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La casa de nuestra madre. Julian Gloag
Читать онлайн.Название La casa de nuestra madre
Год выпуска 0
isbn 9786079889944
Автор произведения Julian Gloag
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
Entonces escuchó el crujido de la puerta del jardín y movimiento entre las hojas. Debían de ser ladrones, ladrones que acechaban en la noche. Hubert se quedó paralizado, como una estatua, mientras las hojas se movían con sigilo. Mil navajas resplandecieron bajo la luz de la luna, preparadas y a la espera.
Ganarían, sin duda. Hubert supo desde el principio que ellos ganarían. No podía pedir ayuda a gritos. Lo único que los mantendría a raya sería que contuviera la respiración y mantuviera los ojos bien abiertos. Pero al interior de su cráneo, la sangre retumbaba de forma rítmica, cada vez con más fuerza, y Hubert no podría contener el aliento para siempre. El sonido del flujo sanguíneo lo mareó.
Ya no podía contenerlo más.
Tiró la pala y, con un veloz movimiento, cayó al suelo de la tumba y se puso boca abajo, en posición fetal. Se cubrió la cabeza con las manos y soltó el aire. Ya no importaba. Nada importaba. Esperó el ataque de las navajas, la embestida en la espalda que le perforaría la columna vertebral.
Tan fuerte como pudo, presionó las rodillas y los codos contra el suelo. Si tan sólo lograba lastimarse lo suficiente o sacarse suficiente sangre, quizá los ladrones le perdonarían la vida. Sin embargo, sabía que la realidad sería otra. Lo matarían ahí mismo, en la tumba, con sus navajas. Y luego sacarían las navajas de su cuerpo y se reirían, pues ya no sería necesario que siguieran guardando silencio. Eran despiadados.
Hubert empezó a temblar sin control.
Sintió el olor de la tierra endurecida desde hacía mucho y que nadie había tocado en siglos.
Cuando por fin abrió los ojos, estaba rodeado de verdor y luz del sol, y no en un agujero negro. Era un jardín tan distinto que apenas si lo reconocía. Estaba cubierto de todos los tonos de verde, rodeado de muros cubiertos de enredaderas verdes y grises, y arbustos casi azules y flores azules y rojas y anaranjadas, como caléndulas gigantes. El pasto era de un verde más claro, mientras que las hojas del manzano eran de un verde mucho más oscuro, como el de los berros. Del manzano colgaban frutos rojizos y anaranjados que no eran manzanas. Hubert estiró el brazo y una de las frutas se acomodó en su mano. Era redonda y grande, y Hubert se rio porque de inmediato reconoció que era una granada. Tomó otra y, al jalarla, la rama tintineó como campanillas, como en un cuento de hadas. Se estiró para verlas, pero estaban ocultas bajo la densa hojarasca. Al poner más atención, el aire que corría entre las ramas hacía que las campanillas tintinearan todo el tiempo, y entonces supo que estaban hechas de oro. De pronto, con una granada en cada mano, empezó a bailar al ritmo de la música de las campanas de oro. Sus pies descalzos se movían sobre el pasto suave, y el olor a flores y especias lo envolvió hasta cubrirlo con una túnica colorida. Bailó junto a la orilla de la alberca en el centro del jardín, y el agua reflejó la magnificencia de su túnica con tal claridad que lograba distinguir las diminutas granadas bordadas en ella, en tonos escarlata y azul y púrpura, mientras la tela se mecía al ritmo de las campanas de oro.
En la superficie del agua flotaban enormes lirios blancos sobre esteras verdes. De pronto se retiró la túnica y se lanzó entre los lirios al agua fría que lo refrescó del calor causado por el baile mientras nadaba entre las hojas amplias. Con mucha delicadeza, asentó las granadas encima de una de ellas. Era libre. Sabía que había estado excesivamente cansado, pero ya no más. Se recostó de espaldas a disfrutar el aroma de los lirios y escuchar la lejana música de las campanillas mientras la brillante luz del sol lo iluminaba. Su cuerpo se veía húmedo, resplandeciente y apacible.
En el cielo, el sol brillaba con gran intensidad y, mientras lo observaba, parecía hacerse más grande. Se expandía en el cielo y ya no parecía ser suave, sino rígido y amarillo. Hubert se talló los ojos e intentó voltear el rostro, pero de pronto el agua empezó a ejercer resistencia. La luz era tan brillante que lo hizo gritar, y con todas sus fuerzas intentó darse media vuelta, pero algo se lo impedía. Forcejeó para liberarse de la mano que lo tomaba del hombro y alzar los brazos para apagar la luz y aferrarse al jardín que se desvanecía.
—Hubert, despierta. Despierta, Hu.
—No le ilumines la cara con la linterna, tonto.
—Pero es que no quiere despertar.
—Pues sacúdelo.
La luz se apagó, pero alguien lo sacudía con fuerza. Entonces abrió los ojos.
—Ya, basta. Ya despertó. —Era la voz de Elsa.
Hubert no veía nada en medio de la oscuridad. No recordaba nada. Estaba tendido en el suelo duro y seguía mojado por el agua de la alberca. Sintió la camisa pegajosa y una humedad incómoda entre las piernas.
—Déjalo que se levante. Vamos, Hu, levántate.
—No puedo —susurró con dificultad.
Entonces una mano tomó la suya. Era Elsa; lo supo por la fuerza con que lo jaló para ayudarlo a ponerse de pie.
—¿Por qué demonios te quedaste dormido? —dijo Dun.
Estaba mareado, tan mareado como cuando contuvo el aliento. Parpadeó con fuerza.
—Había unos ladrones —balbuceó—; estaban esperando en el jardín.
—Ladrones —repitió Dunstan con tono burlón.
—¡Había ladrones!
—No digas tonterías, Hu —dijo Elsa.
—Pero ahí estaban, ¡ahí, ahí, ahí! —Mientras hablaba, rompió en llanto, y los espasmos del cuerpo, apaciguados por el sueño, atacaron al unísono.
Su llanto silenció a los demás. Hubert jamás lloraba. Dunstan, Dinah y hasta Elsa lo hacían…, ¡pero Hubert jamás!
Lo observaron, con la cabeza gacha, y escucharon el chirrido del pesar interno y el llanto con que lo expulsaba, pero ninguno sabía qué hacer para reconfortarlo.
Hubert no podía parar.
—¿Hubert?
—¿Hu?
Eran voces confusas pero afectuosas.
Hubert permaneció de pie, solo en medio de la tumba, y sollozó.
—¿Qué pasa, Hu?
—¿Te sientes mal?
De pronto, de forma muy abrupta, se sintió vacío y no pudo seguir llorando. Ya no había nada que sentir ni nada que temer. Estaba hueco por dentro. Ahora lo veía. Veía que el jardín era oscuridad pura. No lo iluminaba el sol ni había ladrones.
Tampoco había granadas ni campanillas. Ni había alberca alguna…, sólo el hueco de siempre en el lecho de los lirios. Apoyó las manos en las orillas, salió del foso y se enderezó. Estaba tan débil que el esfuerzo lo había agotado. Estaba bien, pero no podía dejar de temblar.
—¿Te sientes mal, Hu?
—Estoy bien.
Elsa le puso la mano en la frente.
—Pero si estás helado. Eres un tonto.
—¿Está enfermo? —preguntó Jiminee.
—Estás sumamente frío, Hu —dijo Elsa—. Creo que deberías irte a la cama.
—¿P-p-por qué no podemos irnos todos a la cama?
—No seas idiota, Jiminee —lo reprendió Dunstan con saña—. Tenemos que acabar esto, ¿no es cierto?
—¡P-p-pero ya terminamos, Dun! Ya es bastante grande, ¿no? —Iluminó el foso con la linterna—. Es bastante profundo.
—¿Cómo vas a saber tú si es bastante profundo?
Diana contestó en su lugar.
—Ya