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cara, por mi cuerpo desnudo, agotado más por la presión psicológica a la que le había sometido que por el desgaste físico. Y allí, bajo la ducha, sin saber por qué, lloré como un crío, lloré de rabia, de asco, de tensión o de pena, no supe por qué.

      Entonces no lo sabía, hoy, meses después, ya lo he descubierto.

      Tenía la extraña sensación de que todo el mundo me miraba, hubiera jurado que mis compañeros volvían la cabeza a mi paso, pero supongo que sería solo una impresión mía, una influencia de mis extraños pensamientos, que continuaban aprisionados en mi mente, pugnando por salir de ella sin más dilación.

      Apenas me había sentado en el sillón de mi despacho, cuando sonó el interfono y la voz de la auxiliar me trajo a la realidad:

      —Señor Coronado, el señor Salgado le espera en su despacho para preparar la reunión de…

      —Dígale que no puedo ir, que estoy ocupado… y tráigame un café, por favor.

      Extendí sobre mi mesa un montón de papeles para que cuando entrase Cristina tuviese la impresión de que, efectivamente, tenía mucho que hacer. Me puse las gafas y con un bolígrafo en la mano, simulé estar enfrascado en cualquier asunto.

      Momentos después llamó a la puerta y se acercó a mi mesa para dejar sobre ella un vaso con el café y varios sobres.

      —Ya le dije al señor Salgado que en este momento no puede ir.

      —Muchas gracias —le contesté sin levantar casi la mirada de los papeles hasta que salió y cerró la puerta a sus espaldas.

      De nuevo solo, giré la silla en la que estaba sentado, a mi espalda, el gran ventanal del piso doce en el que me encontraba, me devolvía la imagen de cientos de edificios que como el del banco, se elevaban erguidos al cielo. Miles de ventanas, como pequeños huecos en panales de abejas emitían reflejos por la luz del sol que impactaba en ellos y me parecieron señales que toda aquella gente me estaba enviando desde sus lugares de residencia o trabajo, tal vez encerrados en sus despachos, como yo, o en sus vidas... también como yo.

      No podía trabajar, no tenía ganas de nada. Si por mí hubiera sido, me hubiese lanzado a la calle, a aquella calle que hervía a mis pies y en la cual la gente se confundía sin tener que darse explicaciones de nada, sin tener que dejar clara ninguna postura en sus vidas.

      Miré las paredes del despacho que, cubiertas de madera, acogían enormes cuadros abstractos que nunca me habían dicho nada, tenía la sensación de estar aprisionado entre aquellas paredes, pero no quería salir de allí, no quería encontrarme con Román Salgado, no había vuelto a verlo desde el intento de caricia que él había querido hacerme y que yo había rechazado bruscamente.

      Afortunadamente, Luis Suárez entró en aquel momento en mi despacho y me trajo de nuevo a la realidad de cada día al plantarme delante un montón de estadísticas que tenían que haber estado revisadas hacía dos días y que se nos habían pasado por alto.

      —Sabes que hay reunión con el “súper” dentro de nada, ¿no? —me dijo mientras yo encendía un cigarro con otro.

      —¿Otra vez? Pero bueno, ¿qué se cree este? ¿Que no tenemos nada más que hacer? —le dije.

      —Viene de otra forma de trabajo. Él es de la escuela de consensuar todo con cada departamento, preparar las reuniones con unos o con otros y luego no tomar ninguna decisión hasta que esté todo expuesto a los demás.

      —Muy bonito para una sesión de terapia en alcohólicos anónimos, pero vamos, para un banco como este... Tendrá que irse dando cuenta de que hasta que él llegó también hemos sabido mantenernos a flote. ¡Cuánto me fastidian los imprescindibles!

      —Creí que te caía mejor —dijo Luis mirándome sin disimular una cierta sorpresa—. ¿Sabes que dicen que es gay?

      —Tiene pinta... —contesté con desdén echando para atrás el respaldo de mi sillón.

      —¡Lo que nos faltaba! —dijo él sin poder contener la risa—. Un director de altos vuelos y encima maricón, con lo quisquillosos que dicen que son...

      Reí con él de una forma abierta, para que no quedase la menor duda de que yo estaba de su lado, de que yo participaba de aquel secreto a voces aunque hubiese sido el último en enterarme. Reí para reafirmar mi postura, para elevarme en mi pedestal y para despejar la tormenta de dudas que aparecía en el horizonte de mi mapa vital.

      Cuando, inevitablemente, tuvimos que acudir a la nueva llamada de Salgado para la reunión, Suárez y yo nos dirigimos a su despacho sin disimular la gracia que nos habían hecho nuestros propios comentarios.

      Estaban ya en la sala varios compañeros del resto de departamentos. Cuando todos hubimos tomado asiento en torno a la mesa rectangular que ocupaba el centro de la estancia, Salgado, desde la cabecera, comenzó a exponer su estrategia para coordinar los diferentes enfoques de campañas inversoras que hasta entonces se habían abordado de manera individual y que, según su propuesta, debían llevarse a cabo de manera conjunta, lo cual requeriría de gran colaboración por parte de todos, que era lo que estaba solicitando de cada uno de nosotros.

      Evité mirarlo, me limité a escuchar tanto su exposición como las intervenciones de los demás dejando la mía voluntariamente para el final, y expuse mi alegato dirigiéndome a los otros asistentes, sin cruzar una sola mirada con él, pero con la certeza de que su mirada escrutadora no se apartaba de mí.

      Dos horas de intercambio de ideas no me dejaban más opción que callarme y simular que me daba igual todo lo que los demás dijesen, o por el contrario, participar de la conversación como era habitual en mí, pero la verdad es que la presencia de Salgado me incomodaba, me hacía sentirme un extraño dentro de mí mismo, y era incapaz de comportarme con naturalidad.

      Estaba deseando que terminase de una vez la maldita junta y pudiésemos ir a la cafetería a echar unos cuantos cigarros que relajasen aquella tensión. Era consciente de que mi actitud no era la correcta, no me encontraba al cien por cien, no era capaz de concentrarme en los temas que estábamos tratando, mi mente se escapaba de la sala y tenía que ir en su busca para que no se notase demasiado el desinterés que me había poseído aquella mañana. Normalmente, me gustaba implicarme en nuevos proyectos, en iniciativas que hiciesen menos monótono el trabajo, enseguida me apuntaba a cualquier innovación y no me costaba el menor esfuerzo ponerme al día en cualquier tipo de actualización que tuviésemos que hacer, pero en aquellos momentos no era capaz de motivarme con nada de lo que se estaba proponiendo, era como si una capa impermeable de dejadez y pasotismo me hubiese aislado de lo que sucedía a mi alrededor.

      —Bueno —dijo Salgado como si leyese mis pensamientos—, creo que por hoy vamos a dejarlo, nos hemos ganado todos un buen café.

      Me levanté como si se hubiera accionado un resorte y ya cuando estaba alcanzando la puerta, no tuve más remedio que detener mis pasos:

      —Ignacio, si te puedes quedar un momento... me gustaría matizarte un par de temas.

      —Estoy muy liado... —le dije—, puedes decírselo a Suárez y ya me lo comentará él, hemos hecho todo el planteamiento juntos, así que...

      —Será solo un momento —insistió.

      Y de nuevo tuve que soportar los gestos de los demás, las señas que me hacían, los movimientos escondidos con la mano, gestos amanerados que disimulaban ante mi mal contenido cabreo, codazos y risas absurdas que echaban por tierra todo mi empeño en que se me desligase de Salgado, en que no se me relacionase con él, en que no me dejasen en aquella sala de juntas con un tío que parecía que lo único que quería era echar abajo en dos días la buena imagen que los demás tenían de mí y que había ido construyendo a lo largo de los años.

      Con el rostro embotado me dirigí hacia el extremo de la mesa en la que él estaba apoyado, tenía que decírselo, tenía que hablarle claro de una vez por todas, que no se confundiese conmigo, que no me fastidiase más con llamadas aparte y estupideces

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