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el famoso locutor deportivo Andrés Montes: «La vida puede ser maravillosa».

      La vida puede ser maravillosa, sí, a veces; pero ese no será mi caso. Enfadado porque Ana se hubiera bebido mi última botella de vodka —por fortuna no la volvería a ver nunca más—, me iría al supermercado más cercano a agenciarme una botella de alcohol barato acorde al bajo presupuesto que manejaré. Para la ocasión optaré por un Eristoff. Iré tarareando felizmente por la calle de vuelta a mi piso, pensando en mi futura borrachera, único momento de liberación del día. Sin embargo, me encontraré con el casero en el marco de la puerta, acompañado por un individuo desconocido.

      Mi casero, Raimundo García García, un hombre cuarentón, obeso y calvo, con barba de varios días, me mirará con ira contenida. Él sabría de mis borracheras en su piso, pero por las condiciones del contrato/no contrato no se podría quejar a la policía. Habría sido una jugada redonda para mí ese piso… si el casero no me metiera a individuos de dudosa procedencia cada dos por tres a cohabitar conmigo en aquel destartalado lugar. No habrían pasado ni veinticuatro horas desde que Nezar se hubiera fugado cuando ya habría encontrado a un nuevo sustituto. ¿De dónde coño los sacará?

      —¿Otra vez borracho? —me preguntará con desprecio al mirar el contenido de mi bolsa.

      —Estoy en ello —responderé, como si eso supusiera alguna diferencia.

      El casero torcerá el gesto, pero no dirá nada, pues últimamente habré estado pagando religiosamente el alquiler con el dadivoso salario de la multinacional antes mencionada.

      —Algún día te echaré de aquí —me amenazará como siempre, aunque nunca cumplirá lo prometido.

      —Piensa en mis dos pobres hijos, Raimundo. —Haré alguna chanza para rebajar el ambiente.

      El casero se me quedará mirando como aquel que mira una mierda de perro en la acera que ha tenido la mala fortuna de pisar. Tras un breve silencio, juzgará que lo más conveniente para los dos será cambiar de tema de conversación.

      —Te presento a Milko, el nuevo inquilino. Es búlgaro.

      Milko será un mastodonte de dos metros con una cicatriz en la cara. Irá en camiseta militar de tirantes luciendo sus monstruosos bíceps. Ojos azules y cabeza rapada, con facciones más cuadriculadas que un cuaderno de caligrafía. Tendrá pinta de sicario y probablemente fuera uno. Su edad frisará la treintena. Nunca me meteré demasiado en su vida personal. Al principio le tendré miedo, pero con el paso del tiempo le iré cogiendo cariño.

      —A este paso podrías convertir este piso en una sucursal de las Naciones Unidas —bromearé un poco para disimular mi temor hacia mi nuevo compañero—. Me llamo… Encantado de conocerte. —Le tenderé la mano intentando ocultar mi mal pulso.

      —Milko —dirá con un marcado acento ruso. Después me contará que estuvo trabajando para una empresa en Rusia durante unos cuantos años. Nunca me especificará qué tipo de empresa—. Encantado. —Me estrechará la mano con fuerza, pero lo soportaré estoicamente.

      —¿Hablas español?

      —Me defiendo.

      —Ya es más de lo que hace Ahmed.

      —Bueno —carraspeará el casero al sentirse marginado de la conversación—, os dejo solos para que os conozcáis mejor. Ya le he explicado a Milko lo de las normas de convivencia y lo de la fianza. Si se le ocurre alguna pregunta más, no dudes en respondérsela —apelará a mí en mi condición de veterano.

      Raimundo se irá por donde habrá venido, dejándonos solos. Invitaré a Milko a unos cuantos tragos de Eristoff como regalo de bienvenida. Se pondrá alegre por el ofrecimiento y beberemos hasta terminarnos la botella a palo seco. Por un momento, olvidaré mi mierda de vida y me reiré de los chistes verdes que contará Milko entre trago y trago. Me sorprenderé también de su locuacidad a la hora de contar anécdotas de lo más escabrosas. Al mismo tiempo, intentaré entretenerle relatando algunas historias improvisadas a modo de sátira, tomando siempre como base los cuentos clásicos. Se reirá mucho también, pero será por el alcohol. Yo no soy muy bueno hablando, ni tampoco creo que lo seré en algún futuro. Al menos podré decir que soy bueno escuchando.

      Dormiré la mona durante un par de horas. Cuando despierte se estará haciendo de noche. Seguiré borracho al despertar, puesto que no habrá pasado el tiempo suficiente como para que la temida resaca llame a la puerta de mi cerebro. Leeré los whatsapps pendientes en mi viejo y fiel Huawei. Uno de ellos será de mi madre. «¿Cómo estás hijo? Hace tiempo que no me escribes. Estoy muy preocupada». Otro de mi padre. «Contéstale a tu madre, por favor». Los dejaré a ambos en visto. Los demás mensajes serán de molestos grupos que ni me van ni me vienen, y, por último y más importante, uno de mi amigo Juan Vázquez Pacheco, alias el Puskas de Vallecas. De joven habría destacado en las categorías inferiores del Rayo Vallecano, pero la fiesta le será siempre más atrayente que el deporte y por ese motivo se habrá echado a perder antes de tiempo. Lo conoceré cuando trabaje de mozo de almacén en mi pueblo, en uno de esos tantos trabajos temporales que tendré en el futuro. Nunca se me ocurrirá preguntarle por qué clase de extraña carambola habría acabado tan lejos de la capital.

      El mensaje sería para quedar a beber esa noche de martes en un bar. Los martes siempre serán un buen día para ir a beber. Y los lunes, y los miércoles, y los jueves, y los sábados, y los domingos. Sin embargo, le habría dicho que no en caso de estar sobrio, pero ese no será el caso. Estaré borracho y con ganas de retrasar la jodida resaca empalmando con más litros del alcohol.

      Juan me estará esperando en el bar de siempre junto a Fernando Estrada Godoy, su inseparable sombra. Siempre irán juntos a todas partes levantando numerosas sospechas sobre su orientación sexual. Sin embargo, solo serán amigos, amigos de toda la vida. Se vendrán a Murcia desde Madrid. Fernando también será un exfutbolista de las categorías inferiores del Rayo Vallecano, pero nunca destacará en nada. Siempre sospecharé que él fue quien arrastró a Juan a la mala vida.

      Una vez en el bar, Juan, Fernando y yo, nos sentaremos en «nuestra» mesa. Juan, con entradas incipientes tapadas por un desesperado flequillo engominado, ojeras farloperas, dientes amarillentos, halitosis y sobrepeso —todo ello a la edad de veintisiete años—, será un bálsamo para mi depresión. Saber que siempre habrá alguien peor que yo no me consolará, pero tener a un amigo que estará peor que yo me reconfortará al menos un poco. Fernando, en cambio, estará hecho un figura. No será guapo, pero tendrá un cuerpo musculoso de esos que atraen a las mujeres, fruto de su oficio como monitor de gimnasio. No cobrará mucho en dinero, pero sí en músculo. Tristemente para él, su baja autoestima, debido a su desagradable cara y a su micropene, siempre le jugará malas pasadas a la hora de intentar llevarse a una mujer a la cama. Aun así, conseguirá mojar el churro de vez en cuando; y Juan, sorprendentemente, también. Y todo esto lo sabré con pelos y señales porque básicamente solo tendrán un tema de conversación.

      —¿Te acuerdas de la Jennifer? —preguntará Juan.

      —¿Esa choni con tanga de leopardo que te gritaba obscenidades el otro día en el mercado? —intentaré hacer memoria, aunque los nombres de las personas se me dan fatal.

      —La misma —asentirá Juan con una sonrisa triunfal.

      —¿Qué pasó? —preguntaré para seguir el hilo de la conversación, aunque sabré perfectamente por dónde irán los tiros.

      —Me la follé.

      —Grande, Puskas. —Fernando será la única persona que le seguirá llamando por el mote de su juventud—. Esa sí que es una buena manera de marcar un gol.

      A veces me preguntaré por qué soy amigo de esos cretinos. Sin embargo, sabré la respuesta: sentirme mejor persona. ¿Para qué esforzarme en mejorar si mirando alrededor puedo comprobar que el mundo está lleno de capullos que son mucho peores que yo?

      —Cuenta, cuenta. Da detalles —pedirá Fernando, morboso.

      Entre tanto nos pediremos unos litros de Estrella de Levante, la segunda ronda

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