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como fin de la duda –o por lo menos de las incertidumbres– y en ella el método científico, garante de las certezas, se instalaron como principio estructurante en la comprensibilidad de la naturaleza y de la objetivación del mundo (Schödinger, 1999). Y, simultáneamente, como síntoma de una condición originalmente moderna: “Para muchos, los rótulos de científico y/o de moderno se transformaron casi en sinónimos, y para casi todos, esos rótulos eran –y siguen siendo– dignos de elogio” (Wallarstein, 2004, p. 15).

      Naturaleza y objetivación, ciencia y modernidad, científico y moderno, se convierten así en conceptos intercambiables que operan en una suerte de cadena sinonímica de igual o similar significado. Se afianza el sentido de la verdad a partir únicamente de lo que es verificable, indistintamente de que aquello que se verifica sea socialmente útil, moralmente bueno o filosóficamente trascendental, a partir de lo que es susceptible de unificar epistemológicamente bajo la sombra del método científico.

      Ahora bien, en perspectiva histórica, esta división entre la búsqueda de lo verdadero y lo bueno, entre el entendimiento de la naturaleza y del alma, solo existía una ausencia de límites, todo saber se consideraba unificado en un nivel epistemológico. La ausencia de límites, señala Wallarstein (2004, p. 24), era doble: a) no existía la idea de que los académicos tuvieran que acotar su actividad a un campo del conocimiento; y b) la filosofía y la ciencia no se consideraban campos separados.

      Como antesala al gran sismo que se produciría en los XVIII y XIX, esta escisión se da en las raíces mismas de la relación del hombre con la naturaleza y consigo mismo en la época medieval. Como lo señala Franz Borkenau (1990, p. 36), atendiendo el proceso socio-histórico-cultural de la baja Edad Media, en sus últimos trescientos años específicamente, es donde podemos ubicar el germen de la modernidad y, por tanto, del distanciamiento del hombre con la naturaleza a favor de un utilitarismo ligado a la aparición ya de un cierto tipo de cultura urbana, mercantil e industrial que despunta en los siglos XIV y XV en Italia.

      Demandas económicas, aumento de la productividad y del comercio internacional, junto con la consolidación no solo de una clase burguesa sino principalmente de un comportamiento burgués, hacen que se produzca una secularización de la cultura, “que deja de ser progresivamente medievalcristiana, deja de estar organizada alrededor de contenidos sacrales para dar paso a una nueva actitud ‘realista’, metódica, práctica, utilitaria, secular” (Borkenau, 1990, p. 36).

      Se desacraliza la naturaleza y se sacraliza el método, la lógica formal y el plano cartesiano. Aquella experiencia desde el trasmundo, dice José Luis Romero –citado por Borkenau (1990)–, desde el más allá, de la divinidad o de la providencia que era la experiencia del hombre medieval con la naturaleza se rompe y aparece la perspectiva de la otra vida: la civitas terrena, complementa Borkenau. Se da entonces la posibilidad de dominio de las leyes de la naturaleza, arrebatado a Dios y conquistado por el hombre.

      La naturaleza, como creación de Dios, pierde su aura sagrada y, simultáneamente, surge lo que Jacobo Burckhardt –citado por Borkenau (1990, p. 38)– ha llamado un “mundo desencantado”, dentro del cual el burgués actúa con pleno realismo y se enfrenta a sus tareas seculares obrando de acuerdo con una lógica inmanente que ya no considera, como sí lo hacía el hombre medieval, el trasmundo.

      Desencantamiento que oscila en una lucha entre lo dado por Dios y lo creado por el hombre. Alumbramiento de un nuevo tipo de mirada individual sobre la naturaleza que se materializa en su subordinación a los intereses materiales, capitalistas y científicos de un nuevo mundo: el mundo moderno. Es la aparición de la idea de la “voluntad de poder”, anota Borkenau, la actitud que caracteriza al hombre moderno frente a la naturaleza, frente a los otros hombres, frente a sí mismo.

      Y no es, continúa el autor, “voluntad de poder solo en un sentido estrictamente político […] sino voluntad general de dominio sobre lo ente, sobre la naturaleza, tal y como lo ha formulado Max Scheler, voluntad ‘para la transformación productiva de las cosas’” (Borkenau, 1990, p. 38).

      Cosificación y potenciación de la naturaleza como mera materia prima. Así, Francis Bacon resumía con contundencia este nuevo pensamiento a comienzos del siglo XVII: Knowledge is power. El conocimiento y dominio de la naturaleza es poder. Por tanto, la ciencia como instrumento al servicio de este conocimiento y dominio es la mejor de las herramientas del poder. Simbiosis de saber y poder que hasta hoy impone.

      Sin embargo, es entre 1750 y 1850 el período en el cual se da un movimiento tectónico que genera una modificación radical en la manera en que se configuran las estructuras del saber, separando, divorciando, a la ciencia de la filosofía, de tal manera que hoy se nos presentan casi de manera antagónica. División que reorganizó, institucionalizó y determinó el sistema universitario en los siglos posteriores en dos facultades centrales: la de ciencias propiamente dichas, fundamentadas en la mecánica newtoniana, y la de artes, humanidades o filosofía (Wallarstein, 2004).

      Y es precisamente en la nueva frontera establecida, en el límite demarcado y los espacios cercados y diferenciados de la ciencia y la filosofía, del arte y la mecánica newtoniana, donde Wallarstein instala la pregunta por el lugar que le correspondería entonces a las ciencias sociales, por su encajamiento entre las humanidades y las ciencias naturales.

      Primigeniamente incrustadas entre la materia y el espíritu, lo subjetivo y lo objetivo, lo bueno y lo verdadero, las ciencias sociales surgen con un pie ligera y dudosamente puesto en las humanidades, y el otro firmemente asentado en el modelo cultural newtoniano. Más allá de responderse a los por qué, en sus inicios las ciencias sociales prioritariamente plegaron sus métodos al de los de las ciencias naturales, y en un efecto reflejo asimilaron que el comportamiento de los fenómenos sociales era similar en sus leyes y reglas de funcionamiento a los fenómenos naturales, por tanto, describiendo el qué, cómo, cuándo y dónde se explicaba en sí misma la actividad social.

      Igualmente, esta ruptura que se dio en las estructuras del saber dando surgimiento a lo que Snow –citado y punto de referencia de los trabajos de Wallarstein– llama las “dos culturas”, también provocó una separación, inexistente en el hombre medieval y en su manera de entender el mundo, entre el sujeto y el objeto. Ya René Desacartes en el Discurso del método esbozaba esta obligada separación moderna al afirmar que el conocimiento por el conocimiento mismo, o lo que los escolásticos llamaban vita comtemplativa, no tenía sentido. Es decir, es en el desdoblamiento instrumental entre sujeto y objeto donde se produce el conocimiento útil. Se da entonces una objetualización del conocimiento, una centralidad de su materialidad y su posibilidad de aplicación a los requerimientos del capital y del poder.

      La capacidad de dominio de la naturaleza –apunta Borkenau (1990, p. 42)– por el conocimiento de sus leyes le da al hombre moderno una conciencia de superioridad: todo es considerado factible de un tratamiento racional y se produce una vinculación entre la especulación científica y el trabajo industrial, el discurso político y lenguaje.

      El psicólogo C. G. Jung se queja –nos dice Erwin Schödinger en su libro Mente y materia (1999, p. 57)– de la exclusión del sujeto, de la omisión del alma y de la mente de la imagen que tenemos del mundo; del aluvión de objetos externos de conocimiento que han arrinconado al sujeto, muchas veces hasta la aparente no existencia. La ciencia es, sin embargo, una función del alma en la que se arraiga todo conocimiento. Y es que el mundo de la ciencia, añade el propio Schödinger, se ha concentrado en un objetivo horrible que no deja lugar a la mente y a sus inmediatas sensaciones.

      Resuena entonces con mayor fuerza la inquietud vital, central en Wallarstein (2004, p. 25), sobre el topos de las ciencias sociales hoy. Y es que estas en sus albores no fueron ajenas a la pretensión –que se prolonga de cierta manera hasta la época actual– de asir la realidad social bajo las lógicas de la mecánica newtoniana; el escrutinio bajo la lupa de las epistemología nomotéticas, el paralelismo de los procesos sociales con los procesos materiales, objetos de estudio de las ciencias naturales, llevó a la búsqueda de leyes sociales universales cuya verdad permaneciera intacta a través del espacio y el tiempo.

      Así, la incertidumbre frente a la posibilidad de comprender, controlar y predecir la complejidad de los procesos sociales

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