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La casa de nuestra madre. Julian Gloag
Читать онлайн.Название La casa de nuestra madre
Год выпуска 0
isbn 9786079889944
Автор произведения Julian Gloag
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
—Claro que podemos, Jiminee —Diana le acarició el hombro, como para aplacar sus dudas—. Niños —agregó—, ya es momento.
—Tendrán que esperar a que arrope a Hu —dijo Elsa.
Hubert no protestó. Le permitió a su hermana agarrarlo de la cintura y prácticamente cargarlo.
Habría sido incapaz de subir las escaleras por sí solo. Y tenía los dedos tan hinchados que ni siquiera pudo desabotonarse la camisa. Por alguna razón, no le importó que Elsa lo hiciera. Tampoco le importó que lo desvistiera ni que le quitara los pantaloncillos húmedos y lo metiera a la cama. Seguía completamente vacío, como un tronco que se ha quedado hueco.
Elsa lo hizo todo en la oscuridad. Hubert lo agradeció, pues no quería recordar aquel sol penetrante. Sólo quería olvidar y dormir.
Sin embargo, después de que Elsa se despidió y se fue, Hubert no logró conciliar el sueño. Pensó que tendría frío, pero en realidad le dio muchísimo calor, tanto que tuvo que apartar las cobijas, y aun así no se le quitó.
Calor y frío… Por un momento parecía que nada podía refrescarlo, y al siguiente era como si un viento gélido se metiera bajo las sábanas.
Mientras temblaba de frío, se dio cuenta de que Jiminee estaba a un costado de su cama.
—¿Hu? —dijo. Hubert intentó asentir—. Hu… sí había algo en el jardín. No eran ladrones, p-p-pero… ¿no quieres saber qué es? —Hubert apenas si lo escuchaba; era consciente de la manota, la manota de un hombre de nieve gigante que lo apretaba y lo agitaba sin parar—. Era Blackie. No eran ladrones. S-s-sólo Blackie. Alguien dejó la p-p-puerta del jardín abierta y Blackie se metió. Est-t-taba olisqueando el muro. Elsa se m-m-medio molestó, p-p-pero yo no fui. Tampoco fuiste tú, ¿verdad, Hu? Creo que fue Dun. D-D-Dun siempre sale por ahí a husmear.
—Pero Dun le tiene miedo a Blackie —logró balbucear Hubert.
—P-p-pero no era su intención. Fue un accidente, creo.
Hubert sintió paz por un momento. Sabía que en cuestión de segundos volvería a arder en llamas.
—¿Ya terminaron? —preguntó con voz ronca.
—¿Terminar? Ah, sí. No fue tan m-m-malo. Los otros están p-p-poniendo la tierra en su lugar. Se me ocurrió venir a decirte lo de B-B-Blackie. O sea, ¿sabes qué dijo D-D-Dinah?
Hubert no pudo contestar. El calor lo había abrumado. Lo único que quería era agua, pero no podía hablar. Sabía que el agua platinada de la alberca no estaba lejos, pero no podía alcanzarla. Sin importar cuánto batallara, jamás llegaría a ella.
—…para hacer un t-t-tab-ber… un t-t-templo… —Veía los lirios blancos que flotaban en el agua, y a lo lejos escuchó la música de las campanillas, las campanas y las granadas… — …como M-M-Moisés hiz-z-zo que Aarón c-c-construyera… — …granadas y campanillas…— …Dinah dice que hay q-q-que hacerlo por Madre, porq-q-que… —…de azul, púrpura y carmesí… y campanillas de oro.
VERANO
X
LA PUERTA DEL JARDÍN ESTABA CERRADA por dentro, a pesar de que Hubert había tenido cuidado de dejarla abierta cuando salieron a hacer las compras. Elsa y él se pararon en un lugar sombreado por los plátanos. Hacía mucho calor. Las copas de los árboles se mecían con indolencia por la ligera brisa y la brea del pavimento emitía oleadas de calor resplandecientes.
Se miraron en silencio. Hubert agarró la canasta de la compra por otro lado, pues tenía la palma pegajosa y marcada por las tiras de mimbre. Tendrían que rodear la cuadra para entrar por el frente.
Era una calle muy silenciosa. Las escuelas habían terminado clases el día anterior y casi todos los niños venían del otro lado de West Avenue. Pocos vivían en las casonas con terrazas que daban al parque, y quienes vivían en ellas asistían, en su mayoría, a internados. Durante el verano, muchos de ellos se iban a pasar las vacaciones junto al mar. De cualquier modo, bajo ninguna circunstancia se relacionarían con niños que asistían a escuelas del ayuntamiento.
Calles como Monmouth Terrace, Ipswich Terrace y Abergavenny tenían la típica apariencia desértica del verano. Hasta los perros echados a la sombra de las puertas de las casas pasaban prácticamente desapercibidos.
—¿Y luego? —dijo Elsa.
Hubert hizo una señal con la cabeza y emprendieron el camino. Le daba cierto gusto que no hubieran podido entrar por el jardín, y sabía que Elsa sentía lo mismo. De ese modo retrasaban un poco más tener que ver a la señora Stork. El temor constante de que la señorita Deke, la profesora, los descubriera se había esfumado con la llegada de las vacaciones. Pero la señora Stork, la vieja Storktola, reina del parloteo, seguía yendo todos los jueves. Cada vez que llegaba el día de la señora Stork, Elsa debía inventar una excusa para no ir a la escuela y quedarse cuidando a Willy, de modo que la señora Stork no lo sonsacara. Ahora que todos los hermanos estaban en casa, la señora Stork se empeñaría en sacarle la sopa a alguno de ellos. Era evidente que sospechaba algo.
Debieron deshacerse de ella hacía mucho. No debieron permitirle quedarse durante tanto tiempo. “Nunca dejes para mañana lo que puedes hacer hoy”.
Hubert pisaba fuerte la franja sin pavimentar que flanqueaba la pared, y se formaban nubes de polvo alrededor de sus sandalias. No servía de nada pensar en lo que deberían haber hecho.
Dieron vuelta en la esquina de Ipswich Terrace. En esa calle no había árboles, salvo al final, junto al parque, donde todas las noches cuatro o cinco damas bien vestidas se reunían a conversar. Lo hacían incluso si llovía. Hubert había visto una vez sus rostros brillantes resguardándose de la lluvia con paraguas rojos y amarillos y púrpura, como carpas de feria. Ahora no estaban ahí; sólo había sol. Hubert se llevó la mano libre a la cabeza y se la pasó por el cabello. Estaba ardiendo.
La puerta delantera estaba cerrada, pero mientras cruzaban el sendero de entrada, se abrió de golpe y Gerty salió corriendo a recibirlos. Dos franjas de mugre le enmarcaban la nariz.
—¡Elsa! ¡Dun dice que Willy y yo ya no podemos salir!
Elsa frunció el ceño.
—¿A qué te refieres?
—Dice que ya no podemos salir al columpio…, al jardín. ¡Dile que no es justo! Sí podemos, ¿verdad, Elsie?
Elsa apretó el asa de la cesta con fuerza y se le dibujaron dos circulitos rojos en las mejillas, pero habló con serenidad.
—Tal vez lo dijo por algo en particular, Gert. ¿No te explicó por qué? Tal vez el columpio ya no es seguro.
—No, ¡no dijo por qué! Sólo dijo que no debíamos.
—Eres una mentirosa, Gerty Hook. —La voz de Dunstan cruzó el umbral de la puerta, y sólo la palidez de su rostro se percibía entre las sombras.
—¡Compórtate, Dunstan! —Elsa llevaba la barbilla en alto, luego de que las dudas de las semanas previas se hubieran esfumado.
Hubert se sintió repentinamente orgulloso de su hermana.
—Sigue, sigue —le murmuró.
—No toleraré que les digas a los peques lo que pueden hacer y lo que no.
Dunstan se quedó inmóvil en la puerta. En la opacidad del vestíbulo, sus palabras retumbaron con claridad y rigor.
—Dices