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un espacio donde los huaraches, la ropa de manta blanca y los sombreros de paja de ala ancha uniformaban y diferenciaban al resto: personas de corta estatura, cabello crespo negro y pieles atezadas de más por el sol. Josefina, en quien se conjugaban características de ambos mundos, no se identificaba con ninguno.

      Con la llegada de la primera menstruación de la adolescente, Rosa, que la consideraba desgarbada y poco hábil para la vida social, le enseñó algunos de sus secretos: solía blanquearse la piel con polvos de arroz que conservaba en pequeñas latas de metal y bebía el jugo de dos limones con vinagre cada mañana con la misma finalidad. Incluso había llegado a probar algunas sustancias con plomo o arsénico que debían ser ingeridas con suma precaución, mismas que no solía comprar por ser costosas. También le mostró cómo, con un pigmento azulado, se marcaba las venas del rostro, del cuello y del disimulado escote, y con un colorete le daba un poco de vida a sus pómulos. Le enseñó a decorar el centro de sus labios con una barra de carmesí y a limar y dar brillo a sus uñas con aceite de oliva. Antes de terminar, le regaló un pequeño frasco de colonia con base de lavanda: su propio aroma. Aquel conjunto le confería a Rosa una gracia que pocos hombres pasaban por alto. El toque final eran sus cabellos ondulados gracias a las tenazas que José Luis le regaló al regresar de uno de sus viajes a Francia antes de que se casaran, diseñadas por el mismo Marcel Grateau.

      Pero Josefina no se sintió parte del gremio femenino hasta que usó un corsé: a pesar de entrecortar su respiración y no permitirle un movimiento libre, definía mucho más su cintura. Las punzadas agudas en el estómago y los desmayos pasaron a segundo término; debía ostentar un talle delicado, propio de la dama en la que se estaba convirtiendo. Además, esos dolores no se comparaban con los intensos cólicos menstruales que Narcisa le ayudaba a calmar con infusiones de manzanilla. Para Josefina, crecer era sinónimo de sufrimiento físico y de angustia, y sabía que no tardarían en encontrarle pareja.

      Por entonces se rumoraba que Rosa, aún joven y de caderas y senos voluptuosos disimulados por vestidos oscuros, comenzó a mantener encuentros nocturnos con su cuñado. Doña Margarita había sido testigo, en sus noches de insomnio, de las visitas que ésta le hacía a su hijo, sin importar el sigilo con el que la mujer entrara o saliera. La octogenaria se santiguaba e invocaba a Dios y a su séquito de santos como si así lograra limpiar el doble pecado de la sangre de su sangre.

      El hecho no nubló su avaricia. Aún sería ella quien decidiera con quién se casaría su nieta. El indicado era Bernardo, otro de sus nietos, un pulcro joven criado en Veracruz que no pasaba de los dieciocho. Tenía la firme esperanza de que el matrimonio convirtiera en hombre al amanerado muchacho y acentuara la personalidad apocada de Josefina, lo único que le quedaba de su primer hijo. La anciana se limitaba a repetirle a su otro heredero: «Recuerda que de ella depende la descendencia de tu hermano, a quien Dios tenga en su santa gloria», dicho lo cual se persignaba tres veces con mano temblorosa. «Es mansa y noble —continuaba—, al menos tiene cualidades femeninas que la miserable de su madre no».

      Cuando Bernardo recibió la orden de Doña Margarita para casarse con Josefina, esa esquiva adolescente a la que había visto deambular por la cocina y los pasillos cuando iban a la ciudad, supo, apesadumbrado, que había poco que pudiera hacer para cambiar la decisión de su abuela. Consciente de los sacrificios que debía hacer para obedecerla, se obligó a ser cordial con Josefina.

      Un domingo por la mañana, poco antes de la boda fechada para diciembre, doña Margarita insistió en ir a la primera misa del día. Rehusó con violencia que cualquier criada fuera con ella y decidió recorrer el tramo de dos kilómetros a pie, cubierta sólo con un chal. Rosa despertó con el escándalo y, a pesar del rechazo, decidió acompañarla a cierta distancia. Un carromato que transportaba cerdos al mercado pasó a gran velocidad siguiendo el mismo rumbo. Debido a la escasez de luz en una de las dos farolas eléctricas de la calle y a la confusión de sonidos, bramidos, chillidos y gritos, nadie pudo distinguir lo que ocurrió en segundos: una de las mujeres fue pisoteada por los cuatro percherones desbocados.

      Los días que siguieron estuvieron saturados por la misma neblina que tomó el lugar del padre de Josefina, mas ahora era doblemente densa y oprimía su pecho. Sentía un ardor en los ojos que le impedía llorar. Sin emoción, se probó el vestido de bodas bordado con pedrería e hilos de oro, asistió a la ceremonia y, disfrazada con media sonrisa de porcelana, se presentó ante cientos de desconocidos que no paraban de adular a su abuela. Una cena ostentosa, fusión de la gastronomía mexicana con la europea, y tres copas de Chateau Margaux, sin importar lo amargo del nuevo sabor, le dieron el valor para irse a la cama con Bernardo a una de las habitaciones principales, pero él decidió dormir en el sillón de una pequeña sala de estar pues, al tocarla, las manos frías y sudorosas de la joven le habían indicado que ambos eran presa de la misma desazón.

      El matrimonio se consumó un año más tarde. Bernardo no se acercaba a su mujer debido a los viajes de negocios y las visitas obvias a los ayudantes en la Casa Chica, de la que salía reflejando el placer en la piel sudorosa y el cuerpo agotado hasta que su abuela le dio otra orden: debía engendrar al menos un hijo para asegurar la descendencia. Comprendía sus gustos peculiares, pero le aseguró que cada Tardan habían hecho esfuerzos execrables por mantener a flote el negocio, y no estaba dispuesta a retirarse aún.

      A fuerza de convivir, la inocencia de Josefina y la apatía de Bernardo fueron disminuyendo. Así surgió el afecto por ella, a quien comenzó a ver como a una hermana. Josefina, por su parte, aceptaba la vida a su lado. Finalmente, la pareja anunció el embarazo. Menuda y nerviosa, la joven no sabía cómo actuar y se dejó en manos de Narcisa y las criadas.

      Un sano niño rubio tranquilizó a la expectante familia. Josefina pensaba que, de estar viva, su madre habría elegido el nombre de la pálida criatura cuyo aroma le provocaba un deleite tal que cerraba los ojos durante instantes que consumían el día. El hechizo sólo se rompía con un llanto que ganaba intensidad o con la interrupción de alguna de las sirvientas, que le recordaba que debía alimentar al bebé, mecerlo, tranquilizarlo, sacarle el aire o revisar el pañal de tela. Cuando acariciaba el fino cabello dorado, imaginaba con deleite que era el pelo del conejo más suave.

      Transcurrieron semanas en aparente calma desde que la joven pareja cumplió con su deber biológico hasta que un miércoles de ceniza, durante la madrugada, Josefina despertó para amamantar a su bebé, mas éste no reaccionó. El rostro apacible y aún tibio la desconcertó; empezó a sacudirlo y a gritar, lo que alertó a Bernardo, quien le arrebató al bebé y notó cómo su cabeza se movía de un lado a otro sin resistencia. Salió de inmediato en busca de su abuela mientras Josefina no paraba de llorar hecha un ovillo junto a la cuna. Erraba en una vorágine interna que derivó en una confusión de la que le resultaría imposible salir.

      El doctor de cabecera determinó que el bebé sufrió muerte de cuna, tan súbita como desconcertante para la medicina y los primerizos padres. Explicó que la criatura había conservado el calor corporal gracias a las múltiples frazadas que lo cubrían, mismas que habían sido la causa de la muerte al impedir que llegara el oxígeno suficiente hasta las diminutas vías respiratorias.

      Antes de que la abuela comenzara a organizar el velorio del bebé, aún sin bautizar, y de que los padres y hermanos de Bernardo llegaran de Veracruz, Narcisa les recomendó viajar a Guanajuato para visitar a Romualdo García, un reconocido fotógrafo que retrataba «muertitos». Bernardo miró a Josefina, aferrada al pequeño difunto, y aceptó.

      Esa misma tarde viajaron en un White descapotable de vapor. Recorrieron la carretera México-Querétaro-San Luis Potosí, tomaron la desviación hacia Guanajuato y, más de seis horas después, llegaron con el cadáver del crío hasta la puerta de la calle Cantarranas número 84.

      El retratista, especializado en la fotografía de gabinete post mortem, no dejó de darles el pésame. Le pidió a Josefina que vistiera al bebé con algunas prendas que le proporcionó y se dispuso a tomar la fotografía. Les comentó que recibirían la tarjeta en la siguiente mensajería que partiera a la ciudad. El chofer recomendó buscar un sitio para pasar la noche, pero ambos se negaron. Sin tomar en cuenta el cansancio o la oscuridad y su pesadumbre, regresaron de nuevo a la carretera.

      Los días que siguieron al velorio, al entierro y al novenario dedicados

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