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nuestras propias manos. —Sus hermanos la escucha­ron con absoluta atención. Elsa continuó con voz temblorosa y apresurada—: La enterraremos en el jardín. Lo haremos esta noche, cuando nadie pueda vernos. Ni el viejo Halby ni nadie. Cavaremos una tumba y la pondremos en el jardín. Es donde ella querría estar. En el jardín, donde podrá descansar en paz y donde… donde…

      —Donde podrá cuidarnos —intervino Diana en voz baja.

      —Sí, donde podrá cuidarnos. Así es, ¿verdad, Hubert?

      —Sí —contestó Hubert a regañadientes—. Supongo que es donde ella querría estar.

      —La enterraremos entre los lirios —dijo Diana. Hubert volteó a verla, desconcertado por la confianza con que hablaba. Ella solía ser la más tímida de todos—. Como dice en el Libro…, entre los lirios. Así todo el tiempo sabremos que sigue ahí.

      Jiminee se agitó en su asiento.

      —¿Cómo puede estar ahí si está m-m-muerta?

      —Su cuerpo estará ahí —dijo Hubert.

      Diana sonrió.

      —No, no sólo su cuerpo. Toda ella. Madre está con nosotros todo el tiempo. No debemos olvidarlo jamás. Está aquí, con nosotros, en este momento. ¿Cómo creen que podría de­jarnos? Somos sus hijos. Ella está aquí. —Cerró los ojos y alzó un poco la barbilla, de modo que el cabello rubio le cayó hacia la nuca—. Estás aquí, ¿verdad, Madre?

      Willy le dio un puñetazo a la mesa.

      —¡Madre! ¡Madre! ¿Dónde está Madre?

      Diana abrió los ojos.

      —Está aquí, Willy.

      —¿Dónde estás, Madre? No veo a Madre. Dinah, no veo a Madre.

      —Pero eso no significa que no esté aquí, Willy. Por eso debes portarte mejor que nunca.

      —¿Por cuánto tiempo?

      —Pues por siempre. Ahora, Madre siempre estará con nosotros.

      Willy frunció el ceño.

      —¿Ya no se irá a dormir?

      —No, ya no, Willy.

      Willy volteó en todas direcciones.

      —No te creo, Dinah. Me quieres engañar. Madre no está aquí.

      —Sí, ¿d-d-dónde está, D-D-Dinah? —intervino Jiminee con inquietud genuina—. ¿C-c-cómo sabes que está aq-q-quí?

      —Porque lo siento —contestó Diana con absoluta serenidad—. Porque tengo fe.

      —Yo también lo siento —dijo Dunstan y cerró los puños con fuerza—. Willy y Gerty son demasiado chicos para sentirlo. Eso es lo que pasa.

      —Yo lo siento. Lo siento. Sí, sí —afirmó Gerty.

      —Yo también —dijo Willy.

      Dunstan sonrió con desgano y se encogió de hombros.

      —De acuerdo. Todos lo sentimos. Tú también, ¿verdad, Hubert?

      A Hubert aquello no le gustaba nada, y Dunstan no tenía derecho a hacerle algo así, pero estaba acorralado, sin salida.

      —Sí, supongo —contestó.

      —¿Supones? —repitió Dunstan.

      —Bueno, sí, puedo sentirlo, pues. —Si no hubiera sido por Diana, no habría permitido que lo manipularan de esa manera.

      —Y Elsa, por supuesto, también… —dijo Diana sonriendo—. Estoy segura de que Elsa sabe tan bien como nosotros que Madre está aquí. Y Jiminee también. —Su voz tenía el mismo tono inexorable y la tersa confianza de las brisas otoñales que arrancan las hojas de los árboles—. Es obvio, ¿verdad?

      Y, al igual que las hojas, los niños murmuraron su conformidad.

      —A ver —dijo Elsa—, hay que ser sensatos.

      —¡Sensatos! —exclamó Dunstan.

      —Ay, Elsa —dijo Diana.

      Hubert inhaló profundo.

      —Lo que Elsa quiere decir es que tenemos que… tenemos que ir al grano, ¿verdad, Elsa? Las palabras no dan de comer, y necesitamos tener un plan, tenemos que…

      —Así es. Hay muchas cosas que hacer y no sirve de mucho sentarnos nada más a parlotear sobre… cosas. —Se armó de valor—. Comenzaremos a medianoche. Con eso debe ser suficiente, y lo haremos por turnos. Gerty y Willy son demasiado pequeños para cavar, así que tendrán que irse a la cama. Y otra cosa: debemos descansar tanto como podamos esta tarde para tener fuerzas en la noche.

      —A medianoche —repitió Jiminee—. ¡D-d-dios!

      Elsa se puso de pie.

      —Si hay algo en lo que no hayamos pensado aún, lo podremos decidir mañana. Y, claro, de ahora en adelante haremos estas juntas familiares más seguido.

      Iba camino a la puerta cuando Dunstan alzó la voz.

      —No nos respetas lo suficiente, ¿verdad, Elsa?

      —¿De qué hablas?

      —De que no nos respetas lo suficiente. De eso hablo. ¿Quién te dio derecho a encargarte de todo? ¿Quién te dio derecho a decidir? Tú no eres Madre.

      Hubert se inclinó hacia delante y espetó:

      —¿Entonces quién va a tomar las decisiones? ¿Tú, ratita de biblioteca?

      Dunstan palideció. Se quedó callado un instante; cuando por fin habló, lo hizo con una dignidad de la que ninguno de sus hermanos había sido testigo antes.

      —No llegaremos a ningún lado poniéndonos apodos, Hubert. Creo que deberías ser más maduro.

      —Pues tú me pones apodos —le dijo Elsa.

      —No te puse un apodo, simplemente pregunté… —Dunstan hizo una pausa—, sólo pregunté quién te dio derecho a decidirlo todo. No consultas nada con nosotros, ¿o sí? Las reuniones no solían ser así. Antes todos decidíamos…, todos. ¿Verdad que tengo razón, Hu?

      —Antes las cosas eran distintas y lo sabes, Dun. Las reuniones navideñas y de cumpleaños eran sólo para decidir el regalo de Madre…, no se parecían en nada a esto. Era… —Hubert buscó las palabras para describir la diferencia—. Bueno, ahora todo es distinto. A eso me refiero.

      Diana se puso de pie, apoyó las manos en la mesa y se inclinó hacia delante, mirando fijamente a Hubert.

      —No, no. Te equivocas, Hu. Y mucho. Como ya dijo Elsa, nada ha cambiado.

      Elsa la interrumpió al instante.

      —Eso no es justo, Dinah, no dije que…

      Diana sonrió.

      —Creo —la interrumpió antes de que pudiera terminar— que deberíamos retirarnos a dormir.

      Elsa se quedó callada. Uno a uno, los niños se pusieron de pie y siguieron a Diana hacia sus habitaciones. Al final sólo quedó Hubert, haciéndole compañía a Elsa. Pero no se miraron a los ojos. Hubert encontró una mancha de grasa sobre la mesa y empezó a frotarla con la punta del dedo. Estaba todo tan silencioso que incluso se escuchaba el zumbido del reloj eléctrico. Percibió el sabor a tarta de salmón en la boca y sintió un poco de náuseas.

      Elsa fue al fregadero y volvió con un paño húmedo. Apartó la mano de Hubert y limpió la grasa con delicadeza. Ambos miraron fijamente la superficie húmeda y limpia.

      —¿Qué hice mal, Hu?

      Él negó con la cabeza y pasó la punta del dedo por encima de la capa de humedad.

      —Debiste

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