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todo un día, haciéndole preguntas a ella y a mi hermana, indagando por mis costumbres de gasto y propiedades a la fecha; la fiscal, que pensaba encontrar una casa grande supongo, en un mejor barrio, se decepcionaría al encontrar que mis propiedades se reducían a mi ropa, una cama sencilla y unos cuantos libros, donados por mi tío Humberto. “Mijito, esa señora no se cansaba de preguntar, con su hermana estábamos muy asustadas, pues llegó de repente una mañana, sin avisar, con un señor y una máquina de escribir, y eso escribía hasta los tosidos de uno”, me dijo.

      No volví a saber de la fiscal. Con el abogado hablaba por teléfono cada semana, pues para ese momento, la fiscal dejó de recoger información y la pasó al juez para su valoración. “Ahora estamos en las manos del juez, a esperar”, me dijo el abogado a finales de diciembre de 1991. En ese momento yo pensaba que los honorarios habían sido justos y que mi defensa, relativamente fácil, estaba en buenas manos. Lejos estaba de imaginar lo que se cocinaba en mi contra.

      En abril de 1992, me llamó la esposa del abogado y me la soltó: “Roberto, sucedió lo que no queríamos, el juez le expidió orden de captura”. Quedé mudo. La Modelo, fue lo primero que pensé. Un escalofrío me atravesó todo. “Con mi esposo creemos que lo mejor es que se vaya de la ciudad por un tiempo, tal vez dos o tres meses, mientras el DAS lo busca para detenerlo; van a ir a su casa, a la universidad, al trabajo, pues tienen la orden de detenerlo y ponerlo preso, mientras el juez estudia el caso y toma una decisión, y eso puede durar mucho tiempo”. En aquellos años, el procedimiento establecido en el código penal, mandaba que si una persona era sospechosa de un delito, el juez podía ponerlo preso, mientras estudiaba las pruebas aportadas por la fiscal, y otra información aportada por la parte demandante, en este caso el Banco de Bogotá, y tomaba su decisión de declararlo culpable o inocente.

      En las cárceles había muchos sindicados de haber cometido o participado en un delito, esperando la decisión del juez y, como había pocos jueces y muchos casos, los tiempos de las decisiones eran largos. Muchos podían durar tres, cuatro, hasta cinco años, esperando la sentencia: inocente o culpable. En la espera, algunos sindicados fueron heridos o asesinados por otros presos, por defenderse o en enfrentamientos que se daban entre grupos en disputa por el control de los patios de las cárceles.

      Estuve de acuerdo en irme, no iba a exponerme a uno o dos años en La Modelo, poniendo en riesgo mi vida, sabiendo que no era culpable. Maldije mi situación, pues no era fácil: dejar la universidad (cursaba octavo semestre), el trabajo en el que las cosas iban bien y, sobre todo, dejar de tener contacto con mi familia, que no debía saber mi ubicación, pues a través de ellos, el DAS podía llegar a mí y capturarme.

      Mi amigo de la universidad, Oliverio Ortega, con quien había estrechado fuertes vínculos afectivos, y a la postre uno de mis ángeles de la guarda, me ayudó a esconderme en El Espinal, To-lima, su pueblo natal, donde vivía parte de su familia. Llegué a finales de abril de 1992, luego de una despedida clandestina con mi familia, pasada por lágrimas, y con un nombre falso: Andrés Camargo; Andrés porque siempre me gustó ese nombre y Camargo, en honor a Jairo Camargo, uno de mis actores favoritos.

      En la oficina tuve que inventar un cuento chino, una calamidad familiar que me obligaba a viajar por un tiempo no definido al Vichada; en la universidad, Oliverio se encargaría de contar la verdad a mi grupo de estudio, cercanos y de confianza; a los otros les diría que estaba enfermo e incapacitado. También hablaría con los profesores y les explicaría la situación para buscar que me colaboraran, permitiéndome presentar los parciales a distancia y yo me pondría al día con los contenidos de las clases a través de Oliverio. Tal era mi preocupación con la Universidad, para no perder el semestre.

      En El Espinal estuve mes y medio aproximadamente, unos días maldiciendo mi injusta situación, otros simplemente llevando la vida que tenía que llevar en ese momento particular de mi existencia, hasta que decidí volver a Bogotá, bajo mi riesgo. El abogado no estuvo de acuerdo, pero insistí: no quería perder el semestre. Ese año, 1992, fue el de la hora Gaviria, cuando el reloj se adelantó una hora en todo el país, para paliar el racionamiento de energía. Hubo cortes de energía hasta de 6 horas, que se distribuían por los diferentes sectores de las ciudades. Por suerte, la Universidad quedaba a oscuras desde las 4:00 hasta las 10:00 p.m. y no tenía planta propia. Las directivas suspendieron el semestre nocturno por un mes, mientras importaban una planta que soportara la demanda de energía eléctrica nocturna. Ese mes fue todo mayo de 1992. Las clases se retomaron iniciando junio, y yo volví a mitad de ese mes.

      Me instalé en una residencia estudiantil, en el barrio Palermo. Seguía siendo Andrés Camargo, solo de nombre, pues nunca saqué papeles falsos (una “chapa”, como se dice en el bajo mundo), justamente porque si por alguna razón me detenían y me hallaban papeles falsos, esto sería una prueba contundente en mi contra, y se alegaría que huía de la justicia con papeles falsos. Cuando salía, usaba cachucha, gafas y me dejé el bigote por unos dos meses. Así pude terminar satisfactoriamente mi octavo semestre.

      Como vivía cerca de la parroquia de Santa Teresita, mi fe se incrementó y empecé a hablar con un estudiante de Teología, aspirante a sacerdote en la Orden de Carmelitas Descalzos (OCD), David Arcila, otro ángel guardián. Me infundía fortaleza y, al ver mi difícil situación económica, me dio trabajo como secretario en la Revista Vida Espiritual, que él administraba; la revista era editada por la OCD y se distribuía en varios países. Esos meses (tal vez 7, entre agosto de 1992 y febrero de 1993), fueron los más tranquilos y espirituales de esos años tormentosos.

      Debo decir que iniciando 1993, y luego del trabajo en la Revista, me fui tranquilizando con mi problema. Hablaba muy ocasionalmente con el abogado, para preguntarle si sabía algo del proceso, y su respuesta era siempre la misma: “hay que esperar”. Empecé a pensar que ya no me buscarían, y que mi vida volvería a ser normal, sin estar prevenido, mirando con desconfianza a la gente que me observaba más de lo normal, y sin palidecer y sudar frío cada vez que veía una patrulla de la Policía.

      En abril de 1993, empecé a trabajar con una empresa que comercializaba equipos de limpieza para el hogar, importados y muy costosos. Como hacía bien las demostraciones del equipo en las casas de los posibles compradores (de estrato 5 y 6 o con buen poder adquisitivo), me nombraron capacitador de los vendedores nuevos y eventualmente también vendía. Ganaba para mi sustento y la universidad. Allí estuve hasta fin de año. Terminé el undécimo semestre, y con él, las materias y el trabajo de grado, y quedé listo para graduarme al año siguiente. Lo había logrado, había terminado mi carrera con esfuerzo y dedicación. Ese diciembre, estuve feliz con mi familia, ahora sí, en el Vichada, y el problema aquel del Banco se diluía cada vez más, como un barco que se aleja lento pero seguro y se interna mar adentro.

       Lo primero que llega son las malas noticias

      En marzo de 1994, tuve mi primer trabajo como profesional. Una mujer Tamareña, Luz Marina González, que había sido intendente de Casanare, me dio la oportunidad de trabajar con ella como su asistente en la Corporación Llanos de Colombia, que funcionaba en una casa en la carrera 10 con calle 68, al norte de Bogotá. La corporación se dedicada a apoyar la gestión y el seguimiento a proyectos de importancia para el Meta y Casanare, como la veeduría de las obras que en ese año se adelantaban, en tres tramos, para mejorar la infraestructura y disminuir el tiempo de recorrido en la vía Bogotá – Villavicencio. En Casanare, seguimiento a obras como el aeropuerto de Villanueva, e informes de avance de los diferentes tramos de la carretera alterna al Llano, que pasa por Boyacá, Casanare y llega al Meta.

      Luz Marina fue mi primera maestra a nivel profesional, me enseñó a leer entre líneas, me destrozó mis primeros escritos de análisis regional (me dejaba algunos renglones. Los demás, tres o cuatro hojas, los rayaba con rojo y hacía muchas aclaraciones y preguntas al margen; parecía un examen reprobado de un mal estudiante) y me exigía que lo volviera a escribir, hasta que fuera sensato, con información veraz y pertinente. Nada de estupideces o cifras mal dadas. A veces, algo de lambonería, según el público. Una buena maestra, sin duda.

      En abril de 1994 recibí mi título de Administrador de Empresas y allí estaba yo, aprendiendo mucho de mi tierra. La vida me sonreía, cuando en junio tal vez, recibí una llamada.

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