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dirigirse a mí lo hiciese estando los demás presentes y que, de no hacerlo así, se iba a encontrar con una sorpresa muy desagradable, que además ya estaba harto de todo, que...

      —Parece que me estás evitando de continuo. ¿Te pasa algo? —me preguntó a bocajarro antes de que yo pronunciase ni una sola palabra.

      —Pero bueno —empecé a decir tratando de contener una ira que no quería manifestar en un lugar que no era el apropiado—, pero tú, ¿qué te has creído? Pero...

      —Mírame —insistió sin perder la calma lo más mínimo, con un tono pausado que en nada se parecía a la indignación que escondían mis palabras

      —. Así, eso es —continuó mientras mis desobedientes ojos se posaban en los suyos sin que yo pudiese evitarlo—. No quiero perjudicarte, si quieres no volveré a llamarte aparte, pero hoy no he podido evitarlo, te he visto tan inquieto... No quiero que eso te vuelva a pasar.

      Yo no podía contestarle, todo lo que tenía pensado gritarle a la cara se me había quedado atragantado y era imposible echarlo fuera de mí. ¿Dónde estaban aquellas palabras airadas que tenía listas para escupirle tan solo hacía unos minutos? ¿Dónde se había ido mi genio vulnerado, mi carácter ofendido? ¿Por qué todo mi mal humor se había esfumado y me había dejado desvalido ante aquel hombre que, sin tocarme, me mantenía sujeto al suelo sin que pudiese mover mis pies de allí, sin que pudiera salir corriendo para no volver a verlo nunca más?

      —Ignacio, quiero que estés tranquilo, que no te sientas tan tenso. No hay nada de lo que tengas que preocuparte, no volveré a ponerte en este tipo de compromiso. —Como yo permanecía de pie, rígido, y sin poder articular ni una sola palabra, continuó hablando sin perder ni un solo instante la calma que le caracterizaba—. Si lo crees más oportuno trasladaré mi despacho al otro edificio, delegaré parte de mi trabajo en otra persona y apenas tendrás que verme.

      Un momento de silencio que a mí me pareció un siglo, un momento sosteniendo aquella mirada que parecía salir del fondo de su alma para desarmar la mía por completo.

      —Solo tienes que decirme una palabra —me dijo—. Ignacio, ¿quieres que me vaya?

      Yo no hablé, aquella voz no podía ser la mía, yo no di consentimiento para que ninguna parte de mi cuerpo emitiera aquel sonido que escuché y que a pesar de proceder de mi garganta, no podía identificar como mío.

      —No —acerté a decir.

      Y cuando él puso una mano sobre la mía, yo no me aparté.

      El día que Marta se fue a estudiar fuera sentí como si en mi interior se abriese un vacío inmenso.

      Había cincuenta carreras que hubiera podido estudiar sin cambiar de ciudad, pero ella tuvo que escoger una que no había, y nos puso en la tesitura de elegir entre obligarla a estudiar algo que no era lo que a ella le gustaba, o permitir que saliese de casa para irse lejos de nosotros, de nuestra protección, de nuestro apoyo y de nuestro control. Básicamente, lo que se ve lógico y normal cuando les ocurre a los hijos de los demás pero se convierte en algo trascendental cuando ocurre con los propios.

      La elección era sencilla, mi hija ha heredado la perseverancia de su madre, y yo tenía muy claro que aunque la hubiese convencido para que se quedase en casa al menos un año más y ganar un tiempo que favoreciese su madurez, no hubiera tocado los libros, hubiera sido un año perdido, y ante esa seguridad y sus insistentes peticiones, no tuve más remedio que ceder a ella y a Paloma, que mucho más tranquila que yo, no estaba angustiada ante la perspectiva de que nuestra “niña” se fuese de casa sin haber alcanzado siquiera la mayoría de edad.

      —No veo por qué no podemos confiar en ella —me decía mi mujer como si se pudiera confiar en cualquiera con diecisiete años—, es muy responsable, y muy organizada, ya verás cómo todo va a ir bien, hay que darle una oportunidad...

      Paloma no se daba cuenta de que mi problema no era solo que no confiase en la sensatez de mi hija, que desde luego, no tenía nada más que la adecuada a su edad, tal vez algo más de lo que yo pensaba, pero ni la cuarta parte de la que pensaba su madre; el problema era que yo no confiaba en los demás, en “el resto del mundo”, en los amigos que iba a tener y que yo no podría conocer, en los profesores con los que yo ya no iba a poder cambiar impresiones como había hecho hasta entonces, en la gente con la que iba a compartir piso porque se había negado rotundamente a ir a una residencia de estudiantes. Ese cambio radical, ese desprendimiento que se iba a producir era el que me aterraba y el que me dejó como hueco por dentro cuando Marta, con la maleta llena de ropa y la cabeza llena de ilusiones se quedó instalada en aquel piso que a mí me parecía un calabozo y a ella le parecía una maravilla.

      —Lo que tienes que hacer es desprenderte un poco de ella y volcarte más en Chimo, que lo tienes abandonado al pobre...

      Tal vez Paloma tuviera razón, no digo que no. Por supuesto que los quiero a los dos, los dos son mis hijos y daría por ellos lo que fuera, pero me mentiría a mí mismo si negase que por Marta siempre sentí algo especial, y también mentiría si no dijese que a ella le pasaba igual conmigo, porque sin dejar de reconocer que con su madre tenía ciertas afinidades, Marta estaba unida a mí de un modo diferente, de una manera que nunca ha estado Chimo, tal vez porque con él yo tenía una relación más de “hombre a hombre”, sin besos, sin mimos, sin historias que estaba convencido que eran “de mujeres” y lo único que conseguirían sería afeminarlo, creencias que ahora veo absurdas, herencias ancestrales y grabadas a fuego en las que se perdieron caricias, besos y afectos que pude haber tenido con mi hijo y que ya nunca podré recuperar. Yo pensaba que el crío ya tenía bastante con los abrazos efusivos que le daba Paloma, que alguna vez me hicieron temer que lo ahogaría de tanto apretarle la cara contra su pecho. Estaba convencido de que la educación tenía que ser diferente con mi hijo que con mi hija, y así, en el colmo de la desigualdad... les perdí a los dos.

      Marta se fue y la casa sin ella parecía vacía. Los primeros días la llamaba al móvil a todas horas, pero poco a poco me di cuenta de que no podía tenerla así, porque se la veía tensa, no se atrevía a decirme nada, pero noté que no le gustaba mi asedio telefónico y, contra mi voluntad, solo pensando en ella, llegamos al acuerdo de que hablaríamos por la noche, eso sí, todas las noches, aunque en realidad, “todas las noches” fueron las tres o cuatro primeras, porque después rara era la vez en que su móvil no estaba “apagado o fuera de cobertura” y yo no tenía más remedio que dormirme con la esperanza de que “mi niña” estuviese sana y salva.

      Siguiendo los consejos de Paloma, intenté acercarme a mi hijo, en parte porque tenía mala conciencia por haber estado siempre tan pendiente de su hermana, y en parte porque el tiempo se me hacía eterno y me sentía tremendamente solo en casa, pero ya era demasiado tarde, y Chimo, que estaba acostumbrado a vivir sin un padre que se empeñase en ir con él a todos los sitios, me puso las cosas muy claras desde el primer momento:

      —Oye, papá, que si Marta va a estar fuera cinco años, yo esto no lo aguanto tanto tiempo... Que el lunes viniste a esperarme al instituto y mis amigos llevan tomándome el pelo toda la semana; el martes te empeñaste en venir a verme entrenar, el miércoles te acoplaste con nosotros en el cine, y hoy quieres meterte en nuestro grupo de WhatsApp... A ver... que yo te lo agradezco mucho y eso, pero que... me molaba más cuando pasabas de mí, ¿vale? Que tengo catorce años, tío...

      Y tenía razón, hay cosas que no tienen vuelta atrás, por eso creo que aquella temporada, de no haber sido por el trabajo, no sé lo que hubiese hecho, porque me resultó tremendamente difícil darme cuenta de que mis hijos ya no me necesitaban nada más que económicamente, eso sí.

      Fue ese el momento en el que se produjo un acercamiento a Román Salgado, él había pasado por algo parecido con su hija, y me comprendía desde el punto de vista de un padre que como yo, había visto despegar a su pequeña. En su caso, fue más que eso, él estaba convencido de que la había visto echar a volar para siempre, pues ella no le perdonaba haberse casado con su madre, no entendía lo que para ella había sido una burla a toda la familia cuando reconoció

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