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trauma, si una madre tiene por costumbre llevar alzado a su nene de once años es una “sobre protectora”, dilema que con el correr de los años lleva a la criatura derechito a un analista. Como ven, alzarlos los traumatiza; y para colmo, después el analista ni siquiera nos deja entrar para escuchar cómo andan. ¿Habrá entonces que dejarlos aullar hasta que queden cianóticos? Pues no, que el gusanito nos recordará como una madre abandónica e igual terminará en el analista sacándonos el cuero.

      La lógica diría entonces que hay que alzarlos cuando “realmente” lo necesiten. Pero, ¿cómo sabe una cuándo “realmente” nos necesita un ser que usa el mismo berrido para comunicar que tiene hambre, tristeza existencial, sarampión o aburrimiento?

      La respuesta, seguro que la tienen los pedagogos que, por supuesto, son “padres”.

      Con solo esperar algunos años, los bebitos pasan de la categoría de babosas implumes a la de bípedos parlantes. Es decir, de bebitos a niñitos. Las madres, con esa connatural insensatez que nos colma, seguimos haciéndonos pis por ellos; pero viendo la cuestión con cierta objetividad es difícil explicar por qué.

      Es cierto que los niñitos no se hacen pis encima, pero, paralelamente, su mayor autonomía de vuelo los hace más efectivos en sus actividades. Y las actividades de una criatura oscilan siempre entre lo autodestructivo y lo meramente destructivo. De más está decir que las madres prestan más atención a lo primero que a lo segundo. Verbigracia, se preocupan un horror para que los niños no metan los dedos en los enchufes o se tiren por el balcón jugando a Batman, mientras muestran un singular desgano si los querubes intentan electrocutar a un vecino o empujan por las escaleras a la ancianita del quinto. De este modo, los bebés, al ascender a la categoría de niños, se transforman en un grave peligro social, en unos inadaptados talle dos, que gozan de ventajas por el solo hecho de ser enanos.

      Nadie me podrá explicar jamás por qué un señor que roba un banco va a la cárcel, mientras un niño que afana una figurita sale indemne, cuando, como es claro para cualquier lógica que no sea la materna, una criaturita no asalta un banco simplemente porque no puede. De cualquier forma, como toda sociedad tiene sus formas de defensa, igual van al reformatorio, perdón, quise escribir la escuela.

      Volviendo al tema de las madres, quienes ya han cometido sus destrozos durante la lactancia siguen luego esparciendo estropicios en el nuevo período. Los niñitos tienen por costumbre aprender a hablar y, de natural imprudente, pretenden que la madre les explique en semanas lo que ellos nos preguntaron durante años y su progenitura no aprendió en toda su vida.

      Se abre entonces un período donde cualquier palabra materna es condena y todo silencio es cruz. Hay preguntas a las que una no sabe qué contestar (“mami, ¿por qué vivimos?”), hay otras que no sabemos cómo contestar (“mami, ¿por qué ayer a la noche escuché que papá tenía como tos?”), y hay otras que una no desearía contestar (“mami, ¿por qué no puedo decirle a la tía que tiene bigotes si vos decís que tiene bigotes?”).

      Nuestros mayores, que a mi juicio eran muy sabios, tenían por costumbre no contestar nada, y los niños de antaño, la prudencia condigna de no preguntarles. Esta costumbre, altamente saludable en su exterior, pareciera que no fue igualmente óptima en su interior. Según la opinión de las nuevas generaciones, de esos abuelos salieron padres castrados y castradores, bastante adeptos a toda forma totalitaria.

      A mí me parece que no es para tanto, pero la tesis es difícil de desmentir con un libro de historia argentina al frente.

      De cualquier forma, los niñitos de ahora preguntan sobre sexo, política, informática, cohetería espacial, anche “cunnilingus”. Todos temas en que las madres tocan de oído directamente no saben un cuis. Tartamudear es quedar como idiotas y debilitar por ende la imagen materna; contestar macanas es una alternativa a corto plazo; no contestar entra en la categoría de pecado mortal, que no sé qué daño psicológico puede hacerles, pero seguro que terminan fascistas.

      El único consuelo nítido de la maternidad frente a la adolescencia es pensar que apretarse un dedo con la puerta es mucho peor. Un adolescente es algo así como un niño que se ha vuelto loco, y como ya hemos visto, un niño en sí mismo es poco recomendable. Junto con el acné llega un feroz ajuste de cuentas que tiene cierta similitud con la deuda externa: todos sabemos que la debemos y nadie entiende cómo la contrajimos.

      Siguiendo con este ejemplo, no del todo feliz, intentar una negociación decorosa –vale decir aceptar uno que otro error, pero defendiendo la soberanía nacional– es suicidarnos.

      Las huestes del rock pesado no necesitan de ningún reconocimiento de nuestros errores para endilgarnos la muerte de John Lennon, la Guerra de las Malvinas, sus propios fracasos sentimentales y los desastres ecológicos.

      Se ponen tan rebeldes, que James Dean les pediría un autógrafo. Así, retumban al igual los portazos y el equipo de audio, se fregan en los horarios, transgreden los permisos, se apoderan del baño, contestan a sus profesores, y uno puede leerles en su mirada una profunda nostalgia por Nerón (el Nerón de las buenas épocas, cuando mató a su madre y la dejó con la tripa al viento).

      Pero veamos las opciones: en esta etapa, francamente desdichada en los destinos maternos, ya hemos dicho que aceptar culpas es nefasto; ni qué decir hay, que con tanta pedagogía desplegada es imposible echárselas a ellos. Un silencio caricúlico “interrumpe-el-diálogo-imprescindible-en-la-adolescencia”. (Así dicen, aunque siempre me resultó difícil dialogar con un equipo de música, o una puerta rotundamente cerrada en las narices).

      Según los expertos, un adolescente necesita “autoridad, comprensión y ternura”. Consejo absolutamente conmovedor, tan fácil de llevar a cabo como atarle los ruleros a King Kong con un ataque de hidrofobia.

      De tal suerte, mientras una observa con estupor a estos seres que se han vuelto extraños y circulan por la casa con un espejo apretándose un barrito, o que arrastran su corazón de pieza en pieza sollozando una pena, una se pregunta si se puede hacer mucho más que poner luego el espejo en su sitio y recoger los pañuelos empapados de amor.

      …Tal vez, tal vez se pueda… pero nadie ha dicho cómo.

      ¡Cosa embromada ser madre! Mucho mejor es ser tía…

      Cuando alguien termine por develar qué somos las mujeres, descubrirá que parte de nosotras responde a una “ciruja romanticona”. Somos una suerte de basureras calificadas, obsesivas acumuladoras de boletos del año de ñaupa y de manojos de pelos. Todo, en nombre de esa vaga melancolía que una acrecienta para el futuro, y que suele llamarse “recuerdo”.

      Como la cuestión es innata, comenzamos la carrera de “junta-recuerdos” desde la edad más precoz. En alguna caja de zapatos que sobrevive a mudanzas y olvidos, se amontonan la primera cartita de amor, donde el gordito de la segunda fila nos escribió “me gustás”, y una florcita seca.

      Poco importa que ya no recordemos el nombre del gordito, ni mucho menos qué significaba la flor.

      Así, año tras año, se acumulan los recuerdos de “esa tarde, seguro inolvidable y ya olvidada”; hasta que un día nos casamos y en nombre de una equívoca fidelidad quemamos todo y comenzamos otra etapa.

      Esta etapa generalmente se llama: “niños”.

      Las mamás de hoy guardan ecografías de sus bebés cual si fueran fotografías. Las madres antiguas nos teníamos que remitir a cosas concretas: primero, el moisés (cosido por nuestras propias manos o las de alguna tía hacendosa) del que jurábamos que jamás nos desprenderíamos. De más está decir que en cuanto la criaturita pasaba del moisés a la cuna, ese artefacto comenzaba a hinchar por toda la casa, hasta que alguna cuñada nos lo pedía prestado y se perdía para siempre en una larga cadena de natalicios.

      Sin embargo, aún nos quedaban preciosos objetos para alimentar nuestros recuerdos. De puro

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