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siempre y no hay felicidad completa. La bestia, en su egoísmo, no podía aceptar esta situación y se despertó y rugió como nunca lo había hecho, un fatídico viernes 9 de marzo de 2001, a escasos 13 meses de cumplirse el tiempo para la prescripción de la condena, luego de haber convivido con ella por más de 10 años.

      El relato que sigue empieza el 9 de marzo de 2001 a las 6:00 p.m. y termina el viernes 12 de octubre del mismo año, a las 5:30 p.m., cuando el Juzgado Segundo de Descongestión de Penas de Seguridad, me otorgó el beneficio de la Casa por Cárcel, para terminar de pagar allí mi condena y da cuenta de mi experiencia en prisión durante 7 meses y cuatro días, tiempo físico que pagué por la sentencia injusta de 49 meses, por un delito que no cometí, en el que no participé, cometido en las cajillas de seguridad del Banco de Bogotá de la avenida 19 con carrera séptima, en Bogotá, ocurrido entre el 21 y el 26 de diciembre de 1990. Aquí está.

       CAPÍTULO I

      Marzo 9 de 2001 9:15 p.m.

      Las primeras horas

      Escribo para no ahogarme, para espantar el terror y los fantasmas que me atormentan. Escribo para no morir, para sentir que aún vivo y que solo se trata de una pesadilla de la que pronto despertaré. Escribo porque es mi único medio de escape, de trascender y atravesar estas cuatro paredes que me asfixian y sentir que aún estoy afuera.

      Escribo porque se me retuerce el estómago en espasmos horribles, porque siento que mi cabeza de repente va a estallar en mil pedazos y mi cerebro va a quedar esparcido en pedacitos por el techo y las paredes de esta espantosa celda. Escribo por inercia, ¿Qué más puedo hacer? Escribo para no gritar mi desespero, mi angustia, mi abandono. Escribo como medio de defensa de un monstruo que me aprieta y asfixia, cual anaconda asesina.

      Escribo para recordar a mi familia, quisiera estar a su lado, abrazado a ellos y nunca, nunca soltarlos. Escribo para calentar mi mano, mi alma, que se congelan en esta caverna inmunda de 3 x 3, para que los demonios que tengo al frente, uno de bigote rancio y dientes mugrientos y el otro de cabeza gigante y risa pendeja, no se me acerquen ni me hablen y me expelan su aliento fétido, de cigarrillo y marihuana. Para que crean que estoy muy ocupado y no se les ocurra interrumpirme.

      Escribo porque sé escribir, porque aprendí las vocales y las consonantes en mi escuela de primaria, la Francisco Arango, al lado de la profe Lucía, que aunque parecía un simio científico, era dulce como una naranja pequeña.

      Escribo porque tengo miedo, como nunca antes. Para despertar pronto, para que esta película de terror reproduzca “fin”, para calmarme, drogarme, emborracharme.

      Escribo porque no sé qué más hacer, ¡HIJUEPUTAAA!

       CAPÍTULO II

      Hace apenas un par de horas, sobre las 6:15 p.m., María, una agente de la policía, me pidió la cédula en la Terminal de Transportes de Bogotá, hoy, en el día de los no hombres decretado por el alcalde Mockus, cuando me disponía a comprar el pasaje para Villavicencio. Se la entregué tranquilamente, confiado, como en tantos retenes que había pasado sin contratiempos. Sin embargo, en esta oportunidad María, se abrió la cremallera de su chaqueta verde oliva y sacó un radioteléfono. Ver el aparato, como una gran panela negra con antena, me produjo una punzada en el estómago.

      –Central, central, para reportar un número

      –qqqqq Aquí central, siga.

      –1 7 3 4 1 7 9 1 –leyó despacio– siga.

      – qqqq ya verifico.

      Hubo un silencio atronador de 10 segundos. María me vio y sonrió.

      –qqqqq cinco, cinco… tenemos un QRT.

      –Me confirma central –dijo María.

      –qqqqq confirmo, tenemos un QRT.

      Empecé a temblar, se me aceleró el corazón.

      –Necesito que me acompañe a la Estación, señor

      –¿Pasó algo? –mi voz sonó tranquila.

      –Al parecer tiene usted un pedido. Pero no se afane, puede ser un homónimo. Pasa con frecuencia.

      Me acuerdo de Dios y lo invoco, le suplico que me rescate de esta situación. Es lo único que se me ocurre. Imaginé a mi familia esperándome para ir a comer y celebrar el día de la mujer, como lo había prometido 15 minutos antes por teléfono. No llegaré. Me empiezan a pulular las preguntas, comunes en estas situaciones: ¿qué pasó? ¿Por qué ahora que todo marchaba bien? ¿Qué cuenta de cobro se me está pasando?

      Me empiezo a calmar, pero sé que vendrán malos tiempos. Quiero escribir, escribir y escribir para estar a salvo de pensar. La escritura me rescata, me mantiene a salvo, me desconecta de esta realidad asquerosa. Quiero pensar en mi familia para calmarme.

      Caminé con María hasta la Estación 22, a un costado de La Terminal; allí me dejó con otros policías, que me miraron con displicencia. Otro potencial delincuente, pensarían, como todos los que llegan. Me quedé parado sin saber que hacer hasta que un policía que estaba frente a un computador con mi cédula en la mano, me dijo:

      –¿Usted es Roberto Sanabria?

      –Sí, dije.

      –Pues hermano, acá le aparece una boleta de captura por hurto agravado y calificado. ¿Sabe de qué se trata?

      No supe que responder, estaba en blanco. Un capitán malacaroso me repitió la pregunta con sorna. Respondí que sí, que sabía. Pero no era yo el que respondía.

      –¡Ah bueno, me gusta que se acuerde de las cosas! –dijo en el mismo tono.

      Llamó a una agente y le ordenó que tomara mis datos. La agente, amable, me los tomó en un “formato de captura” que diligenció en una máquina de escribir. En el mismo, me tomó la huella del índice derecho. Me leyó mis derechos que oyó el que soñaba, no yo. Posteriormente me dijo que conforme a la ley tenía derecho a hacer una llamada. ¿A quién llamaría? No sería a mi madre que estaba en Villavicencio, que además de desesperarse no podría hacer mucho. ¡A mi tío Humberto, el gordo! Marqué. No estaba. Que se encontraba donde la sobrina, me dijo Rosi la empleada y no tenía el número. ¿A quién más? Juancho, mi amigo y compañero del Cinep, había viajado a Cali esa tarde. ¡A mi Magaga Ana! Marqué a su casa y don Luis, su padre, me dijo que no estaba, que se encontraba en su taller de escultura y me dio el número. Marqué por tercera vez, con temor de agotar la paciencia y comprensión de la guardia. Me contestó mi Magaga. Le comenté rápidamente la situación y le pedí que me trajera una cobija pues la cosa iba para largo. Ella se sorprendió, pues no sabía nada, pero inmediatamente me dijo que claro, que iría, que iba a buscar un abogado para que la acompañara.

      –Magago, tranquilo, estoy contigo –me dijo antes de colgar.

      Hecho el protocolo de papeles, la agente me dijo, siéntese y espere un momento. En la Estación entran y salen policías, suenan radios; los agentes se dan órdenes entre ellos. Mi desconcierto se mantiene; siento estar en un lugar que no me corresponde. Al rato vino un agente y me dijo, vamos hermano, tengo que guardarlo, aquí no se puede quedar. Me invadió el pánico y le pregunté que con quien iba a estar, si eran personas peligrosas con las que iba a compartir el calabozo. Fresco que son manes que están allí por “terrorismo lácteo”, dijo y se echó a reír junto con dos policías. No entendí esa definición y mi angustia creció.

      El policía me llevó hasta el calabozo, detrás de las oficinas. Eran dos, pegados y muy pequeños. Abrió la puerta del primero y entramos. El corazón se me quería salir cuando vi las caras de los dos tipos que estaban adentro, uno acostado en una losa de cemento y el otro sentado.

      Ahora los veo. Édgar, un cincuentón, tiene cara de diablo viejo y pocos dientes, come tranquilo, reposado;

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