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de estar bien o mal. Es que…

      —¿Qué?

      —No sé. —Quería que esa conversación se terminara.

      —Es que… —Elsa agitó el paño húmedo que sostenía con la mano— nunca antes había visto a Dinah actuar así.

      —Dinah está chiflada —contestó Hubert de forma abrupta. La mesa ya se había secado. Se puso de pie—. Lo hecho, he­cho está. Y, si a esas vamos, todos estamos bastante chiflados.

      —¿Hu?

      Él la miró y enseguida desvió la mirada.

      —¿Hu?

      Hubert sacudió la cabeza de forma enfática.

      —Me iré a acostar. —Pasó junto a su hermana de camino a la puerta, pero luego volteó a verla. Ella seguía ahí, parada con el paño en la mano, contemplándolo. Era pequeña, y eso lo enfurecía—. ¿Tengo monos en la cara o qué? —Elsa no tenía derecho a mirarlo así, como si fuera un niñito. Sabía que eso la haría llorar, y si no se iba de ahí, él también lloraría. ¡Chiflados!

      Chiflados. Dejó a su hermana en la cocina y azotó la puerta al salir.

      —¡Chiflados! —exclamó. Atravesó el pasillo corriendo y se metió al salón que rara vez usaban. De inmediato percibió el olor a cera para pulir y al polvo eterno del sofá acolchonado.

      Hacía calor, con las ventanas cerradas y el sol que había brillado casi todo el día. Las ventanas se veían iluminadas y blancas, pero por lo demás el interior estaba oscuro, con las paredes cubiertas de papel tapiz marrón, los muebles oscuros y el tapete oscuro sobre el piso oscuro. Era como una iglesia lóbrega, aunque agradable y bien cuidada. Cuando Hubert tuvo sarampión y mantuvieron en penumbra el cuarto de arriba porque se suponía que la luz le lastimaría los ojos, se veía parecido a esa estancia. En aquella ocasión no tuvo tareas que hacer. Fue apacible. No tenía que pensar.

      Se quedó parado en el centro de la habitación. Estaba cansado y débil…, casi como si tuviera sarampión otra vez. Poco a poco, el sol se ocultó detrás de las nubes, y el resplandeciente velo blanco de las ventanas se apagó hasta que sólo quedaron las cortinas.

      Hubert suspiró.

      No debía estar enojado con Elsa. No era culpa de su her­mana. Si tan sólo le hubieran llamado a alguien, quizás al viejo Halby. A él podrían habérselo dicho. Estaba muy mal eso de enterrar un cuerpo en el jardín.

      Un cuerpo…, ¡pero si era Madre!

      Hubert se arrodilló.

      —Señor —suplicó—, por favor no me permitas olvidar a Madre. Te lo ruego.

      IX

      NO HABÍA LUNA. La tierra junto al muro de la casa donde crecían los lirios era rocosa y dura. Tal vez sólo los lirios del valle podían florecer ahí.

      La llovizna vespertina había humedecido la capa supe­rior de tierra, por lo que cavar fue fácil al principio. Sin embar­go, después de un rato, por mucho que lo intentara no conseguía hundir la pala más de cuatro o cinco centímetros. Una rígida barra de hierro le colgaba a Hubert de los hombros mientras cavaba. En la trinchera poco profunda, empujó la pala contra la tierra con todas sus fuerzas. Le dio una patada al filo para intentar que se hundiera más, levantó un puñado muy magro de tierra y lo tiró a un costado. Empujar, patear, levantar. Empujar, patear, levantar. Ya había dejado de contar hacía rato. Las piernas de sus hermanas y hermanos, como tallos erguidos y oscuros, lo rodeaban mientras trabajaba, pero ya también había dejado de percibir su presencia.

      Hacía mucho había soñado que estaba parado en la cima de un altísimo acantilado, debajo del cual no había más que penumbra. Pero no era la oscuridad somnolienta del piso superior de la casa cuando apagaban las luces, sino la negrura gélida de la caída al vacío. Tuvo miedo. Al despertar experimentó una peculiar sensación de rigidez entre las piernas. Esta vez, con cada estocada de la pala y con cada extracción, volvía aquella sensación. Empujar, patear, levantar. De forma gradual, la pala y él parecieron convertirse en una unidad en movimiento cuya energía provenía de aquel núcleo rígido y palpitante.

      —¡Shhh! —dijo alguien cuando la punta de la pala raspó una piedra.

      Hubert siguió cavando. Decían que si cavabas lo suficientemente profundo llegabas a Australia. Empujar, patear, levantar… Australia. Sintió cómo el cabello le hacía cosquillas en la frente y percibió el olor de su propio sudor. Llegaría hasta allá, hasta Australia. Cuando uno de los costados se deslavó, no participó en el gruñido colectivo, sino que atacó la tierra recién desprendida. El temblor de sus brazos y el arco rígido de su mano no se comparaban con la manera en que vibraba todo su ser al pensar en Australia.

      —¿Cuánto llevamos? Vamos a ver.

      Hubert estaba levantando la pala cuando la luz de la lámpara de mano de Jiminee lo deslumbró. Parpadeó varias veces, mientras el haz de luz bajaba. Luego observó el agujero poco profundo, los bordes irregulares y la superficie dispareja.

      —Debe ser al menos medio metro —dijo una voz optimista.

      Hubert negó con la cabeza. La superficie tenía huecos marrones de donde había sacado las piedras. Pensó que se parecía a aquel queso agujereado. Debían de llevar horas ahí, ¡y esto era todo lo que habían logrado! La vibración en su interior fue menguando lentamente.

      —Es mi turno, Hu —intervino Elsa.

      Le entregó la pala y salió del hoyo. Le dolían tanto las piernas que apenas podía flexionarlas. Se enderezó y se alejó un poco de sus hermanos. Jiminee apagó la lámpara. Había empezado a llover.

      Hubert alzó la cara para que la lluvia le mojara el rostro. El agua le refrescó la frente sudorosa como una mano fría. No había viento, y la llovizna era tan ligera que no hacía el menor ruido. Lo único que se escuchaba era la respiración de Elsa, el rasguño de la pala y la tierra fresca que caía en lo alto de un montículo contiguo a la tumba. Hubert cerró el puño y sintió la tensión de una ampolla incipiente bajo la mugre adherida a la piel.

      El jardín estaba lleno de figuras negras y pesadas que de pronto se inflaban y luego se encogían mientras las observaba. La espesura de los árboles ocultaba la luz neón verduzca al otro lado del muro, y sólo las hojas de la copa resplandecían con su brillo. Hubert olió los troncos húmedos e intentó recordar los sucesos del día. Los Halbert se habían ido a dormir hacía mucho y las ventanas de las casas a lo largo de la calle estaban oscuras. Todo mundo estaba durmiendo, salvo por ellos. El jardín era un enorme foso lleno de noche. Aunque la oscuridad los ocultaba, no era muy reconfortante.

      Un susurro de Elsa lo sacó de su ensimismamiento.

      —Ustedes cuatro métanse o se morirán de frío. Iré cuando termine mi turno para que salga el siguiente.

      Hubert se alejó de la tumba y siguió a sus hermanos a regañadientes. Cuando Dunstan encendió la lámpara de la cocina, la luz volvió a deslumbrarlo. Nadie tenía nada que decir. Permanecieron de pie, con las manos en los costados, como si hubieran cometido un delito.

      Hubert miró el reloj y notó, sorprendido, que apenas era la una y media. Por un instante pensó que quizás el reloj de la cocina también se había detenido, pero el segundero seguía girando con absoluta confianza. Quizá sí lo lograrían, pensó.

      —¿P-p-por qué no tomamos chocolate caliente? —preguntó Jiminee con timidez.

      Durante unos segundos nadie le contestó. Luego Hubert intervino.

      —Yo no quiero.

      —No creo que sea apropiado beber chocolate ahorita —dijo Diana.

      Jiminee se sorbió los mocos y se frotó despacio la nariz con el dorso de la mano,

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