí me hicieron aquí, ésta es mi casa. Si salgo, nomás me esperan la calle y el hambre.

      —Afuera tampoco es tan diferente, estamos igual de amolados. A veces pienso que acá la cosa no está tan mal, si vieras lo que pasa en la ciudad… En fin, seguro vendrán dentro de poco a pedir que le frían el cerebro a ese niño.

      En ese momento ambos escucharon una frase solitaria avanzar por los pasillos: «No hay loco de quien algo no pueda aprender el cuerdo».

      —Ya llegó el médico. Oye, Leobarda, ¿tú crees que eso de los choques funciona?

      —Pues al menos los ayuda a ser obedientes un tiempo. A veces se ponen peor, nunca se sabe. Lo que sí, es que ninguno se ha curado.

      Felipe recordó el cuerpo convulso de Fernando cuando presenció una de sus terapias y los minutos que al hombre le costó volver en sí y reconocer el lugar y a las personas a su alrededor. Imaginó que, de someterlo sin algodón en la boca, sus dientes se hubieran roto debido a la presión de la mandíbula y que, de aumentar la energía, se le achicharraría la testa y el humo tendría el regusto de la carne y los huesos achicharrados en el rastro.

      Velasco irrumpió con una sonora frase al pasar frente a ellos:

      —¡Muchachos! «La locura, a veces, no es otra cosa que la razón presentada bajo diferente forma». Felipe, ¿no es un poco tarde para que vayas a dejar la correspondencia?

      Asustado, el joven tomó torpemente el maletín de la correspondencia, se excusó y salió. Sabía que eran pocos los que, como Velasco, comprendían tan bien la locura, esa vetusta afección por la que sus vidas habían coincidido.

      Ya en el tranvía, no pudo sacarse de la mente al niño. Imaginó que temblar sin control sería como recibir «choques», y no supo qué consecuencias tendría en él mirar uno de esos ataques. Tendría que averiguarlo. Haría lo posible por acercársele, por hacerlo pertenecer a ese palacio alienado tan suyo. No cualquiera se vuelve loco, esas cosas hay que merecerlas, se dijo.

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