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Tristes sombras. Lola Ancira
Читать онлайн.Название Tristes sombras
Год выпуска 0
isbn 9786078646753
Автор произведения Lola Ancira
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
A excepción de alguna que otra misiva de los empleados o médicos pasantes del manicomio, las cartas que solía llevar eran de los internos del Pabellón de Distinguidos: uno de sus privilegios, aparte de dormir en habitaciones individuales, era el libre intercambio epistolar.
En una ocasión, mientras indagaba entre destinatarios, remitentes y direcciones que nunca había escuchado y ciudades que jamás visitaría y leía nombres y apellidos igual de desconocidos, descubrió que algunos sobres no estaban bien cerrados. Sacó tres cartas: la primera estaba repleta de garabatos ininteligibles, la letra de la segunda era cursiva, igual de complicada, y la tercera no le resultó interesante. Luego encontró un sobre liso y una hoja dentro doblada en cuatro utilizada por ambos lados junto con una fotografía. Miró un momento por la ventana del tranvía eléctrico y notó que faltaba un buen tramo para llegar a la oficina de correos, así que sacó la hoja y la leyó entre chirridos, chispas que de vez en cuando caían a su lado y campanillas tintineantes.
Matilde querida:
Espero que te encuentres mejor que la última vez que hablamos. Encontré entre mis cosas esta fotografía en la que estamos juntos, te la envío porque dices que a veces no recuerdas cómo es mi rostro y sé que te resulta imposible visitarme. No te preocupes, yo tengo el tuyo grabado en mi mente; no me hará falta este retrato. Lo que no sé cómo resolver es lo referente a mi voz. Poco antes de ingresar aquí tuve noticias de un descubrimiento increíble, un registro sonoro que data de 1860. Thomas Edison ha sido relegado al segundo lugar. Aunque sólo son diez segundos de la canción «Au clair de la lune», el francés Édouard-Léon Scott logró realizar la grabación de la voz de una mujer con una cosa llamada «fonoautógrafo». ¿Te imaginas haber realizado esa hazaña? Yo quisiera hacer lo mismo para enviarte mi voz y no nada más estas letras, pero ni soy francés ni soy inventor, y mucho menos tengo un fonoautógrafo, así que tendrás que conformarte con mi imagen.
Quema esta carta después de leerla. Si Cleotilde se entera de que sigo en contacto contigo es capaz de sacarme de aquí, y no quiero volver a una casa que no sea la tuya.
Al menos todavía te puedo escribir. No te preocupes si no puedes responderme, te enviaré otra carta dentro de treinta días.
Siempre tuyo,
F.
Felipe supo que se trataba de Fernando, a quien le regresaban las cartas quince días después porque el remitente no existía o las misivas no eran recibidas. A pesar de no haber entendido algunas palabras, intuyó el afecto que el anciano le profesaba a la desconocida. En la oficina de correos debía comprar sellos con el dinero que le habían dado en el manicomio. Siempre llevaba lo exacto para eso y los pasajes. Envió los sobres a sus destinatarios, a excepción de la carta para Matilde. Analizó la dirección de la mujer y notó que la casa estaba en General Pedro Antonio de Los Santos, calle que desembocaba en avenida Revolución.
Caminó seis cuadras de regreso al Zócalo, donde debía tomar la línea Cima del tranvía para volver. Al bajar en la calle indicada en el sobre, recordó una de las frases de Velasco que se grabó a fuego en su memoria: «La locura es relativa. Depende de quién tiene a quién encerrado en qué jaula». No tardó mucho en dar con el número. Antes de tocar la campanilla, volvió a leer el nombre y los apellidos de la mujer y esperó. Un hombre mayor entreabrió la puerta y lo miró con el ceño fruncido.
—Buenas tardes, señor, estoy buscando a… —nervioso, leyó de nuevo el sobre porque olvidó el primer apellido— Matilde Cuevas Covarrubias.
—Doña Matilde era mi madre, y murió hace más de diez años. ¿Qué querías con ella? Si vienes a cobrar algo, olvídalo, desde su muerte quedaron exentos los pagarés a su nombre —hizo énfasis en la primera palabra y lo vio de pies a cabeza.
Felipe, sorprendido por la respuesta, dio un paso hacia atrás y tardó un poco en responder.
—Disculpe la molestia, señor…
—Ve con Dios. —El hombre cerró con fuerza innecesaria y desde la ventana contigua se dispuso a ver que Felipe se marchara.
Felipe miró al hombre escondido entre un grueso cortinaje y se despidió con un movimiento de cabeza. El rostro desapareció al momento y él se sintió desolado al pensar que debía ser exhaustivo enviar misivas constantemente sin obtener respuestas. Recordó cuando se rascaba pústulas inexistentes y pensó que cada quien tenía sus necedades.
Al llegar a La Castañeda, decidió pasar a la cocina para tomar algunos pliegos del papel en el que venía envuelta la carne de res. Ya en su habitación, lo extendió por el reverso sobre la cama y sacó la arrugada carta para leerla de nuevo. No sabía ni cómo comenzar. Jamás había escrito una. Tras plasmar su nombre con letras infantiles, empezó a trazar líneas y círculos entre manchas de grasa. A pesar de confundir la letra «d» con la «b», no diferenciar el uso de la «s», la «c» o la «z» y no saber dónde colocar los acentos, continuó amontonando palabras hasta crear algo que tuviera un poco de sentido. Una hora después, logró un saludo alegre y tres mentiras para Fernando.
Fernando querido:
me da gusto poder ver tu cara de nuevo. Siempre quice tener otra ves esta foto con migo. Escrideme cuando quieras, por fin tengo tiempo para responderte. El cartero que vino hoy me dijo que se equivoco con mi direccion pero que ya no pasara mas.
siempre tuya,
Matilde
Leyó la carta cinco veces antes de llevársela a Fernando. Pasaban de las diez de la noche, una hora segura para salir sin toparse con algún asilado. Felipe se dirigió al lado contrario, al frente del terreno en donde estaban las secciones de los pacientes privilegiados. Subió las escaleras principales y entró. Alerta, caminó algunos metros sobre el pasillo y en la quinta puerta del lado derecho se agachó. Sabía que Fernando dormía porque no tenía la luz encendida, así que, con mano temblorosa, deslizó el papel. Se retiró con sigilo y, una vez fuera, se echó a correr. Una sensación de euforia recorrió su cuerpo y lo acompañó hasta quedarse dormido imaginando la reacción del anciano.
Los sábados eran días de terapia electroconvulsiva para Fernando, al igual que los martes y los jueves. Le asignaban dos tratamientos por sesión. El primero era antes del desayuno. Ese sábado, el anciano no podía dejar de sonreír por las palabras que su Matilde le había dirigido en aquel pedazo de papel que llevaba a todos lados para mostrárselo a quien lo saludara o le dirigiera la palabra. Al fin había recibido una respuesta. Miraba al cielo porque sabía que su padre, quien le había dejado claro que la constancia era fundamental en una relación, estaría orgulloso. Las enfermeras le aseguraron que Matilde lo amaba, le colocaron los electrodos y durante dos minutos recibió una descarga eléctrica que le deformó el gesto. Al terminar, aunque tenía la sensación de seguir sonriendo entre hilos gruesos de baba, ya no recordaba por qué. Recibió su ración de psicofármacos tras ser depositado en la sala comunal. A la hora de la comida metió la mano derecha al bolsillo de su bata y descubrió un trozo de papel arrugado. Lo estiró y notó con gran sorpresa, como la primera vez esa mañana, que eran palabras escritas por su eterna adoración.
El siguiente viernes, Felipe abrió una carta de Bibiana, una señora minúscula y apesadumbrada que hablaba a gritos. No le bastó con entrometerse en la intimidad del viejo, necesitaba conocer otras vidas, inmiscuirse en sentimientos y relaciones que sólo conocería gracias al papel. Esta ansia le generaba una comezón diferente