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no entenderlo, a mí me ha costado casi medio siglo asumirlo y mirar de frente sin pensar que tengo que pasarme la vida pidiendo disculpas por ser como soy.

      Me dejaba de hielo con sus razonamientos, no sabía qué decirle porque me daba cuenta de que sus confesiones eran sinceras, hablar de su hija le emocionaba, y lo ponía a mi nivel, al nivel “padre herido”.

      —Es muy joven —le decía tratando de quitarle hierro a sus ideas—. Ya verás cómo con el tiempo logra entenderte, los chavales de hoy se han criado en una sociedad más tolerante que la de nuestra infancia, son más abiertos, tienen menos prejuicios.

      Pero no lo convencía, no podía convencerlo cuando yo lo seguía mirando con recelo, cuando podía hablar con él si estaban las puertas abiertas o lo tenía a cinco metros de distancia, aunque no por eso dejaba de reconocer que hablar con él me tranquilizaba, que tal vez, como el consuelo de los tontos, ver que mi mal no era el peor del mundo, me daba la sensación de que lo mío no era tan grave, de que mi hija no me había abandonado, de que simplemente estaba estudiando fuera de casa y sobre todo, creciendo y formándose para la vida, como antes lo habíamos hecho otros. Además, yo tenía a Chimo, y al resto de mi familia, seguían estando todos a mi lado.

      —Tengo la esperanza —decía con un punto de ilusión en los ojos—, de que tengas razón y algún día pueda volver a abrazar a mi hija, pero con el resto de mi familia, ni tengo esperanza ni la quiero tener. Eran adultos cuando me apartaron de sus vidas, antepusieron la opinión del resto del mundo a los afectos, y eso, deja heridas que no cierran fácilmente.

      —Bueno, anda, no seas exagerado, la familia es la familia para siempre.

      —¡Mira quién habla! Exagerado, dice, el que está hecho un agonías porque su hija, como es normal, pasa un poco del brasas de su padre.

      —¿Un poco? Pero si hace tres días que no la localizo. Ayer tuvo un examen y no sé nada de ella.

      —Natural, habrá tirado el móvil —se burlaba entre risas.

      Charlábamos entre una reunión y otra, en la cafetería, en el ascensor, donde fuese, porque me doy cuenta de que me puse realmente pesado con el tema de mi hija, y cualquier momento era bueno para sacar la conversación, y él, sin ofenderse por mi poca variedad, siempre tenía respuesta para mis miedos, no le faltaban ejemplos que ponerme, razones para hacerme ver las cosas desde otro punto de vista, palabras que aliviasen mi decaimiento, y ánimo para esperar con ilusión la primera visita de Marta o la próxima vez que me llamase por teléfono sin que yo tuviese que perseguirla dos días para ello.

      Llegó a ser tal mi dependencia de su apoyo que el temor a que me viesen con él continuamente, pasó a un segundo plano, porque como además, mis compañeros más cercanos conocían de sobra mi obsesión con la partida de mi hija y bromeaban sobre ello continuamente, no me importaba que viesen que Salgado me aconsejaba y hasta se reía con ellos de mis absurdos temores; pero si se daba el caso de que estuviésemos los dos solos, tampoco salía corriendo, yo lo que necesitaba era que me tranquilizase y cuando le escuchaba, lograba convencerme de que era un “neuras” y un pesado con la persecución a la que sometía a Marta.

      Salgado no había vuelto a hacer referencia a la conversación que habíamos tenido semanas atrás en la sala de juntas, no volvió a tener un acercamiento físico conmigo, ni mencionó el tema de cambiar su despacho de edificio, era como si aquella escena jamás hubiera tenido lugar. Yo había tenido la cabeza tan ocupada con el tema de mi hija que instintivamente había hecho como si me hubiese olvidado de aquello, pero el engaño al que quise someterme no se sostenía, y pronto, la realidad vino a imponerse aunque yo me ofuscase en no verla.

      Los comentarios acerca de la homosexualidad de Salgado habían sido de lo más variopinto. Todos, incluido yo, nos habíamos reído hasta no poder más de los chistes que enseguida le habían sacado, de las afirmaciones que se hacían de él, de los sitios en los que decían haberlo visto, la mayoría de las veces inventado solo para darle más fuerza a las gracias que se querían hacer con él.

      Me tranquilizaba el hecho de ver que mis compañeros me incluían en su grupo aunque fuese para burlarnos de Salgado, que no se ocultaban de mí para eso, porque dejaba claro que me situaban al lado de ellos y no al del director, como tanto había temido al principio. Alguna vez bromeaban, pero les seguía la corriente, me estaba convirtiendo en un magnífico actor.

      —Pues tú te llevas muy bien con él —me decían de vez en cuando entre risas y guiños de complicidad—. ¿No te habrá tirado los tejos?

      Y todos reíamos como si nuestra probada masculinidad nos hiciera indudablemente superiores a él, y con eso se nos llenaba la boca, se nos tranquilizaba la conciencia y se nos recargaban las pilas para seguir inventando chistes a su costa.

      Pero aunque no quisiera detenerme a pensarlo, me sentía cada día más hipócrita cuando estaba a su lado, porque la verdad era que la única persona que me estaba ayudando a superar el trauma que la separación de mi hija me había causado, era él, mientras yo pagaba su paciencia y sus consejos con burlas y risas a su espalda; pero por muy mezquino que uno sea, llega un momento en que eso, pesa por dentro y busca un resquicio por donde salir. Aunque me afané en tapar cualquier rendija por la que mi sentimiento de culpabilidad pudiese aflorar no lo conseguí, y un día, en una de aquellas “sesiones de terapia” que Salgado mantenía conmigo, me coló una pregunta ante la que no supe mentir.

      —Te veo mucho mejor —me dijo—. Creo que estás a punto de empezar a superar lo de Marta.

      —Pues si es así, te lo debo a ti, eso desde luego...

      —No digas eso, hombre, yo lo único que he hecho ha sido escucharte y si acaso, contarte cómo intento superarlo yo, nada más.

      Y mientras hablaba yo esquivaba su mirada enviando la mía a vagar por las paredes, el suelo, los zapatos, las manos o una mancha diminuta en el cristal, cualquier cosa que evitase mirarle a los ojos, porque no quería sentirme de nuevo confuso, de nuevo alterado, de nuevo como ya me había sentido semanas atrás y como no quería volver a sentirme.

      —Ignacio... —Y cuando pronunció mi nombre, todas y cada una de las terminaciones nerviosas de mi cuerpo se pusieron en guardia—. ¿Qué sientes cuando sirvo de burla en los corrillos?

      Fingiendo una sorpresa que no sentía comencé a hacer gestos de extrañeza como si no supiera a lo que se refería, tratando de sustituir con aquellas expresiones las palabras que no acudían a mi boca. Tenía la garganta muy seca y el corazón se había tomado la libertad de sobrepasar los límites de velocidad permitidos.

      —Vamos —dijo— lo tengo asumido, no creas que es la primera vez, por favor, alguno de los chistes que se hacen, me lo he inventado yo, no es eso lo que me preocupa, lo que me gustaría saber es lo que sientes tú cuando los oyes.

      —Pues... bueno... es una situación...

      Y me levanté del sofá para moverme por su despacho en el que habíamos tomado un café mientras charlábamos, en principio de la subida en bolsa de las acciones del banco y después de nuestro tema más habitual, los hijos, o para ser más exacto, las hijas.

      —Me siento mal —dije por fin mirando a través de los cristales para darle la espalda—, me siento mal porque participo de ello, porque yo también me burlo, porque...

      —¿De verdad te sientes mal por eso?

      —Hay que ser un miserable para burlarse de ti a una hora y recurrir a tus consejos minutos después —le dije.

      —Debes hacerlo así —afirmó—. No se te ocurra cambiar de postura si no quieres buscarte la ruina.

      Él continuaba sentado en su silla, y yo apoyado en la ventana, con las manos en los bolsillos del pantalón, sin mirarnos, sin decir nada, como si ninguno quisiera romper aquel delicado silencio, como si una palabra pudiera hacerlo estallar en mil pedazos.

      —Me gustaría que algún día pudiéramos hablar con más calma, tal vez te apetezca pasarte por casa a tomar una copa, ya sabes que vivo solo.

      No

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