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que ir a la escuela o decidir su suicidio y nosotras recomendaremos invariablemente “ponete el saquito”.

      Dentro del ancho mar de mis falencias debo admitir también que desconozco por completo la forma de ejercer la más mínima autoridad.

      Peor aún, durante mucho tiempo creí que eso era una más de mis virtudes, habida cuenta que odio tanto mandar como que manden. Sin embargo, parece ser que una madre “debe” ser autoritaria. Cuando la pedagogía me lo informó y quise enmendar tan grave error, todo fue inútil. Nunca sabré si porque la niña ya se había vuelto demasiado grande o yo demasiado vieja, pero me he roto el alma al cuete. Grito, me desmeleno, tiro zapatillazos, pongo cara de que sufro mucho, pongo ojos de que he llorado mucho (¡soy una farsante!) y lo más que recibo es un irónico “ma sí, vieja, no te mandés la parte”.

      Por su lado, la pequeña bestezuela me acusa de los siguientes cargos: a) haberme casado con su padre; b) haberme divorciado de su padre; c) haber hecho todo lo anterior demasiado temprano y demasiado tarde respectivamente; d) haberla desalentado en sus intentos de estudiar: canto, cerámica, japonés y artes marciales; e) ser demasiado joven; f) ser demasiado vieja; g) ser pobre; h) usar rimel, descreer de la macrobiótica, tener la nariz grande y tratar de “usted” a sus amigos; i) haberla hecho con pies planos (¡vive Dios, con el apuro que una tiene en esos trances, como para andar fijándose en los pies!).

      Releyendo esta errática enumeración de mis culpas, descubro que sólo no estoy acusada de “lesa respiración”. Y como comprenderán no puedo hacerme cargo de semejantes infamias.

      Al comienzo no pasa nada demasiado notable, salvo un particular silencio Zen, ese silencio de los que han alcanzado la sabiduría y callan, o están en duda y piensan. Debo reconocer que mi hija callada es un espectáculo desconcertante, pero como tiene por costumbre discutirme hasta la hora en que vino al mundo, un no sé qué de alivio se había instalado en nuestro hogar. Duró poco.

      Un buen día, durante el almuerzo, con la misma inocencia de Drácula relojeando una yugular, lanzó sobre el mantel la siguiente granada: “Mamá, ¿te acordás de la pelea que tuviste con papá cuando yo tenía cuatro años?”. El raviol que estaba comiendo se me incrustó en el ojo por el lado de adentro, tosí para desprenderlo y el queso rallado me salió por las orejas, rebuzné y la glándula pineal se me dilató. Es hora de aclarar, para mejor comprensión de la audiencia, que hace años que no veo a su papá y que sólo lo evoco en mis pesadillas. Cabe puntualizar también que asocio mi primer matrimonio a la guerra de los Cien Años, con un toque a lo Vietnam.

      ¿Cómo hacer entonces para recordar “esa” pelea de los cuatro años?

      Lo intento y lo intento, después de todo una quiere contribuir al éxito de la terapia, pero el esfuerzo es inútil. Mi hija me observa debatirme en la amnesia, sacude la cabeza y muy despectivamente sentencia “sos una negadora”. Me revuelvo indignada –¿Negadora yo? ¡Tu abuela! ¿Qué será ser una negadora?

      Me miro al espejo para ver si algo en mi rostro delata semejante calamidad, pero sólo encuentro mi habitual cara de vaca ruluda. En fin, que la discusión pasa, pero mis genes de vaca obstinada se empecinan en el tema “tengo que recordar”.

      ¿Conocen algo más deprimente que recordar las peleas que una mantuvo con un ex marido, salvo las que se mantienen con el actual? ¿Saben la clase de úlcera a la que una se expone por intentarlo? En síntesis, tres días después tengo ojeras hasta el ombligo mientras la analizanda, quien sin duda ha tomado por otros rumbos en su terapia, luce fresca como una lechuga. ¡Aschiscorrnia maledeta!

      Como queda en claro soy una casada reincidente de las que creen que el primer matrimonio es para padecer y el segundo para disfrutar. Y, además de creerlo, hasta me sale bien (toco madera).

      Sin embargo, como sucede en las mejores familias, aun en nuestra idílica paz irrumpen unos bolonquis de novela. Por cualquier motivo, siempre tan nimios como estruendosos, la trifulca se arma y se desarma sin mayores consecuencias. Pues bien, en la era “pre terapia”, ante el menor signo de jaleo mi hija se encerraba en la pieza (con la oreja bien puesta contra la pared, como corresponde), para surgir de allí cuando todo había terminado e incriminar con una silenciosa pero elocuente mirada a su papastro. Es decir, la criatura se mostraba adecuadamente solidaria con su madre, pertinentemente discreta y sobre todo, absolutamente incondicional a una causa que vagamente había rotulado “libertad a las mujeres oprimidas” (causa en la que me incluye y se incluye por las dudas). Era realmente cómodo y estábamos todos felices hasta que la terapia perturbó nuestra dicha. En la actualidad, en cuanto la renacuajo percibe la menor posibilidad de gresca, corre con su tejido a instalarse entre nosotros (desde hace varios años está tejiendo un presunto pulóver de color también presuntamente gris, mera engañifa para no lavar los platos). Cuando la tormenta ha pasado, se relame con una sonrisa gatuna, sacude la melena, pifia otro punto de su tejido y murmura sentenciosa: “¡Qué episodio te mandaste, vieja!”. Episodio ¿yo?, ¡por las barbas del profeta! ¿Qué se ha hecho de esa solidaridad incondicional? ¿Dónde fue a dar aquella reconfortante mirada que clamaba “estoy con vos para siempre y contra todos”? Es que acaso, una, que se ha esforzado en brindar a la hinchada su mejor versión de “pobre mujer dominada por un sátrapa”, no merece al menos las congratulaciones de su propia ¿hija? Pues al parecer no, no las merezco. Y en una de esas… no, ¿me las mereceré?… quién sabe… ¡me cache en la terapia!

      Como se habrá visto, no tengo mayores reparos en reconocer que como madre debo provenir de una mesa de saldos y retazos. Pero de allí a que una terapeuta conozca todos los detalles de nuestra vida privada, media la misma distancia que va entre reconocer que uno se baña a invitar al consorcio a que venga a presenciar la ducha. Sin embargo, cuando una terapia comienza una siente que una persona extraña e invisible se ha instalado en la casa, comparte nuestra mesa y se inmiscuye hasta en nuestras más íntimas intimidades. Inevitablemente entro entonces en una manía persecutoria del tipo “qué pensará esa persona de nosotros” o más precisamente “que pensará de mí” (me importo una barbaridad). ¿Le contará, por ejemplo, la renacuaja analizanda que viene a ser mi hija, que cuando su hermano me lleva a las seis de la mañana la libreta para que se la firme, le revoleo una chancleta por la cabeza? Para mí que se lo cuenta. Pero, ¿le aclarará que le tiro el chancletazo porque el muy truhán se aprovecha de esa impropia hora de la madrugada para contrabandearme amonestaciones y aplazos? Más aún, ¿tendrá la gentileza de explicarle, a fin de mejorar mi imagen, que en la perra vida le he acertado con un chancletazo en el mate? No, seguro que “eso” no se lo cuenta; segurísimo que la deja con la idea de que todos los días del año levanto a mis hijos a las patadas, los incrusto contra las paredes, o les arranco las uñas con las tijeras.

      Otro si digo. Analicemos un día típico que culminará en un exabrupto que deja por el piso mi imagen materna. Por ejemplo: tengo que entregar tres notas para antes de ayer y he esperado, como de costumbre, el último minuto de hoy; me chorrea el techo del baño (gentileza de la vecina de arriba a quien se le pinchó un caño); pesa sobre mi conciencia, cual el fantasma del padre del joven Hamlet, una tonelada de ropa para lavar; las ideas parecen haber huido en patota de los alrededores de mi máquina de escribir. En medio de ese panorama, la bestia menor prende el equipo a todo trapo y, para rematarme, llega un vendedor de bolsitas de nylon o abuelos en desuso (la gente, hoy en día, anda vendiendo cualquier cosa). Así arribamos al trágico momento en que, en medio de ese maremágnum, la infrascripta interrumpe mi tecleo para vociferar que ni piensa lavar los platos porque le toca al hermano y se descuelga con una proclama feminista.

      ¡Oh, Dios! ¡Con qué fantástico alivio la mandaba al recuerno antes que la pasajera invisible se instalara entre nosotros!

      ¡Cuán feliz me sentía cuando no llevaba a una terapeuta espiándome sobre el hombro izquierdo! Porque, ¿qué pensara ella de mí, si la mando saludablemente al carajo?

      Con el correr de los meses he observado también

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