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en el que se tiene una experiencia sensible. Y si lo expreso desde la perspectiva deleuziana (Deleuze y Guattari, 2004), estaría hablando de dos filamentos distintos (característica de heterogeneidad), que se rozan, comparten una mínima noción que es la que estoy tratando de atrapar y comunicar pero que siguen de largo porque no podrían continuar juntas.

      Ahora bien, después sumé los conceptos que propone Katya Mandoki (2006); me refiero al de prendamiento para referirme al efecto de la experiencia estética que viví en el territorio y que, a la postre, generó mi adhesión a ese espacio, pero más que al espacio, al espíritu de los armeritas, no solo el de los muertos, sino también el de los vivos, de aquellos armeritas en diáspora. Este sería entonces un tercer filamento o línea que se cruza en el rizoma —en palabras deleuzianas— o una tercera dimensión que se superpondría a las dos anteriores, si lo digo bajo el viejo esquema cartesiano.

      Todas estas reflexiones respondían única y exclusivamente al mero ejercicio de la percepción y escritura: experimentaba en mi propio cuerpo las relaciones cuerpo-texto. Así, muy lentamente, fueron surgiendo las crónicas; de ahí que haga explícita la idea de las crónicas desde el cuerpo.

      Durante aquella estancia (viernes 30 de octubre y lunes 2 de noviembre de 2015) en los que estuve solo en función de la experiencia sensible, “estar en”, J. J. fungió de guía y gracias a él accedí a lugares que, según dijo, eran escenarios de avistamientos fantasmales como el Hospital San Lorenzo y el cementerio en la hora del crepúsculo. También fue un gran narrador de historias, sobre todo, relatos de fantasmas vistos en las ruinas; grabé, con su consentimiento, cada uno de los encuentros como lo hice con cada una de las personas que tenían algo qué decir, una historia qué contar. Ese fin de semana busqué más historias de fantasmas con la complicidad del caos que suele haber en esas fechas. El parque de Los Fundadores, la piedra y lo que se conoce como la tumba de la niña Omayra fueron los escenarios en los que tuve la oportunidad de conversar con un público que se mostró muy discreto frente al asunto. A lo largo de este libro, se pueden leer estas voces, entre las que se hallan las anécdotas de las venteras afincadas en la tumba de Omayra y la de Norma Constanza Sánchez Patiño, la propietaria de Nokafé Gourmet, el único restaurante que para esa fecha atendía 24/7. Pensé en Constanza porque su restaurante es el primero con el que uno se encuentra entrada la noche y el amanecer luego de la travesía por el centro de las ruinas. Cualquier percance, agitación o susto con los muertos o los vivos suelen arrojar a los protagonistas al primer negocio abierto en el que se encuentre compañía.

      En la semana siguiente al viaje, recibí una llamada de J. J. para pedirme que no lo expusiera. Argumentó razones de seguridad, habló de enemigos ocultos de los que —dijo—, era mejor cuidarse. He respetado su deseo: su nombre no se expone, pero sus relatos sí porque él mismo configura un personaje arquetípico en medio del universo armerita en el territorio. Él participa activamente de la creación de historias —digo creación porque nunca concretó ninguna de las pruebas que dijo tener y que prometió— que hablan no solo de los fantasmas, sino de la memoria de quienes vivieron en la antigua Armero. Él es uno de los personajes con quienes el turista se tropieza en las ruinas y de quienes se escuchan historias que dan por ciertas sin saber que, en realidad, son versiones de versiones de versiones de historias, todas fragmentarias, pero ninguna ha de considerarse hasta ahora como oficial, entre otras razones, porque, como constaté en su momento, ninguno de los guías turísticos nació o conoció la antigua ciudad blanca.

      Al término del viaje me encontré sin nada. Los relatos sobre los fantasmas que había conseguido no tenían, a mi juicio, credibilidad, porque no eran testimonios directos; todos eran de oídas. Las únicas historias que escuché que podían tener legitimidad por la autoridad que representa fueron las contadas por el padre José Humberto Rodríguez, de la parroquia El Señor de la Salud, en Guayabal; sin embargo, en ese primer encuentro, él no autorizó la grabación, y aunque tenía las notas, tampoco contaba con su permiso. No obstante, no me fui con las manos vacías: sin conocerme, me soltó dos libros de su biblioteca personal: El mártir de Armero, del sacerdote jesuita Daniel Restrepo (1957), y Lo que no se ha dicho de Armero, de monseñor Marcos Lombo Bonilla (1995). Si bien J. J. me había contado una versión de la historia del padre Pedro María Ramírez Ramoz, los libros me permitieron conocer la versión oficial. Las dos versiones quedan consignadas aquí como testimonio de los diferentes estratos de realidad que hay sobre la geografía de las ruinas. Difícil sentenciar cuál de las dos tiene la verdad, porque “oficial” no significa “verdad”, sino una versión más. Quizá la verdad sea para nosotros inaccesible.

      Ante mi escepticismo, la literatura se erigió como una ruta que bien tenía por explorarse, tan legítima como intrínseca de un periodismo narrativo, que centró la atención no tanto en la veracidad como en la verosimilitud, siempre que lo asumiera como un ejercicio narrativo en el que debía imponerse el sentido, lo que tenían de significativo unos discursos dados por hechos, arraigados en el cuerpo; debía entonces romper con la tradición que puede entenderse también como la extensión de un género (crónica expandida, literatura expandida). Tenía, por consiguiente, tres caminos: uno, explorar la pregunta del por qué la gente inventa esas historias; dos, continuar con los ejercicios de estesis. O los dos. En principio opté por el último dada la adherencia que había tenido al territorio producto del prendamiento que viví en mis experiencias sensibles en las ruinas. Fue la artista y filósofa Katya Mandoki, quien, desde el arte, me permitió comprender los entresijos de la estesis y lo que operaba detrás de los lazos que había fundado con la antigua Armero.

      La escritura fue, también, un ejercicio penoso. La principal razón por la que no encontraba palabras precisas para describir lo percibido era porque lo percibido no era tangible. Había algo que, sin embargo, no podía ver ni tocar; pocas veces oír algo. Era como la energía que, sin verse, sabemos que nos provee de calor o frío, o imágenes o sonidos. Comencé a observar el cuerpo, ya no como un instrumento para conocer el mundo, sino como un obstáculo, porque los sentidos no me resultaban suficientes. Había algo ahí que no era materia (masa) sino energía, y tenía a Carl Sagan para explicarlo: si estamos hechos de átomos, y los átomos son en su mayor parte espacio vacío, y la “materia se compone”, según el físico, “principalmente de la nada”, entonces somos la nada… Salvo que, agrega, es gracias a las cargas eléctricas que la suma de átomos que nos componen se mantienen cohesionados y nos dan forma. Así que somos algo así como la nada atada a la energía. Somos pura energía (1982, pp. 218-219).

      A partir de este razonamiento imaginé de pronto que, además de ese espacio físico y tangible por el que yo me movía, podía haber otro superpuesto, un mundo paralelo, como ocurre en la película Los otros, dirigida por Alejandro Amenábar y protagonizada por Nicole Kidman (2001). Imaginé que podía ser posible que la ciudad antigua seguía en pie con todas sus gentes viviendo sus vidas como si ese evento desafortunado del 13 de noviembre nunca hubiese pasado. Imaginé que a lo mejor éramos nosotros los que estábamos muertos y ellos —los de esa otra ciudad que presentía—los vivos. Incluso, este pensamiento no me llegó a parecer descabellado; por el contrario, lo encontré lo más de coherente, sensato. ¿Por qué no pensar que somos nosotros los muertos? Vi entre nosotros una realidad (este espacio-tiempo en el que está usted y en el que estoy yo) que me ofrecía signos que me daban argumentos para creerlo, por ejemplo, actuaciones tan irracionales como absurdas insertas en el funcionamiento de nuestro sistema. Al pensarlo, se me ocurrió incluso el anillo de Moebius como estructura narrativa para contar las historias: por el anverso fluirían los testimonios que dieran cuenta de esa ciudad que fue la próspera, la colorida y feliz; mientras que, por el reverso, discurriría esa Armero de hoy a partir de los relatos que surgieran de esos ejercicios de estesis que había decidido continuar. Como en la literatura todo es posible —y no me refiero a la ficción—, en esa misma estructura cabría una tercera dimensión por la que se moverían las historias de apariciones y fantasmas y todas aquellas leyendas desde donde puede narrarse y leerse la cultura.

      Este nuevo enfoque me exigía un cambio en las estrategias de reporteo en el que necesitaba trazar una cartografía sobre el territorio y ampliar las voces que debían hablar, ya no de los fantasmas solamente, sino de esa Armero que tenían en la memoria. Podía preguntarles por los fantasmas, sí; pero ellos no serían el tema único

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