Скачать книгу

lo arrojaban al suelo o la empujaban a ella entre risas y burlas. Había quien decía que los padres de algunos de esos muchachos les habían animado a martirizar a aquella pobre infeliz para que así se largara de una vez. Nunca pasó de ser un simple rumor, pero tampoco faltaban los que decían que, con respecto a la vagabunda, la policía local no estaba haciendo su trabajo. Tal vez los más jóvenes tuvieran que hacerlo en su lugar.

      Hasta que un día la cosa pasó a mayores y papá se vio obligado a intervenir. Esa tarde un grupo de críos, y no tan críos, acorraló a la anciana en un callejón junto a unos cubos de basura. De las burlas y los insultos se pasó directamente a la agresión cuando ella intentó abrirse paso para escapar. Sobre su maltrecho cuerpo llovieron escupitajos, restos de comida, latas vacías y, finalmente, algún que otro objeto mucho más contundente. Por lo visto el impresentable de Andy, que siempre se las daba de duro y presumía de toda clase de fechorías, llegó a decir que iban a rociarla con un líquido inflamable y a prenderle fuego. Puede que sólo fuera una broma de mal gusto, pero a nadie en la situación de aquella desdichada le hubiera hecho la más mínima gracia.

      Papá fue siempre una persona calmada y de temperamento afable, excepto cuando, por el motivo que fuera, se le terminaban hinchando las narices. Era entonces cuando parecía convertirse en un gigante, su voz un trueno anunciando tormenta, y ay de aquel que hubiera osado provocarle hasta tal punto. Al ver lo que aquellos chicos le estaban haciendo a la vagabunda no dudó ni un segundo. Andy se llevó un buen puntapié en su huesudo trasero y finalmente todos los gamberros se dispersaron. Su víctima había quedado tendida en el suelo y la herida sangrante que tenía en la frente no ofrecía muy buen aspecto. Papá la tomó en brazos y la llevó de inmediato al ambulatorio para que la atendieran. No recuerdo un mal gesto en su rostro a pesar del hedor que desprendía aquella mujer, más bien al contrario procuró tranquilizarla con palabras amables mientras ella regresaba a su ensimismamiento de murmullos incomprensibles.

      En la consulta el doctor Stein la curó y le hizo un reconocimiento a fondo. Debió de encontrar algo extraño o realmente perturbador en ella. Si bien no hizo comentario alguno al respecto, papá dijo más tarde que eso lo pudo adivinar por el insólito estado de excitación en el que se encontraba Stein, un hombre habitualmente impasible, y por las preguntas que misteriosamente quedaron sin respuesta. El doctor indicó también que aquella mujer era realmente anciana, con toda probabilidad superaba los cien años y la vida que había llevado le estaba pasando la última factura. Sus riñones estaban empezando a fallar y padecía una neumonía que, si no se trataba debidamente, tendría consecuencias fatales. Aparte estaban sus problemas de visión, que más pronto que tarde la incapacitarían por completo. Se hallaba completamente sola y no sobreviviría al invierno si permanecía en la calle.

      Fue entonces cuando papá, llevado por ese sincero sentimiento de caridad cristiana que siempre lo había guiado, tomó la decisión que cambiaría nuestras vidas, muy especialmente la mía. El pueblo era pequeño y no disponía de instalaciones para albergar indigentes y en el centro de acogida más próximo no quedaba ni una cama libre, pues en ese momento se estaban realizando reformas y la mayor parte del espacio no podía ser utilizado.

      -Esta pobre mujer está muy enferma - afirmó -, si ha llegado su hora tenemos la obligación moral de hacer todo lo posible por ella, Dios así lo quiere. Nadie merece morir tirado en la calle como un animal. No, eso no puede ocurrir, no en nuestra comunidad. Somos gente civilizada.

      Esa misma noche acondicionamos a toda prisa el viejo cobertizo del jardín trasero de casa. Hubo que vaciarlo de trastos y realizar una limpieza a fondo. Después llevamos la cama donde solían dormir los abuelos cuando venían de visita, además de una silla, una mesita de noche, una lámpara de pie y una estufa. Todas cosas que no utilizábamos y que habían estado guardadas en el sótano desde hacía años. El cobertizo era pequeño y un tanto espartano, pero aun así resultaría cálido y acogedor para la anciana, pues la mantendría a cubierto de las inclemencias del exterior. Papá ni siquiera se olvidó de su carrito. Podía parecer atestado de basura, pero sin duda era muy valioso para ella.

      En un principio mamá manifestó sus dudas al respecto, en verdad no sabíamos nada acerca de aquella mujer, tampoco encontramos a nadie que fuera capaz de decirnos quién era. Sólo una vagabunda desconocida, sin pasado y sin nombre, que un día apareció como por arte de magia. Sin embargo mamá siempre había confiado en papá, lo consideraba el hombre más justo y más bueno sobre la faz de la Tierra, incapaz de hacer nada que pudiera perjudicarnos. Tras discutirlo durante más de una hora ambos acordaron que nos ocuparíamos de la anciana, pues estaban convencidos que no viviría demasiado.

      Mi hermana mayor, Sandra, no se lo tomó nada bien. Estaba en esa edad rebelde en la que contravenir los deseos o imposiciones de los progenitores resulta casi una obligación, por lo que no tardó en manifestar su profundo descontento.

      -¡Eres un bobo ingenuo papá! - protestó airadamente - ¿Qué diablos vamos a hacer con esa vieja chiflada? ¡Pero si tan siquiera tienes la menor idea de quién es! ¡A mí no me vais a liar en esto, no pienso lavarla, ni llevarla al baño ni ninguna de esas mierdas!

      A lo que mamá contestaba con calma:

      -No hables así de tu padre y haz el favor de ponerte en el lugar de los demás. Dios no quiera que un día acabemos como esa mujer. Es horrible terminar tus días completamente solo y sin hogar, sin tener a alguien a tu lado para que te eche una mano cuando más lo necesitas. Sentir compasión hacia el que sufre, procurar aliviar su dolor aun cuando sea un simple desconocido, es una de las cosas que nos hace humanos.

      Siempre he dado las gracias por tener unos padres como los que tuve, a veces pienso que es casi imposible que existieran unos mejores. Supongo que muchos otros piensan eso mismo en relación a los suyos, después de todo te dieron la vida e hicieron lo imposible para que lograras salir adelante. Pero por aquel entonces yo no tenía forma de saber lo que me depararía el futuro y, al igual que mi hermana, de entrada no acepté de buen grado la decisión de acoger en casa a una extraña. Si no lo manifesté tan abiertamente como ella fue porque quise darle un voto de confianza a papá.

      Confieso que la vieja vagabunda me daba miedo al principio. No me agradaba su olor a decrepitud, la fealdad de su vejez y de las cicatrices que surcaban su arrugado y consumido cuerpo, sus sucias ropas que finalmente terminamos quemando y mucho menos aquella mirada casi vacía y sus incomprensibles soliloquios. Tal vez me recordaba demasiado a las brujas malvadas de los cuentos infantiles, esas que encerraban a los niños en jaulas para cebarlos como marranos y después comérselos. Pero casi desde el primer momento pude percibir algo más en ella, algo misterioso, una fuerza ignota y al mismo tiempo irresistible. No era una chiflada sin hogar más, escondía numerosos secretos y, a pesar del temor, me moría por descubrirlos. Sandra se burlaba de mí cuando manifestaba estos presentimientos, asegurando que, como todos los mocosos de mi edad, dejaba volar demasiado la imaginación. No había misterios, sólo una vieja senil delirando al final de su vida.

      Las semanas fueron pasando y, poco a poco, nos fuimos acostumbrando a la presencia de nuestra huésped en el cobertizo. Papá consiguió medicinas y, a pesar de que la anciana comía más bien poco, su estado de salud mejoró visiblemente. La atención médica, el reposo, un mayor higiene y tener un lugar abrigado en el que dormir, habían producido efectos casi milagrosos. Pronto comenzó a pasar más y más tiempo fuera de la cama, a dar pequeños paseos y a no necesitar tanta ayuda para asearse, vestirse o comer.

      Pero lo más sorprendente de todo fue que la recuperación llegó también a su mente. De no saber dónde se encontraba y ser incapaz de reconocer a nadie, pasó rápidamente a estar bastante lúcida la mayor parte del tiempo. Todavía tenía bastantes lagunas, pero incluso así fue posible mantener conversaciones coherentes con ella. No tardó en agradecernos encarecidamente lo que habíamos hecho, aunque no sabía de qué forma podría compensárnoslo, a lo que papá y mamá respondieron que no suponía ninguna carga y que podía quedarse en el cobertizo todo el tiempo que quisiera. Bien sabían que aquella desdichada no tenía donde ir y que las almas caritativas no abundaban tanto como les gustaría.

      Así fue como la fuimos conociendo un poco mejor al tiempo que ella nos conocía también a nosotros. Dejé de tener tantas reservas y me atreví a charlar con ella, al

Скачать книгу