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      – El juez ya decidió

      – ¿yyyy?

      Hubo un silencio.

      – Lo condenaron Roberto.

      ¡La Modelo! Esta vez el silencio fue mío.

      – La sentencia es a 52 meses –continuó.

      ¡52 meses! Hice cuentas mentalmente. Más de cuatro años. ¡Hijueputas! Pensé.

      – ¿Cuándo salió, doctor?

      – La semana pasada

      – Ahhhhh… ¿y qué se debe hacer doctor?

      – Apelar, por supuesto.

      Apelar. Yo no quería saber nada de ese maldito proceso y cuando sentía que me alejaba de él, volvía a alcanzarme.

      – ¿Y qué debo hacer entonces, doctor?

      – Reunirnos para elaborar el documento de apelación al Tribunal

      – Bien.

      Asistí a la reunión completamente desanimado. Luego de un día completo, en el cual se volvieron a revisar los hechos, los argumentos, las pruebas en contra, las pruebas a favor, los artículos que me podían favorecer, quedó lista la apelación.

      – Ahora tiene que redoblar su seguridad, Roberto. Es muy posible que esta decisión reactive la boleta de captura en su contra, así que tenga cuidado a donde vaya, trate de no salir mucho, solo lo estrictamente necesario, ¡no dé papaya!

      No dar papaya. Sí. Seguí las instrucciones y volví a tener paranoia los dos meses siguientes. Luego me fui calmando. Terminó 1994 sin mayores novedades del proceso.

      Continué en 1995 en la Corporación, pero con nueva jefe, Esperanza Serrano, quien asumió la dirección ejecutiva, pues Luz Marina González, salió elegida como Diputada al Casanare y se radicó allí. La dinámica de la Corporación y mis clases de música y guitarra en la noche, que tomaba desde el año anterior en la Academia Luis A Calvo, me volvieron a absorber y a pensar que ese lio jurídico podía ser una pesadilla, un mal sueño.

      Pero no fue así. La bestia se rehusaba a dejarme. Hacia junio de 1995, recibí otra llamada.

      – ¿Roberto?

      – ¿Siiiii?

      – Hola, con Luis.

      Ese nombre era una invocación directa de Lucifer, del maligno, el mismo averno, que venía a aguarme la fiesta.

      – Doctor ¿hay noticias? Espero que sean positivas…

      – Lamentablemente no son buenas, Roberto

      – Ah vaina… ¿y entonces que decidió el Tribunal?

      – Confirmó la sentencia de primera instancia del juez, pero hay una buena

      – ¿Sí? ¿Y cuál es, doctor?

      – Redujo la condena a 49 meses – lo dijo emocionado.

      ¡49 meses, valiente descuento de tres cagados meses!, pensé. En ese momento supe, como una revelación, que mi defensa había sido débil, correspondiente a un pago bajo, mínimo de honorarios. A un lío serio, como en el que yo estaba, correspondía una defensa seria, estructurada, que hubiera pensado mejor los argumentos, especialmente al tratarse de un implicado como yo, que tenía tantos indicios en contra, pero eso costaba mucho dinero y no lo tenía. Supe, porque se lo pregunté al abogado, que de los 8 implicados iniciales que tuvo el robo y que fuimos llamados a declarar (los tres celadores que prestaron turno los cuatro días y cinco noches entre el 21 de diciembre en la noche y las 8:00 a.m. del 26 de diciembre, el supervisor de los tres celadores, el cajero principal, el subgerente, la jefe de operaciones y yo), solo un celador y yo seguíamos en el proceso. Los demás habían logrado salir, declarados inocentes por el juez de primera instancia o por el tribunal.

      Supe que a los dos celadores y a su supervisor, la empresa les contrató un abogado que cobró costosos honorarios, pero que eran menores a la multa millonaria a la que se exponía, en caso de haber hallado culpables a los celadores y su supervisor. El celador que quedaba tenía una gran responsabilidad en los hechos pues cubrió el turno de la noche las cinco noches que el Banco estuvo cerrado (de 10:00 p.m. a 6:00 a.m.) y los peritos del CTI, concluyeron que el robo se realizó durante ese horario, amparados por la noche, pues en el día hubiese sido más complejo ingresar al banco sin levantar sospechas, por los tanques, las mangueras y las escaleras que ingresaron los ladrones y que dejaron en la bóveda, por salir rápido con el botín, antes de que amaneciera.

      La jefe de operaciones, el subgerente y el cajero principal, pagaron buenas defensas y salieron bien librados. Yo no hice eso. Pagué lo que pude, y como pude, que fue poco realmente. Traté de controlar una enfermedad terminal, con un tratamiento de una gripa, y era evidente que moría en mi intento. En ese momento supe entonces que la segunda apelación, que se trataba de un recurso de Casación, ante la Corte Suprema de Justicia, iba a nacer muerta, pues se trataba de la instancia superior más alta del sistema judicial colombiano y allí hay que llegar muy bien parado, con un arsenal de argumentos jurídicos muy fuerte, estructurado, además de utilizar bien la técnica jurídica que exige la Corte, pues si el recurso está mal planteado, ni siquiera se contempla su estudio y es desestimado, y se niega de entrada. Yo me enfrentaba, como David contra Goliat, pero mi cauchera era de corto alcance.

      Con esa comprensión, asistí a la reunión para formular el recurso de Casación, segunda y última apelación. Duramos un fin de semana, con parte de sus noches, elaborando el recurso. Salí agotado, con dolor de cabeza. Antes de irme, pregunte al abogado:

      – ¿Qué pasaría si el recurso no es aceptado o se ratifica la sentencia en mi contra?

      – La sentencia quedaría definitivamente en firme y no tiene reverso

      – ¿Seguiría… La Modelo, entonces?

      – ¡Si se deja coger sí!

      – ¿y si no me cogen?

      – Queda la prescripción del tiempo de la sentencia

      – Ajá ¿y cómo sería eso, doctor?

      – Como su condena es de 49 meses, inferior a cinco años, prescribe a los cinco años, que se cuentan desde el momento en que sea ratificada la sentencia por la Corte.

      – Ya veo

      – Es decir que si a usted no lo cogen en esos cinco años, y lo cogieran después, usted puede alegar que esa condena ya prescribió y que no tiene validez, y tendrían que soltarlo, claro, luego de unos días en que esto sea verificado con el sistema judicial.

      – Entiendo

      Me fui pensando en la prescripción y que a ella me iba a encomendar.

      Volví a mi vida y traté de llevarla de manera tranquila. Eso sí, cuando veía policías y mucho más cuando veía retenes de la Policía pidiendo cédulas para verificar si tenían orden de captura o antecedentes, ponía pies en polvorosa.

      En diciembre de 1995 entré a trabajar al Corpes Orinoquia, en Villavicencio, mi ciudad, luego de estar durante casi 8 años en Bogotá. Leonel Pérez, el director, me contrató como asesor de proyectos especiales, luego de que mi tío Humberto (siempre mi tío, mi ángel mayor, cuidando por mí) le diera una recomendación. Para ratificar esta recomendación, Leonel me entrevistó y luego de una conversación en la que me preguntó por los problemas y potencialidades de la Orinoquia, decidió contratarme.

      El trabajo en el Corpes me exigía viajar en avión por las diferentes capitales de departamentos de la región (San José del Guaviare, Yopal, Arauca, Puerto Inírida, Mitú, La Primavera), viajes que eran una tortura para, pues en el aeropuerto, el DAS exigía a los viajantes presentar la cédula y verificar antecedentes antes de ingresar al avión; recurrí a diversas estrategias, como presentar mi carnet del Corpes, en el cual por cosas del destino (y de mis ángeles, supongo), los tres últimos números de mi cédula, habían quedado invertidos (decía 197,

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