Скачать книгу

Hubert percibió el olor a cerveza en su aliento.

      —Sí. Eso es.

      —Pequeño demonio, ¿por qué no lo dijiste desde el principio? —Soltó al niño de forma abrupta—. Vengo desde Victoria, ¿eh? —Se asomó de nuevo al vestíbulo—. Qué idiotez —murmuró. El reloj del vestíbulo marcaba las nueve y media—. Bueno, al menos sigue estando abierto. —Se dirigió hacia la puerta y se detuvo un instante para mirar a Hubert. La luz de la lámpara encima de la puerta iluminaba el piso recién pulido sobre el que estaba, de modo que su figura robusta parecía estar parada a la orilla de un mar de oro—. Qué idiotez… —repitió Millard lentamente—. Bueno, le dejaré un recuerdito mío, para que no me olvide. —Dio un paso al frente, alzó una de sus pesadas botas y la azotó con toda su fuerza sobre los tablones del suelo.

      Hubert escuchó las pisadas que se alejaban por el sendero frontal y luego el chasquido de la verja. Después de eso, silencio. Fue hacia la puerta y se arrodilló para mirar el suelo. El casquillo de las botas había dejado hendiduras profundas en la madera lisa. Hubert acarició los agujeros, como un rastreador que examina las marcas del enemigo que ha pasado por ahí antes. De pronto recordó el reloj de Madre y las iniciales grabadas con delicadeza: C. R. H. Al pasar los dedos por las mordidas del casquillo en el suelo, le pareció que el diseño regular, al igual que las iniciales alambicadas del reloj, estaba grabado en algún código y que era indispensable descifrar su mensaje secreto para que todo volviera a ser claro y pulcro. Sintió una tranquilidad inesperada al agacharse junto a los tablones heridos, como si reafirmaran la vacuidad de la casa.

      Luego se puso de pie. Al parecer había pasado mucho tiempo desde que salió de la cocina. Apagó la luz del pórtico y le cerró la puerta a la noche primaveral del exterior. Hacía rato que era hora de irse a la cama.

      IV

      —¿QUIÉN ERA, HU? —PREGUNTÓ ELSA.

      Antes de contestar, Hubert ocupó su lugar en la mesa y tomó su taza de chocolate, que para entonces estaba helada. De pronto se sintió exhausto.

      —Un hombre —dijo—. Lo mandé a volar.

      —¿Qué quería?

      —Lo mandé a volar. —Le estaba costando mucho trabajo mantener los ojos abiertos, a pesar de la pregunta que le retumbaba en la mente. Se obligó a abrir los ojos y mirar alre­dedor. Todos estaban bastante adormilados y tenían poco interés en la identidad del visitante desconocido. Ni siquiera Elsa intentó ahondar en ello.

      —¿Por qué no calientas tu chocolate, Hu? Seguro ya se enfrió.

      Él meneó la cabeza.

      —Da igual. De cualquier forma, ya no lo quiero. —Había ocurrido algo, pero ninguno de sus hermanos parecía darse cuenta. “No sirve de nada quedarse ahí sentados”… Las palabras parecían salidas de los labios de Madre, pero dirigidas sólo a la mente de Hu. Debían hacer algo, tomar alguna decisión—. Hay que llevar a arreglar el reloj de Madre. —Los chiquillos lo miraron, desconcertados—. Dije que hay que llevar a arreglar el reloj de Madre. —Eso era. Eso era lo que debían hacer. Era tan obvio que por eso lo anunciaba en voz tan alta y desafiante.

      —¿Por qué, Hubert? —preguntó Elsa.

      —Porque es lo que hay que hacer.

      —Pero, ¿por qué?

      —Tengo sueño —murmuró Gerty.

      —¿Por qué no lo arreglas tú? —dijo Dunstan.

      Hubert frunció el ceño.

      —No sé si pueda. Pero podría llevarlo con el relojero. Él se hará cargo.

      —No entiendo por qué es necesario arreglarlo —insistió Dunstan.

      —Explícanos, Hu —intervino Elsa.

      —Porque…, ¿no lo ven? —Recordó las incontables ocasiones en que se había llevado el reloj a la oreja para escucharlo y las ocasiones en que lo había mirado fijamente con la intención de no perderse el movimiento del minutero. Ahora estaba solo en la mesa de noche de Madre, roto, marcando la misma hora por siempre…, diciendo una mentira. No era correcto—. Porque dijiste que todo seguiría igual, Elsie. Eso dijiste. ¿Cómo podría ser igual si el reloj de Madre está descompuesto?

      —No seas bobo, Hu, no me refería a eso —contestó Elsa.

      —Pero, Elsie…, todo debe seguir adelante. ¿No lo ves? Tenemos que…

      Diana se puso de pie para interrumpirlo.

      —Se debe quedar como está, Hubert —declaró y alzó la cara, de modo que la cabellera rubia le cayó hacia atrás—. Es lo que Madre querría. —No lo miró a los ojos, ni a él ni a nadie más, pero sus palabras fueron contundentes, a pesar de su gentileza.

      De pronto Hubert se sintió indefenso.

      —Pero, Dinah…

      —Además —agregó Dunstan—, si quieres saber qué hora es, puedes ver el reloj de la entrada o el de la cocina.

      —A ver, chicos, es hora de ir a dormir. —Elsa se puso de pie y los demás siguieron su ejemplo. Sólo Hubert permaneció sentado. Miró el reloj colgado arriba del fregadero. Era eléctrico. Y el delgado segundero rojo recorría de forma imparable la esfera del reloj. Giraba de forma tan fluida y constante que a veces daban ganas de que fuera más rápido o más lento, o de que simplemente se detuviera. Pero Hubert pensó que no era como el reloj de Madre. A aquel segundero… no le importaba nada; simplemente seguía adelante.

      —¡Hubert!

      Bajó la mirada.

      —Dime.

      —¿Ayudas a Jiminee a lavar los platos? Dinah y yo arroparemos a los peques.

      —No soy peque —intervino Willy con voz somnolienta.

      —Está bien —dijo Hubert—. Está bien. Lo haré.

      Jiminee ya estaba juntando las tazas.

      —Pi-pi-pido lavar —dijo.

      Hubert echó la silla hacia atrás.

      —Yo seco entonces.

      —Ah, y, por favor, Hubert —dijo Elsa desde la puerta—, no olvides apagar las luces cuando subas.

      Hubert asintió.

      —De acuerdo.

      Tomó la toalla del perchero y se paró junto al fregadero a mirar cómo la boquilla del grifo escupía agua. Y no pudo evi­tar pensar que Elsa tampoco entendía nada, en realidad.

      V

      JIMINEE LO SIGUIÓ POR LAS ESCALERAS.

      —¿Cómo era ese ho-ho-hombre, Hu? —le preguntó.

      Hubert hizo una pausa en el rellano frente a la biblioteca y se asomó al pasillo.

      —Un hombre cualquiera —dijo.

      —¿Q-q-qué tipo de hombre?

      De repente Hubert no quiso seguir subiendo las escaleras que llevaban al cuarto de Madre.

      —Mira, era un tipo alto, con bigote.

      —¿Como el otro hombre?

      —¿Cuál otro hombre? —Hubert caminó hacia los interruptores de la esquina para apagar la luz del vestíbulo.

      —El otro hombre que vino.

      —¿De qué hablas? ¿Cuándo?

      Jiminee sonrió.

      —N-n-no

Скачать книгу