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en la que estaba dispuesta una mesa rodeada de varios centros de flores y sobre la cual reposaban cuatro portafolios y otras tantas botellas de agua.

      El discurso de bienvenida estaba cargado de elogios hacia Román Salgado, apestaba a peloteo rancio y desnaturalizado por completo. Frases empalagosamente pensadas, almibaradas hasta la saciedad con aquellas palabras que dejaban entrever horas de preparación escudriñando en los más completos diccionarios de la adulación.

      —... Respaldado de un prestigio que ha demostrado a lo largo de su trabajo en diferentes entidades bancarias de rango internacional, les aseguro que su brillante formación y su innegable experiencia, enriquecerán el nivel de nuestra empresa y especialmente de esta sede en la que haremos cuanto esté en nuestra mano...

      Desde las filas que ocupaban los empleados rasos, me llegó un leve murmullo cuando el orador dijo aquello de “nuestra empresa”, evidentemente, no se sentían identificados con la expresión, tal vez porque ni el preparador del discurso ni la persona que lo estaba leyendo habían pensado en ningún momento en que la empresa fuese de los anónimos ocupantes de las filas traseras, que en aquellos momentos servían de relleno mientras peleaban a muerte para que el sueño no se hiciese notar demasiado ante la aburridísima perorata con la que nos estaban torturando a todos.

      Como ocurre con los regidores en los programas de televisión, ante la señal de uno de los organizadores del evento, todos los asistentes comenzamos a aplaudir mientras se producía el relevo del orador ante el micrófono, dando paso ahora al recién estrenado director, que a diferencia de su anfitrión, no llevaba discurso escrito, y se colocó con la mayor naturalidad delante del atril en el que apoyó sus manos vacías, y comenzó a hablar haciendo gala de una indudable experiencia frente al público.

      Se abstuvo de nombrar su currículo ni su, ya mencionada y completísima, formación; por el contrario, centró su charla en las referencias que tenía de la sede española del Banco Pelayo y en su intención de aprender de todos los que hasta entonces habíamos llevado el timón de aquella nave hasta el puerto en el que él iba embarcar para formar parte de la tripulación.

      Mientras hablaba miraba a los asistentes, ni un solo momento bajó la cabeza ni dejó entrever el menor titubeo. No cabía duda de que dominaba la situación, de que se sentía a gusto y seguro en el lugar que ocupaba, y sobre todo, en el que iba a ocupar.

      En un par de ocasiones mi mirada se cruzó con la suya, cosa bastante normal porque trataba en todo momento de afianzar lo que decía con gestos contundentes y miradas firmes hacia el público, regla número uno de la oratoria.

      Impecablemente vestido aparentaba tener algún año menos que yo, aunque tal vez fuese solo una apariencia. Piel morena y cabeza completamente afeitada, dejando visibles las arrugas que se le formaban cuando arqueaba las cejas y de nuevo centraba su mirada en alguno de los asistentes.

      ¿Metro noventa, noventa y algo? Sí, porque cuando había ido a su lado camino del salón de actos me dio la impresión de que éramos bastante similares en estatura, él de complexión más delgada aunque ancho de hombros y de aspecto musculoso, probablemente era de los que se machacaban en el gimnasio.

      De nuevo mi mirada se encontró en el aire con la de Román Salgado.

      —... Con la intención de aprender de cuantos me rodean, espero de su colaboración y quisiera que supieran que estoy dispuesto a recibir sugerencias y que la puerta de mi despacho estará siempre abierta para cuando alguno de ustedes...

      Y cuando dijo “ustedes”, parecía que yo fuese el único destinatario de su frase, por lo que me sentí un tanto violento e instintivamente miré hacia otro lado.

      Extraño y un tanto enigmático Román Salgado.

      —¿Y qué tal con tu nuevo jefe, papá?

      —Bueno, no sabría qué decirte, solo hemos tenido un par de reuniones, parece agradable, no es de los que vienen pasándote el cargo por las narices.

      —No empieces, Nacho —dijo Paloma— que tú siempre te fías de la gente, te crees que todos van a la buena de Dios, y no te das cuenta de que por ser así estás donde estás...

      —No empecemos con lo mismo de siempre... —le dije para tratar de cortar aquella conversación cuyo principio y final conocía de sobra por lo reiterativa que se venía haciendo a lo largo de los años.

      —Sí, sí empiezo. Empiezo porque tengo que empezar, porque sabes que tengo razón, que hace años que tú tenías que ser el director del banco, y en vez de eso dejas que pasen todos por delante de ti, que te pisoteen y que se rían en tu cara...

      Paloma iba subiendo el tono de voz proporcionalmente a la subida del tono de sus acusaciones, y yo quería evitar que continuase la progresión de lo que, para mí, eran ofensas, frases infundadas que lanzaba contra mí como dardos, sabiendo de antemano que a fuerza de insistir terminaría alcanzando el centro de la diana.

      —Ya basta, no empecemos... —le dije.

      —¿No empecemos? ¿Y por qué no vamos a empezar? Porque sabes que tengo razón, que ya hace cinco años, cuando entró Suárez de director, todo el mundo estaba convencido de que el cargo iba a ser tuyo, y tú te callaste, y cuando antes de Suárez, entró Germán Ulloa, también debería de haber sido para ti la dirección, pero tú siempre te has quedado callado como un muerto, tragando con lo que te echen, como si no fueses consciente de que no vas solo por la vida, que tienes una familia, una responsabilidad, unas obligaciones...

      No podía más, sentía que la cabeza me iba a estallar, y ella continuaba remontándose al pasado, a los comienzos de mi carrera, cuando yo era un joven inexperto, pero que, según su criterio, debería de haber ocupado el cargo más alto del banco. Hablaba como si estuviese al tanto de todo, como si manejase los entresijos de mi trabajo mucho mejor que yo, mucho mejor que cualquiera de mis superiores. Ella y su complejo de superioridad, aquel que yo nunca había sentido.

      Marta y Chimo, al ver el cariz que iba tomando la conversación, y conocedores de que aquella charla no iba a terminar bien, se levantaron discretamente de la mesa, y yo me dispuse a hacer lo mismo, a pesar de saber que mi espantada enarbolaría más aún el acalorado monólogo de mi mujer.

      —¿Pero dónde vas? ¿No ves que estoy hablando contigo?

      —Paloma, ya hablaremos luego, tengo una reunión a las cuatro y necesito pasar antes por el despacho.

      No le di tiempo a replicar, si me hubiese quedado cinco minutos más en el comedor, hubieran saltado las alarmas de todos mis circuitos y me hubiese puesto a vocearle yo también, algo que quería evitar por todos los medios. Paloma, pese a sus sueños de grandeza de los que tal vez el único responsable sea su padre, es una persona insegura, capaz de echarme en cara lo que sea si yo permanezco inalterable, pero si me ve enfadado de verdad, se viene abajo, se derrumba y después me cuesta una semana de carantoñas y delicadezas hacerla salir de su depresión. Como esa semana me supone mucho más esfuerzo que guardar silencio y salir huyendo de sus acusaciones, opto por este camino, más cobarde, pero mucho más cómodo. Al fin y al cabo, son más de veinte años juntos, nos conocemos, y ni ella me va a sorprender con sus reacciones de chantaje emocional, ni yo tengo que demostrarle ya nada.

      Lo que me fastidia de todo este tema es que siempre ha estado latente en nuestra vida, pero cada vez que ha habido una renovación en el cargo, se ha enardecido, y por suerte o por desgracia, esto ha ocurrido tres veces a lo largo de mi vida profesional, y mi orgullo, alimentado por las palabras de mi mujer, ha hecho despertar una conciencia que yo suelo tener bastante tranquila, y que en ocasiones me ha gritado a la cara si Paloma no tendrá razón, si no seré un miserable conformista, un sempiterno segundón o, el bueno de Ignacio Coronado, el que recibe con buena cara a todo el que llega, el que jamás tiene un mal gesto y por eso cualquiera puede pasarle por encima, el que, en realidad, carga con el trabajo de director mientras otros firman los papeles y se llevan los honores y el sueldo a casa.

      Me disgustaba tener aquellos pensamientos, pero durante tantos años lo llevaba escuchando en mi casa, en mi coche,

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