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colegir por las charlas que sostienen mi hija y su prima (en raye también), el prestigio de un analista parece medirse por el tiempo que puede permanecer callado, sumado al grado de enigma de sus escasas sentencias.

      Digamos que cuanto más incomprensible y mudo, mucho mejor.

      Claro que ambas mozas están en el look lacaniano y ha llegado entonces el momento de adentrarnos en el tema de las banderías; todo analizando, tengo la sensación de que lleva puesta su camiseta partidaria. Están los lacanianos, los freudianos ortodoxos, los bioenergéticos, los de “grupo” y así sucesivamente. Siempre en el estilo de mis investigaciones de campo (con la oreja pegada contra la puerta, que es el modo más efectivo de enterarme de todo), entiendo que los analizandos, aunque en privado defienden su escuela, cuando se entrecruzan mantienen una sacrosanta discreción no agresiva con los del bando contrario. Después de todo es lógico, porque un terapeuta se vive –creo- como mamá/papá respectivamente, y como dice la sabiduría popular “con Gardel y la vieja… nunca”.

      En síntesis: que con una analizanda en casa todos marchamos como sobre un campo minado de posibles traumas comprometedores, actos fallidos, embarazosas negociaciones y escandalosos episodios. ¡Juna gran flauta!

      ¡Y pensar que la rayada era ella!

      Con ese candor infernal que como madre llevo a cuestas, llegada cierta altura de la adolescencia de mi hijo varón (mala parte de mi buena entraña) me di a creer que ya no podía ocurrir nada peor.

      El joven no había demostrado hasta el momento ningún otro mérito que amar a Borges hasta la memoria y una ardiente admiración por los escritores rusos. Todo lo demás, era condenación y espanto. Al menos no usaba arito en la oreja por ser profundamente machista (cosa, a mi juicio, tan inconveniente como ser gay, con la única y cómoda ventaja de pertenecer a las mayorías). Pero nadie se esperaba lo que vendría después…

      Éranse esta madre, su esposo y un grupo de amigos, sentados en el bar cordobés “La Paz”, al sereno de la noche provinciana, mirando transcurrir apaciblemente la vida, cuando por mi lánguido costado del ojo vi cómo avanzaba hacia nosotros un ser monstruosamente pelado, mezcla de naranja mecánica y criminal de guerra nazi. Con discreción volví la vista a mi café, mientras reflexionaba acerca de por qué la escoria de los subtes de Manhattan había llegado a nuestra aldea. Y eso que (¡doble prodigio!) ni siquiera teníamos subtes…

      Mientras meditaba en la decadencia de Occidente y pensaba qué clase de madre habría tenido el espécimen que se acercaba, el codo del papastro se me clavó en las costillas: – ¡Saludá! – me gritó en un susurro (es la única persona que puede gritar susurrando).

      Alcé los ojos para saludar (¿a quién?) cuando vi que la bestia del Apocalipsis me sonreía alegremente, se paraba junto a la mesa y me decía:

      — ¡Hola, vieja!

      ¡Dios mío! ¡Era “él”! ¡Esa cosa deforme, mutilada, amenazante, era mi propio hijo! “¡Las sales!”, grité mentalmente, como habría hecho Madame Bovary. Pero las sales no existen más, y ella no tenía hijos pelados.

      Con el café luchando por salirse a la fuerza por mis orejas, atiné a musitarle un: –”En casa hablamos…”. El King Kong con alopecia diose por enterado y se esfumó, mientras yo terminaba de guardar las apariencias y peleaba por guardar el café en el estómago.

      Cuando finalmente pude salir del bar, recuerdo como entre sueños que el papastro me conminaba con argumentos del tipo: “no hagas drama, no lo vayas a agredir, calmate, no es para tanto”. ¡Claro, él no era la madre de ese chico pelado! Al llegar a casa, con absoluta lógica y demostrando la más clara inteligencia frente a la situación, me tiré en la cama, me tapé hasta la cabeza y me puse a llorar a los gritos.

      Desde la cocina se oían sordos ruidos de diálogo. Hasta parecía (si, “parecía”) que se estaban riendo. El papastro alternaba las carcajadas de la cocina con disparadas al dormitorio, donde me mezclaba consejos con ofertas de coramina.

      Transcurrido un tiempo prudencial, se produjo el encuentro cumbre. Yo ya había concluido que a mi hijo le había pasado “eso” porque:

      •No le di la teta cuando era bebé (claro que yo tenía hepatitis, aunque seguro que la hepatitis me había agarrado ex profeso para no darle la teta).

      •El pobrecito se había ligado una trompada a los once años (propinada por “mis propias” manos, una vez que se fue a jugar y olvidó volver a casa).

      •Jamás le festejé el Día del Niño por considerarla fiesta comercial.

      Y así seguí sumando culpas hasta convencerme de que la única responsable de esa mutilación pilosa era yo. De tal suerte que, cuando apareció en la pieza y por fin asomé la cabeza de abajo de las sábanas, lo primero que atiné a decir con la mayor ternura fue:

      —¡Pedazo de imbécil, qué te hiciste!

      A partir de ese instante y durante tres meses (tiempo que, por si les interesa, demora en crecer un pelo medianamente normal) desatose en el seno de mi hogar una de esas batallas solo superables por las de Beirut.

      En el acto se formaron bandos. A la izquierda de su pantalla, señores, se abroquelaba el desacatado, asistido en la ocasión por su hermana (que encuentra especial deleite en cualquier causa que me saque de quicio) y el papastro (que oscilaba entre un arbitraje decididamente tendencioso, a la lisa y llana toma de posiciones, a favor del pelado, of course). A la derecha de su pantalla, esta madre, sola su alma, pero con el apoyo moral del vecindario, la mayoría de la sociedad, la totalidad de las fuerzas de seguridad, el silencioso aliento de las represiones en general y un ataque de nervios que no cesó en noventa días de reloj.

      Veamos los argumentos de cada bando: los muy cretinos (quiero decir “ellos” pero como la historia la cuento yo, adjetivo como me parece) aducían:

      a.el artículo 18 de la Constitución Nacional.

      b.el libre derecho de hacer lo que les viniera en gana.

      c.apreciaciones del tipo estético, como que “pelado queda mucho más lindo”.

      d.como remate final, usaban mis propias argumentaciones a favor del pelo largo y en contra de la represión que, con toda imprudencia, escribí y firmé bajo la dictadura, para tildarme por último de “señora gorda, contradictoria y milica”.

      Por el bando de la gente normal (el mío), se sostenía que:

      a.el pelo en la cabeza estaba por algo (no me animaba a citar a Dios para no ser linchada).

      b.la falta de pelo indicaba también algo, a saber: prisión reciente, operación de cráneo o chifladura ingobernable.

      c.como todos convivimos juntos, resultaba tan ofensivo un pelado para la vista como un sucio para el olfato.

      d.“qué va a decir tu abuela si te ve” (forma de enmascarar el “qué van a decir de mí”).

      Mis argumentos –sangro aún al recordarlo– le causaban tanta impresión como la cotización de la albahaca. Peor aún: durante los primeros siete días, la hermana lo afeitaba todas las noches en abierto desafío a mis soponcios y amenazas.

      Para poner fin a tanto escarnio me acorde de Marx y Rockefeller y, aunque no he leído a ninguno de los dos, creo que ambos hacían pasar todo por la cuestión del dinero. Así fue como me adherí a la vieja máxima: “si no puedes con tu enemigo… ¡sobórnalo!”. Durante un mes consecutivo la bestia era premiada cada fin de semana con unos dracmas si no se afeitaba y así, lenta y corruptamente, comenzó a crecerle el pelo.

      De todo el episodio han quedado algunas fotos donde el joven posa como un prisionero de San Quintín y una saga de bromas familiares.

      Personalmente, pude sufrir en carne casi

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