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la competencia desleal iba en aumento y los devotos no confiaban en él.

      Bernardo agradeció y aceptó regresar en la fecha indicada. Al salir, se sintió satisfecho y feliz como pocas veces. Acababa de rechazar otro matrimonio arreglado por su abuela y había comenzado a llevarle alimentos, ropa y flores a Josefina, quien ya recibía un trato especial gracias a la fuerte aportación que él hizo al ver el estado en el que se encontraba en el nuevo sitio, donde conseguir una habitación personal resultaba casi imposible. Bernardo supo que había ganado la redención cuando le dio a Josefina una pequeña frazada de piel de conejo amarillo claro: notó cómo ella dejaba de temblar al aspirar lentamente la esencia de las gotas que él le había colocado antes de ingresar al manicomio, y envidió su entrega para encontrar la paz en el recuerdo.

       VIDAS AJENAS

      Al suroeste de la ciudad se encontraba la hacienda pulquera más prolífica del pueblo de Mixcoac, con campos inmensos para cultivar maguey. Ignacio Torres Adalid, el Rey del Pulque, permitía que cualquiera paseara por sus jardines a cambio de veinticinco centavos hasta que aceptó venderle el terreno a Porfirio Díaz, quien tenía en mente crear un formidable sitio para atender enfermos mentales. Díaz pretendía construir una réplica del Charenton, el hospital psiquiátrico más grande de Europa, ubicado en París.

      La tradición de visitar los jardines de La Castañeda no cejó a pesar de haberse convertido en un psiquiátrico; los domingos eran los favoritos para los días de campo. Así fue como Imelda, una joven costurera de Xochimilco, conoció el lugar. Los edificios que imitaban la arquitectura francesa la hipnotizaban. Poco valió que su madre intentara disuadirla de pedir empleo en el sitio asegurándole que la locura era una enfermedad muy contagiosa.

      Al igual que el resto de los trabajadores del manicomio, se mudó junto con su pareja e hijos a los terrenos posteriores: la vivienda, los alimentos y los servicios básicos eran su paga. En 1922 celebraron el cumpleaños de Felipe, quien nació en el manicomio, con el primer grito de independencia emitido por radio: la XEB transmitió la imperiosa voz de Álvaro Obregón la noche del 15 de septiembre.

      Allí, su último vástago aprendió a leer y contar acompañando a los pacientes del manicomio cuando llegaban los maestros ambulantes egresados de la Escuela Normal. Conforme fue creciendo, se les asignaron tareas específicas: las tres mujeres se quedaban con la madre para aprender a cocinar y remendar y los dos hombres salían con el padre a labrar los campos de cultivo, a trabajar en los talleres de oficios o en los establos, donde recibían a los internos que debían realizar labores terapéuticas.

      Las conversaciones de los empleados durante los recesos y en el comedor solían tratar sobre los internos y las carencias en el psiquiátrico: mientras la mayor parte de los hombres eran diagnosticados como alcohólicos, las mujeres recibían tratamientos para epilépticos; ninguno pasaba más de tres o cuatro meses dentro, aunque reingresaban constantemente. Las raciones de los alimentos iban disminuyendo y las medicinas eran insuficientes.

      La fastuosidad arquitectónica era eso, mera fachada. Por dentro, la insalubridad y el hacinamiento acumulados durante más de dos décadas minaron el ánimo de Imelda y los suyos, quienes huyeron al ver la oportunidad, a excepción de Felipe. Los edificios ruinosos y la escueta vegetación eran su hogar. Lo que para otros representaba incomodidad, él lo percibía con calidez; se había criado entre la miseria y ésta no actuaba como un repelente, sino como un encanto. Gritos y vicisitudes fueron parte de su formación entre miles de desconocidos por quienes sentía una curiosidad a la que pronto se volvió afecto. Quería entenderlos, ayudarlos.

      Los edificios se convirtieron en mazmorras. Las paredes y el suelo de las cuatro salas de los múltiples pabellones conservaban poco de su color original. Albergaban camas desvencijadas de latón cubiertas apenas con mantas raídas. La desnutrición, enfermedades parasitarias, epidemias de lepra y sífilis, el pian y la pesadumbre se filtraban en cada cuerpo.

      Debido a la escasez de medicamentos, el director Acevedo, médico que rara vez acudía a las instalaciones, aprobó que se utilizaran métodos más agresivos como electrochoques y comas insulínicos, mismos que fueron puestos en duda por el psiquiatra Manuel Velasco. La Castañeda se volvió una constante de ensayo y error para contener a los pacientes con cuadros psicóticos agudos o a los agitados. La casi inexistente atención y los descuidados jardines y construcciones eran señas claras de negligencia.

      Una tarde, el Packard estacionado cerca de la entrada del edificio principal le advirtió a Velasco de la presencia del director, así que se preparó para saludarlo con un exagerado entusiasmo.

      —¡Estimado Acevedo, buena tarde!, qué sorpresa verlo —soltó a voz en cuello al atravesar la puerta.

      El director, que estaba en la recepción leyendo algunos diagnósticos de pacientes recién ingresados, lo interpeló:

      —Mi vida es esta institución, aunque no lo crea. Que no ronde a diario por aquí no significa que no cumpla con mi responsabilidad. —El hombre maduro, de traje reluciente y rostro severo, llevaba una boina, lentes oscuros, moño y chaleco.

      —Eso no lo cuestiono. Pero estar presente lo ayudaría a tomar decisiones importantes para nuestros internos. Analizar el efecto de los tratamientos, la medicación, incluso de los alimentos… —Velasco se detuvo frente a él exagerando una reverencia, tratando de contener la ira—. No son meros enfermos ni despojos, debería recordar que «la ciencia no nos ha enseñado aún si la locura es o no lo más sublime de la inteligencia»…

      —Colega, no estoy de acuerdo con usted. Ésa no es la realidad.

      —La realidad es diferente para cada persona, director…

      —Le recomiendo que elija la que impera. Estas personas son un riesgo para la sociedad, unos degenerados que deben estar bajo llave. Me parece que usted olvida que nuestros enfermos son viciosos, desviados, imbéciles, ¿por qué no se convence? Los genes de la locura y la anormalidad deben ser erradicados, para eso trabajamos aquí. Olvida su lugar frente a mí y en esta institución.

      Velasco lo miró y continuó su camino. Unos segundos después, Acevedo lo escuchó proferir entre enérgicos pasos: «Los locos abren los caminos que más tarde recorren los sabios».

      Los trabajadores convivían con quienes habían sido dados de alta pero pidieron un empleo porque no tenían nada afuera. Las mujeres solían laborar en la cocina y en la lavandería; los hombres eran vigilantes, permanecían en los terrenos de cultivo o en los corrales junto con las gallinas, las vacas y los cerdos. Poco a poco, esa pequeña comunidad autosuficiente fue amenazada por el hacinamiento: las habitaciones para cincuenta personas albergaban, por lo menos, a cien.

      Entre la agonía de los sifilíticos, Felipe evitaba observar las pústulas que los invadían, pues su madre le había dicho que se podía contagiar sólo con mirarlas. Y, cuando las veía por accidente, comenzaba a sentir comezón en el cuerpo y a imaginar cómo crecía una pústula en uno de sus codos, en la planta de un pie o en el cuello. Lo mismo sucedía si encontraba a un perro cagando, pero en ese caso su madre le había advertido que le crecerían almorranas. Sentía una satisfacción culpable al mirar tanto a los sifilíticos como a los perros defecando; quería sentirse enfermo, contagiado, ser parte de lo que habitaba.

      A pesar de que su padre le enseñó las cuestiones básicas del trabajo de cultivo, no lograba saber si las verduras ya estaban maduras ni la cantidad de agua o sol que necesitaban. Confundía los nombres y los sembradíos; los betabeles se pudrían por exceso de agua y las calabazas se secaban. Al cumplir catorce años, su padre lo alistó con los mandaderos, quienes iban de madrugada a los mercados de Mixcoac y Jamaica tres veces a la semana a vender hortalizas y productos animales y a comprar lo necesario para el ganado, la cocina y la siembra.

      A los dieciocho, Felipe, enjuto y de rasgos finos, mostró disposición para ser contratado como «amansa locos» en los pabellones de mujeres, donde las más problemáticas eran Eulalia y Luisa, dos hermanas cincuentonas que solían reñir hasta los golpes por cuestiones como quién llevaba los zapatos o el rebozo menos gastados, a quién le habían servido una ración menos grumosa

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