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de fiducia por un año, prorrogable, pagaban una anualidad y recibían su llave identificada un número. El cliente podía guardar lo que quisiera, sin declararlo al banco: joyas, divisas, letras, escrituras y otros documentos. Se comentaba que algunos guardaban armas pequeñas y drogas como cocaína.

      Cuando un cliente quería entrar a su cajilla, yo lo conducía a la bóveda, abría la rejilla de acceso, la cerraba de nuevo, desactivaba la alarma oprimiendo un botón verde; abría la puerta, que estaba lista desde las 8:00 a.m., con la clave del subgerente y la mía. Ingresábamos a la bóveda, de unos 7 metros de fondo por 5 de ancho. Una vez abríamos la cajilla; yo salía y cerraba la rejilla de acceso, antes de que el cliente se instalara en una de las dos mesas metálicas y depositara o retirara, según el caso. Cuando terminaba, el cliente me llamaba, le abría la rejilla, él salía, yo cerraba la puerta metálica, activaba la alarma y, de nuevo, cerraba la rejilla de acceso. Tal era el protocolo.

       El inicio de la tragedia

      El viernes 21 de diciembre de 1990, a las 6:00 p.m., me dispuse a cerrar la bóveda, siguiendo el protocolo. El sistema financiero había decidido no trabajar el lunes 24, el martes 25 era festivo, por lo tanto el servicio se reanudaba el miércoles 26 de diciembre a las 8:00 a.m. Calculé el tiempo que debía programar el reloj temporizador hasta las 6:00 a.m. del 26 de diciembre:108 horas, que corroboré con la anterior encargada. Programé el reloj, activé la alarma, borré las claves de los diales y cerré la puerta. Salí y viajé a Villavicencio a disfrutar la navidad con mi familia.

      El miércoles 26 de diciembre llegué puntual a la oficina. A las 6:00 a.m. el reloj temporizador habría terminado su cuenta regresiva, liberando los seguros internos de la puerta. Busqué las llaves, abrí la rejilla de acceso y puse mi clave en el dial; le pedí al subgerente que pusiera su clave para abrir la puerta cuando llegara algún cliente. A las 9:20 llegó el primero. Fuimos hacia la bóveda, abrí la rejilla de acceso, entramos, quedamos frente a la puerta metálica, giré el timón y abrí…

      ¡Jueputa, que pasó aquí! Casi gritó el cliente. En el interior de la bóveda había un tremendo desorden. Papeles por el piso, cajillas abiertas y quemadas, en el piso y encima de las mesas; los módulos metálicos de las cajillas en desorden. En el centro de la bóveda, había dos cilindros, uno grande y uno pequeño (oxígeno y acetileno, combustible para cortar metales) con sus mangueras y boquillas, una escalera en triángulo, guantes de cirugía por el piso, y un intenso olor a hierro fundido.

      Quedé estupefacto. Cuando reaccioné, llamé al subgerente quien al ver el desorden me dijo “no toque nada”. Se comunicó con la gerente, que ordenó cerrar el acceso al segundo piso, donde se encontraba la bóveda de fiduciaria. La noticia, en su recorrido, llegó al primer piso. Todos se preguntaban, me preguntaban. Que si había cerrado bien la puerta el viernes anterior, que dónde dejaba las llaves, que si la llave maestra estaba allí, que si había borrado las claves. Empecé a preocuparme.

      A la media hora llegó la gerente y observó la debacle. Mandó llamar a la policía, que llegó a los 15 minutos. Llamaron a un cuerpo especializado en este tipo de delitos (la versión de lo que hoy es el CTI de la Fiscalía), que llegó a la media hora. Vestían batas blancas, tapabocas, llevaban guantes de cirugía; entraron a la bóveda, tomaron fotos, introdujeron pedazos de lámina retorcida por el fuego y algunos papeles en bolsas, tomaron notas. Hablaron con la gerente y el subgerente, mientras me miraban con sospecha. Yo caminaba por ahí observando y sintiendo como crecía mi temor.

      Al medio día llegó la prensa, pero no la dejaron entrar. Un periodista transmitió, desde la acera de la carrera séptima, la noticia por los noticieros nacionales del medio día, luego del mundo entero. Mis compañeros me hacían más preguntas, que yo respondía con aparente calma, mientras me esforzaba por comprender qué había pasado.

      La gerenta me dijo que el personal de seguridad del banco quería hablar conmigo. Era en la principal, en la carrera 13 con calle 36. Estuve allí a las 3:00 p.m. sentado en una pequeña sala, rodeado por tres tipos mayores, sesentones, pensionados de la policía o del DAS, que terminaban integrando cuerpos de seguridad de diferentes instituciones, a las que ponían en servicio su experiencia para todo tipo de delitos.

      Uno panzón, de bigote espeso, me acercó la cara y me dijo: “mire joven, es mejor que nos diga toda la verdad, colabore, para que nosotros le podamos colaborar”. En ese preciso momento entendí que estaba metido en un lío grande. Les relaté lo acontecido, tal cual había sucedido. Escuchaban, se miraban; el panzón se cogía el bigote, otro se sobaba el mentón, el otro me miraba con malicia. Intenté estar tranquilo y que mi voz sonara serena. Uno atacó y dijo: “mire Roberto, ¿Roberto es que se llama usted?” Sí, dije. “Bueno Roberto, su versión no nos convence, hay algo que usted sabe y no nos quiere contar; como dijo mi compañero, colabore para que le podamos colaborar; usted es el principal sospechoso de este robo, tenía las llaves, las claves, manipulaba el reloj, desactivaba la alarma. Sin una falla en el sistema de seguridad, que usted maneja, es imposible el robo, así que usted verá, colabora o puede que termine muy pronto en la Modelo”.

      La Modelo. Un escalofrío recorrió mi espalda y me puse rígido. Sentí terror, náuseas. En esa época eran frecuentes los enfrentamientos en La Modelo: muertos, desaparecidos, peleas, violaciones. Guerrilleros contra ladrones; narcos contra guerrillos; ladrones contra los dos. El resultado: sangre, muertos; muchos muertos.

      Me puse serio. “Lo que les he contado es la verdad, no estoy guardando nada; no fui cómplice del robo, tendría que ser muy bruto para hacerlo; yo solo soy un joven estudiante que trabaja para sostenerse y pagar su carrera, nada más”, dije. El panzón me miraba con desconfianza. “Listo Roberto, si hoy no nos quiere decir nada, vaya pensando que lo mejor es que colabore. Por ahora va a seguir trabajando en la oficina, lo estaremos llamando para otras declaraciones, pues este proceso va para largo”, dijo. Salí de allí con dolor de estómago y ganas de llorar, cosa que hice cuando pisé la calle.

      Estuve un mes más en la oficina, y a finales de enero de 1991 me trasladaron para una dependencia en el piso 7 de la oficina principal. Era claro que querían tenerme cerca. Allí me dedicada a revisar largos listados y encontrar errores en las conciliaciones bancarias de las oficinas. En marzo, me llegó la primera citación de la fiscal asignada para el caso. Leyendo la citación me dieron espasmos. Un abogado, tenía que presentarme con abogado. ¿Dónde lo conseguiría y cómo le pagaría? Fueron las dos preguntas que me asaltaron. Lo que me ganaba apenas alcanzaba para pagar el crédito de la universidad y cubrir mis gastos básicos. Hablé con mi tío Humberto Merchán, abogado del Externado y le pedí ayuda; me contactó con una estudiante de derecho de la universidad, cuyo esposo era abogado litigante. Me entrevisté con los dos y acordamos que para acompañarme a la primera citación, le pagaría $15.000.

      La entrevista con la fiscal fue abrumadora. El abogado me aconsejó responder corto, sin muchas explicaciones, pues “entre más detalles dé, más preguntas le hará la fiscal”. Así lo hice. Fueron tres horas de muchas preguntas, muchas con doble sentido, intentando ser coherente todo el tiempo. Las respuestas las consignaba el secretario de la fiscal en una máquina de escribir. “Esté pendiente, señor Sanabria, de la próxima citación” dijo la fiscal. “Estuvo bien, mijo”, me dijo el abogado. Tuve otra citación a los dos meses, y las preguntas variaron muy poco. Las respuestas igual.

      En junio de 1991, recibí una carta firmada por la Jefe de Personal del Banco: me despedían “con justa causa”, arguyendo negligencia de mi parte en un trámite de cancelación de un título valor, cuando estuve en la oficina de la Avenida 19. No se hacía referencia al robo de las cajillas de seguridad. Una persona del Sindicato del Banco, me instó para que apelara la decisión, que el Sindicato me apoyaría. No quise, pues la verdad quería irme de allí sin más problemas de los que ya tenía.

      Estuve desempleado dos meses. A finales de agosto de 1991, ingresé al Banco Internacional, a través de una oficina de temporales. Debo de estar loco, pensé, sigo con el sistema financiero. Sin embargo, el trabajo allí era diferente: llamar a clientes del banco y ofrecerles servicios de crédito. No me iba mal, empecé ganando poco, pero como pagaban por comisiones según las ventas de crédito, empecé a ganar un poco más cada mes. La cosa iba bien, hasta abril

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