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Landínez, ella fue la que tuvo la idea de la lluvia de flores”

       “Ellos decían que sentían espíritus, como cosas extrañas”

       El éter Quinto elemento

       Portales

       Bibliografía

       Filmografía

       Notas al pie

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      Ana C., Rodrigo C., Andrea Paola N. 13 de noviembre de 1985. Leo las losas que reposan aquí y allá bajo los árboles en este paisaje yermo. La hojarasca forma una cubierta blanda sobre la tierra. No son tumbas, son lápidas: el que sobrevivió puso un recordatorio en lugares en los que creyó que sus familiares cayeron. Un ritual sagrado el de dibujar en la memoria el recorrido que pudo hacer el cuerpo. Y devastador. Lara B., Alicia B., Jorge, Pedro, José, Dora, Sara; toda una familia yace bajo un árbol voluminoso muy cerca de lo que, calculo, una vez fue el Parque Infantil, eso es, calle 11 con carrera 21. Una trocha en dirección a la acequia y nadie más en medio de un paisaje somnoliento. Corre una brisa suave y cálida que ondea el prado abundante en gramíneas que sobrepasan mi cintura. Camino en dirección al oeste, es decir, en dirección al Ruiz. No sé por qué dicen que Armero ya no existe. Ni Google Maps lo ubica: una mancha verde cercada por un círculo rojo. Yo lo he visto, lo veo allí y existe, y se puede tocar y ver, y oler, y escuchar y sentir. Está vivo. ¿Por qué insisten en que está muerto?

       Prólogo

      Los fantasmas de J. J.

      Las primeras historias que escuché de Armero y sus fantasmas fueron contadas por J. J. el 20 de junio de 2015. Ahí empezó todo. Aquel viaje —aquella visita, en el tiempo en que se dio, en las circunstancias en que se dieron— fue el primero de una serie de eventos sincrónicos que culminaron en este trabajo.

      De Armero no sabía nada, o casi nada: la avalancha, los muertos, la agonía de Omayra y la visita del papa. No más. Iba con la familia para Girardot; estaba de duelo. Nos detuvimos en el Centro de Visitantes, dos hombres conversaban bajo la sombra de un árbol, al lado de la carretera, frente a la casa que estaba adornada con dos pancartas, carteleras, afiches y fotografías. Uno de los dos hombres era J. J., quien, al cabo de un tiempo, se puso en disposición de los visitantes que iban llegando. De las primeras cosas que dijo, recuerdo, fueron cifras como “había 4600 casas, de las que quedaron 196 según el último censo que hizo el IGAC, que es el Instituto Geográfico Agustín Codazzi”, o “1500 muertos en Chinchiná, 25 000 en Armero”, y, así, datos y más datos. Hasta que comenzó a hablar de los fantasmas.

      Durante la estancia y el recorrido por la zona céntrica de las ruinas experimenté sensaciones de las que hablo en Ahí están, en cuerpo y alma, los fantasmas. Así que no fue difícil relacionar lo vivido con la idea de las presencias. J. J. me prometió videos y fotografías, y testimonios que confirmarían sus historias. Antes de irnos le pedí sus datos: dos correos y dos teléfonos que garabateó en una talega pequeña de papel craft.

      Al tiempo, cursaba la Maestría en Literatura y estaba por presentar la propuesta del trabajo de grado; el tema de mi interés era la crónica. Con el hallazgo de Armero, preví que lo observado en los vestigios de esa ciudad en ruinas podría convertirse en la pieza creativa del trabajo final. Lo que entrego aquí es, apenas, el producto creativo, las crónicas. El asunto, los fantasmas en Armero; el enfoque, sin embargo, me resultó problemático: ¿cómo darle altura a un asunto tratado casi siempre como un espectáculo circense? Esta pregunta gravitó en torno al trabajo varios años.

      El siguiente paso fue un barrido de prensa y un rastreo bibliográfico con el fin de saber qué material documental había hasta ese momento para valorar el enfoque y trazar una ruta. Lo hallado reforzó lo problemático del enfoque, particularmente en lo que tenía que ver con el momento de la tragedia y, más aún, la agonía de la niña Omayra Sánchez. Era, además, paradójico: aquí fue cuando se empezó a desvelar la dicotomía entre lo sagrado y lo profano que me condujeron a los textos de Mircea Eliade (1998); Sabidurías invisibles, de Douchan Gersi (1993); y “La muerte: el viaje hacia una nueva existencia”, del libro La piel como superficie simbólica, de Sandra Martínez Rossi (2011). Lecturas que me ayudaron a comprender las dinámicas culturales y las ritualidades alrededor de la muerte.

      Entre esa bibliografía hubo hallazgos de gran valor literario como Armero, un luto permanente, de Luz García (2005), un libro que recoge su historia y la historia de varios supervivientes de la tragedia, narradas en primera persona y, por tanto, de tal intensidad que ninguna otra historia semejante narrada después se le equipara. En cuanto a legislación, me encontré un repertorio bastante extenso.1 Esta compilación fue suficiente para planear un primer viaje al territorio que programé entre el viernes 30 de octubre y el lunes 2 de noviembre de 2015; contaba con el apoyo que podía brindarme J. J., cuyos datos tenía garabateados en una pequeña bolsa de papel craft.

      De los devenires del cuerpo

      Las experiencias del primer viaje —y las posteriores— quedaron consignadas en una bitácora como parte de una metodología de trabajo de campo. Desde el primer recorrido por los vestigios de la antigua Armero, me abandoné al ejercicio de percibir y expuse el cuerpo a las contingencias del territorio. Se trataba de hacer consciente lo que suele hacerse de manera inconsciente.

      Pensaba el género a partir de autores como Truman Capote, Gay Talese, Martín Caparrós, Leila Guerriero, Juan Pablo Meneses, Federico Bianchini, Alejandro Almazán, Cristian Alarcón, Daniel Valencia Caravantes, Elena Poniatowska, Gabriela Wiener, Gabriel García Márquez, Germán Castro Caycedo, Alberto Salcedo Ramos, Andrés Felipe Solano, Juan José Hoyos, Ernesto McCausland, un largo etcétera de periodistas y escritores que han forjado la sacralidad de un género ya, sin duda, literario. Si algo tenían en común las crónicas, era precisamente el cuerpo de un autor expuesto a las contingencias de la calle.

      Ese interés por el cuerpo en el texto se fue consolidando con la revisión de autores como John Berger (Modos de ver, 1972, 2016; Mirar, 1987), al que llegué a través de un Ryszard Kapuscinski que iba más allá del registro de los hechos, y luego con otros autores que conocí en el curso de los estudios: un Michel Foucault que expone un cuerpo atravesado por la cultura y erigido como texto; en últimas, el cuerpo como una invención sociocultural; Félix Duque (2006), Manuel Delgado (1999), José Luis Pardo (1998, 1992), Martin Heidegger (1954), que me llevaron a pensar la crónica como un lugar de habitación: la crónica era habitada, primero, por el autor y, luego, por el lector. Así pues, empecé a ver que en los dos ámbitos (relación cuerpo-crónica, cuerpo-texto) y (crónica como lugar habitable) había de común una experiencia estética en doble vía: escritor-lector.

      En resumen, desde lo conceptual —que no me propongo exponer acá— lo que observé tras las crónicas fue un gozo estético. Y el cuerpo.

      Mientras pensaba en los conceptos teóricos, exponía el cuerpo. Las exploraciones por el territorio complejizaron el trabajo desde el ámbito de la percepción; en ese momento, un tema farragoso. Y justo en esos momentos, cuando el silencio era la única posibilidad comunicativa —como lo único que podía expresarse ahí—, me hice espacio y me hice lugar, un eterno verbo en presente: ser en; de alguna manera distinta, una especie de desleimiento

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