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encargar una pequeña fiesta para el sábado por la noche. —Paloma seguía su serenata monocorde como si fuese la banda sonora de mis pensamientos—. Hablaré con los de la sala de abajo y organizaremos un baile para amigos, una cosa íntima, no más de treinta o cuarenta personas, tal vez le podamos presentar a alguna chica maja, tiene muy buena planta Salgado, se lo van a rifar…

      Mi mujer soñaba en alto aquellas fantasías que alimentaban su vanidad, y yo seguía sin dar tregua a mi cerebro, encontrando explicaciones a gestos y bromas que no sabía cómo me podían haber pasado tan desapercibidos hasta entonces.

      Si hubiera que andar analizando cada comentario que se hace cuando uno está fuera de las presiones habituales y se relaja el ambiente, no haríamos otra cosa en todo el día. Pero podían haberme dicho algo, viendo que yo no me daba por enterado, debían haberme advertido. No se les habría ocurrido suponer siquiera que a mí me iba también el rollo homosexual, vamos, es que solo de imaginarlo se me ponían los pelos de punta. Yo no tenía nada en contra de ellos, pero de ahí prestarse a confusiones había un abismo. No podía ser, tenía que hacer algo para dejar bien asentada mi postura, mi masculinidad no debía de quedar en duda. Menuda situación.

      —¡Pero Nacho! Dime algo, por Dios, que llevo media hora hablando contigo... —el grito de mi mujer casi dentro de mi oreja, me hizo rebotar de tal manera que ella misma se asustó al ver mi reacción.

      —¡Que me dejes en paz! ¡Eso es lo único que tengo que decirte! ¡Que me olvides de una santa vez!

      Y salí del comedor dejando detrás de mí un sonoro portazo. La dejé allí paralizada mientras me ponía una chaqueta y me iba de casa a respirar soledad, que era lo único que necesitaba en aquellos momentos.

      Caminé hasta el parque que estaba cercano a casa y allí me senté en un banco, con la cabeza embotada de tanto como bullían los pensamientos en su interior. Por si tenía poco, acababa de fastidiarlo todo con Paloma, que según era ella, me costaría ocho días y cien mil disculpas tenerla otra vez contenta, y lo peor de todo era que, en aquellos momentos, no tenía ningunas ganas de pedir disculpas a nadie y me era bastante indiferente si estaba contenta o no.

      De repente, la única idea que me preocupaba era regresar al banco al día siguiente y dejar claro a todo el mundo que mi “cercanía” con el director era absolutamente profesional, no iba a permitir la menor duda sobre ello aunque para eso tuviera que solicitar claramente que fuese otra persona la que se ocupase de facilitarle los datos que necesitaba.

      Solo imaginarme al personal de la oficina burlándose de mí, me ponía verdaderamente quemado por dentro. Yo no había sido nunca un ligón empedernido, y jamás se me hubiese ocurrido intentarlo en el banco, donde tenía clara cuál era mi función allí: trabajar igual que el resto del equipo, pero de ahí a pasar a ser el hazmerreír del banco porque a un recién llegado director gay se le antojase, había una distancia que no pensaba recorrer.

      Fuera del banco, tampoco había tenido una historia demasiado apasionada, un par de escarceos sexuales, nada serio, lo justo para satisfacer la curiosidad de saber si seguía siendo atractivo para las mujeres, porque a partir de cierta edad, no vale con imaginarlo, hay que comprobarlo y asegurarse. Y eso había sido todo, así de sencillo, y así debía de seguir siendo, de eso me iba a encargar yo aunque para ello tuviera que trasladar mi despacho a la otra torre que conformaba el edificio del Banco Pelayo.

      Es más, pensé que lo mejor sería hablar directamente con Salgado y decirle sin rodeos que respetaba sus ideas, sus tendencias o como lo quisiese llamar, porque hablar de desviaciones tal vez fuese muy fuerte, yo tampoco estaba muy seguro de si eso se podía considerar una desviación, y dejarle claro que a partir de aquel mismo momento preferiría que se comportase conmigo de un modo más distante y que las reuniones se produjesen siempre en presencia de otras personas. Sí, mejor dejar las cosas claras desde el principio, era preferible pasar un mal rato para decir aquello, que andar toda la vida con los rumores a la espalda, de eso nada, a mí me sobraba carácter para plantarle cara a quien fuese, lo tenía bien claro, mi actitud no iba a quedar en duda, de eso me encargaría personalmente.

      Aquella noche cuando llegué a casa encontré a Paloma seria y con claros signos de haber pasado la tarde llorando a juzgar por las ojeras que tenía. Me acerqué y traté de darle un beso para que se olvidase de lo sucedido, pero de sobra sabía yo que aquello no iba a bastar, y como prueba de que no estaba equivocado, me apartó bruscamente de su lado sin dirigirme la palabra.

      —Lo siento, —le dije sabiendo que aquella solo sería la primera de una larga lista de disculpas—perdóname, mujer, no sé lo que me pasó, es que había tenido una mañana tremenda, con mucha presión...

      Siguió sin contestarme, a lo suyo, como si no me escuchase. Estábamos en la cocina, ella trajinaba por allí preparando la cena; estaba con una bata muy fina, seguramente acababa de salir de la ducha porque solo llevaba una minúscula ropa interior.

      Salí de la cocina y fui al cuarto de Marta, no había nadie; me dirigí entonces a la habitación de Chimo y tampoco estaba.

      —¿Dónde están los chicos? —pregunté de regreso a su lado.

      —Han ido al cine, estrenaban una de esas que les gustan a ellos.

      —¿Juntos? —pregunté extrañado, pues mis hijos se llevaban como hermanos, por lo que no se podían ni ver.

      —¡Seguro! —dijo Paloma— No sé cuándo han ido juntos a ningún sitio. Cada uno fue con sus amigos, estoy segura de que si se encuentran ni siquiera se dirigen la palabra.

      En aquellos momentos me era completamente indiferente si los chicos estaban juntos o separados, la verdad, lo único que me importaba era saber que no estaban en casa, y una vez asegurado ese punto, se fijó en mi mente la idea obsesiva que llevaba toda la tarde torturándome por dentro: yo era un hombre, y lo tenía que demostrar. ¿A quién? Pues seguramente que, aunque no lo supiera, lo primero que necesitaba era probármelo a mí mismo, por eso me acerqué a mi mujer, que una vez más me rechazó alejándome de ella, pero no me bastó, no era un buen momento para despreciarme.

      —Ven aquí —le dije, acercando mi boca a su oreja, con un rugido lastimero, mezcla de pasión y necesidad, que ella no correspondió.

      —¡Que te pares, hombre! ¿No querías que te dejase en paz? ¿Tú qué te crees? ¿Que las cosas se arreglan así? Aquí te pillo y aquí te mato, sin más ni más, y hala, todo olvidado. Que no, que te digo que no te enteras...

      Estaba frente a mí, con la bata casi abierta, enfurecida, mirándome sin verme, sin percatarse de que no le estaba pidiendo nada, de que se pusiese como se pusiese yo tenía una idea fija y la iba a llevar a cabo.

      Recuerdo aquel momento y no me reconozco, yo no soy así, jamás he utilizado la fuerza para nada y mucho menos para mantener relaciones con mi mujer. Juro que me sonrojo al recordarlo y si pudiera hacerlo borraría ese día de toda mi vida, pero no puedo, y recordarlo me hace tanto daño que entiendo que es el precio a pagar por mi actitud imperdonable.

      Como si no fuese yo mismo, le abrí la bata y me lancé sobre los pechos que habían quedado al descubierto, ella intentó apartarme, pero no me di por enterado, y acorralada como la tenía en la esquina de la cocina, continué mi saqueo bajando por su cuerpo con mis manos y con mi boca, marcando mi territorio como un animal, como el macho herido que en aquellos momentos buscaba desesperadamente a su hembra sin otro motivo que dejar bien claro quién era el hombre.

      El forcejeo no se hizo esperar, Paloma reaccionó sorprendida ante una actitud a la que no estaba acostumbrada intentando separarme mientras yo la sentaba en la mesa y me perdía entre sus piernas abiertas a pesar de que ella intentase evitarlo.

      La tumbé en la mesa sujetándole los brazos, y me adentré en ella con una fuerza desbocada rematando mi faena en dos minutos. Cuando culminé mi toma de poder, me retiré de ella, que, asustada, se incorporaba dolorida y me miraba con una sombra de miedo que jamás había visto antes en su mirada.

      —¿Pero a ti qué te pasa? ¡Me has hecho daño! —me dijo enfadada.

      —Lo siento, lo

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