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que compartió con su madre, y lo único a lo que se aferraba era a aquella fotografía sepia que mostraba a un joven serio y una mujer llorosa cargando en brazos a un Santo Niño de Atocha con los párpados cerrados.

      Bernardo se esforzaba por reanimar a Josefina y, a pesar de la angustia que le oprimía la garganta al recordar a su bebé, le propuso tener otro hijo; pero la neblina no dejaba sitio en ella para ningún otro sentimiento o esperanza. Lo único que había considerado suyo le fue arrebatado repentinamente. No sabía qué terribles faltas estaba pagando, quizá su madre le había heredado su penitencia, así como su padre heredó la locura del abuelo. Josefina exhalaba una niebla casi imperceptible que contagiaba a quien estuviera a su lado.

      Ella se abandonó en un mutismo que sustituyó a la desesperación y se refugió de nuevo en la cocina. El café molido durante las madrugadas frescas la entumecía hasta que el calor de la estufa de leña junto con el vapor del arroz cociéndose y los caldos espesos y rojos con granos y carne le abrían un poco el apetito. Comía una vez al día y dejó de asearse; se convirtió en una aparición que se lamentaba y estremecía envuelta en una frazada amarilla. Aunque Bernardo continuaba con sus labores, tenía presente la sombra de su esposa que, detenida en el tiempo, experimentaba la vida desde afuera de ese cuerpo abandonado. Ambos se empeñaban por lograr su afán: uno, recobrar una relación apenas existente; la otra, desaparecer a fuerza de silencio.

      La abuela, pese a la senilidad, aún conservaba la perspicacia. Le ordenó a Bernardo que se deshiciera del espectro de Josefina. Le habló del hospital en la calle Canoa donde iban a parar las mujeres que sólo estorbaban y le pidió que no demorara mucho en realizar la tarea. El muchacho, que aún extrañaba la calidez de ese otro cuerpo al dormir, aceptó la encomienda con pesar; la tragedia compartida lo había unido más a la quebradiza Josefina y aceptó su responsabilidad: pensó que, de haber cumplido con su deber como esposo, hubieran tenido más hijos y el dolor no la cegaría.

      El White los transportó hasta el siguiente hogar de Josefina, quien aspiraba hipnotizada y con fuerza la frazada raída. Una vez en Canoa, antes de que Bernardo diera aviso de que estaban ahí, se pararon frente a la puerta de madera tallada que exhibía dos rostros feroces. Sobre aquel frío recinto de piedra rojiza había una antigua placa de cerámica que rezaba: «Real Hospital del Divino Salvador, Para Mugeres, Dementes». Josefina notó el cuidado con el que Bernardo tomó su mano gélida para ayudarla a entrar, como si temiera hacerle daño o que ella se resistiera, aunque su temor más grande era estar cometiendo un error. Él mismo la describió al médico en turno como «una flor que se marchita con pasmosa rapidez». Aturdido, Bernardo llenó un formulario escueto donde respondió, en un espacio muy breve, los síntomas principales de Josefina: desgana, debilidad, una gran tristeza, palidez extrema, insomnio y falta de apetito. El médico indicó «neurastenia», la enfermedad del siglo que aquejaba principalmente a mujeres jóvenes.

      En la oficina del director del hospital, Bernardo no necesitó explicaciones. Arguyó la pérdida repentina de su primer hijo y el estado actual de catatonia de Josefina. Firmó un pagaré por una cantidad de dinero que cubriría la estancia de la mujer por un mes para que no le asignaran una celda en el área común. Nervioso, también firmó en nombre de Josefina una responsiva en la que les otorgaba el poder legal para realizar los procedimientos necesarios durante su estadía.

      Bernardo le pidió a una de las enfermeras, entregándole algunas monedas, que colocara la fotografía que llevaba en un sobre en la habitación de Josefina, y partió con amargura. La compadecía, mas no tenía el atrevimiento para contrariar la voluntad de su abuela, y comenzó a pensar en alguna forma de ayudarla a sobrellevar su estancia además de visitarla con regularidad.

      Ya instalada en su rudimentaria habitación, Josefina no hacía más que preguntar por su bebé, «el conejito rubio», cuando alguien se dirigía a ella. No soltaba la pequeña frazada, y cada que intentaban quitársela la invadía el pánico.

      La opulencia que conoció de niña se redujo a unos zapatos y un vestido sencillo de encaje con el que la internó su esposo, mismo que las enfermeras le cambiaron por un camisón blanco y un calzón que la igualaba al resto de las internas: mujeres atentas, expectantes, que si no contaban su historia a la menor provocación y pedían ayuda, sollozaban continuamente llevándose las manos al rostro o amenazaban con herir a alguien más o a sí mismas si no eran liberadas.

      Recordaba constantemente a su niño y su olor. En la pared junto a la cama, sujetado con un clavo, contemplaba a diario el retrato tan necesario como dañino. De tanto tocar la carita del infante, ésta era ya una mancha informe.

      Las enfermeras solían escuchar a Josefina decir por las mañanas: «Todavía lo puedo oler, quizá mi conejito rubio está en alguna parte de la cama durmiendo, calladito», mientras tanteaba su cama antes de salir de la habitación para dirigirse a la misa previa al desayuno. Gracias a su carácter dócil se libró de tratamientos severos como baños de agua fría, el confinamiento en celdas oscuras y lúgubres o la negación de alimentos, mas no de que las sombras, la soledad y los rumores terminaran por asediarla. Lo único que permanecía a salvo era la memoria y el dolor.

      Bernardo hacía lo posible por visitarla con regularidad y aportar la cantidad necesaria para que permaneciera en una habitación individual, gesto que su abuela desaprobaba con irritación. Cada que se despedían, Josefina le pedía invariablemente que la próxima vez no olvidara llevarle su «conejito rubio».

      Meses después, en 1910, durante las celebraciones por el centenario de la independencia del país, por órdenes de Porfirio Díaz los encargados del Hospital del Divino Salvador trasladaron a las internas al recién inaugurado Manicomio General La Castañeda, un amplio sitio de edificios afrancesados. En las festividades, el propio Díaz ostentó varios Tardan personalizados de copa alta a juego con sus trajes parisinos de saco largo, chaleco y corbata de seda.

      El psiquiátrico más grande del país fue construido bajo la supervisión del hijo de Díaz en la zona de Mixcoac, y funcionaba como hospital y asilo. Allí, Josefina se convirtió en «una asilada desde el manicomio de la calle de la Canoa» de la que «nada hay referente a su enfermedad ni al interrogatorio» dentro del Pabellón de Tranquilas B. Lo único que ingresó con ella fue una fotografía desvanecida. Entre poco menos de un millar de hombres procedentes del Hospital de San Hipólito y mujeres del Divino Salvador, su figura triste se volvió cada vez más opaca hasta armonizar con la pesadumbre del sitio.

      *

      «Vuelva a disfrutar la esencia de aquellos a los que amó y ya no están, bajo garantía de la mayor pureza. Eugenio Frey, químico industrial. Farmacopea Germánica. Calle de Ortega número 27. Junto al Express Nacional».

      Antes de las once de la mañana, tras haber almorzado con su abuela, Bernardo se dirigió al establecimiento de Frey con una prenda diminuta que extrajo del baúl de los enseres de Josefina.

      Aunque no estaba muy retirado de su hogar, prefirió tomar el nuevo tren eléctrico que partía del Zócalo para evitar ser reconocido en la calle e importunado con preguntas necias. Bernardo había escuchado de las maravillas que ofrecían en aquel sitio: en las calles eran constantes los halagos al innovador profesionista, aunque últimamente el rechazo por parte de la religión hacia sus creaciones también era notable. Al ver el anuncio de la droguería en el periódico amarillento México Nuevo esa mañana, no quiso esperar más. La culpa llevaba tiempo fermentando en su pecho.

      Frente a uno de los escaparates de la perfumería que, para su suerte, a esa hora estaba casi desierta, dudó en entrar. Finalmente empujó la puerta y el sonido estrepitoso de la campana delató su acción: un hombre alto, delgado, de cabello y bigote castaños bien peinados lo miró con sorpresa.

      Después de las presentaciones y una breve conversación, el químico recibió un pedido que, hasta entonces, ningún cliente había solicitado. Suspiró al tomar la prenda con unas pinzas de metal y colocarla sobre una charola. Apenas negó con la cabeza y apretó los labios antes de soltar:

      —¿Sabe, caballero? En el caso de infantes se complica un poco la situación porque su esencia corporal es mucho más ligera que la de los adultos. Incluso a veces es indistinguible. Pero no se preocupe, encontraré la mejor solución

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