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Mal que él padeció, es su divinidad. Quien así padeció en carne propia es el Hijo eterno del Padre eterno. El que está allí postrado en el huerto es… ¡“Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero”!, como rezamos en el Credo niceno.

      Hay que renunciar a entender este misterio, pero no hay que renunciar a asombrarnos de él con un corazón amante y anonadado, con un corazón doliente y postrado ante su grandeza, y cada vez más a medida que avanzamos en el seguimiento de su Pasión, si queremos ser de veras contemplativos y coherentes con nuestra fe.

      El Impasible se hace pasible (“padecible”), el Omnipotente es aplastado por el poder del pecado y del dolor y de la muerte: allí toca fondo del misterio de la Encarnación. “Se anonadó a sí mismo” (Flp 2, 7): se degradó amorosamente hasta el borde de la nada, entró en esa nada que es el pecado: el Todo-Ser se hizo nada para redimirnos de la nada. (Pensamos, por contraste, en los frívolos nihilismos de nuestro tiempo). Y si somos de Cristo, parece una desvergüenza que luego podamos hablar de nuestras “humillaciones”.

      Jesús “fue probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado” (Hb 4, 15), es decir, no podía pecar, pero su omnipotencia sí podía hacer de veras suyo nuestro pecado: “Dios lo hizo pecado…” Y junto con el pecado del mundo, “él tomó sobre sí nuestras enfermedades, cargó con nuestras dolencias” (Is 53, 4). ¿Cuáles? Todas. Jesús fue un hombre completamente sano, pero desde su agonía hasta su crucifixión y muerte él quiso padecer todo cuanto puede padecer el hombre enfermo en su cuerpo, en su ánimo, en su mente.

      Es así como la enfermedad y sus penurias y limitaciones son para nosotros, a la hora de padecerlas, una situación privilegiada como pocas para acogernos al “varón de dolores, experimentado en el sufrimiento” (Is 53, 3), y unir toda dolencia al Gran Leproso, al “herido de Dios y humillado” (53, 4), porque así nos prometió él mismo que “encontraréis descanso para vuestras almas” (Mt 11, 29).

      Cristo eleva hoy su ofrenda al Padre desde el fondo de los hospitales, asilos, hospicios, refugios, enfermerías, esos reductos de dolor donde una viejecita aquí, un niño allá, un minusválido más acá, musitan una oración de súplica por el mundo ancho y ajeno que les rodea. Y sabe Dios si no son ellos los que sostienen al mundo en ese módico grado de paz, de honestidad o de simple decencia, que tantos poderosos o magistrados, en medio de su mundanal bullicio, difícilmente son capaces de suministrarle.

      Para seguir la Pasión de Cristo hay que referirse por fuerza al pecado, al de Adán multiplicado por todos los nuestros. La primerísima culpa que Jesús debe expiar es, por supuesto, la que llamamos culpa original, la de nuestros primeros padres en el paraíso, el principio del que brotan nuestra separación de Dios y nuestra inclinación al mal.

      Como hijos de Adán, los hombres “éramos por naturaleza hijos de la ira” (Ef 2, 3), y “ahora somos hijos de Dios” (1 Jn 3, 2). El Hijo de Dios vino al mundo “para borrar los pecados” (1 Jn 3, 5) y para hacernos hijos de Dios (Jn 1, 12). Derrama su sangre por nosotros “para el perdón de los pecados” (Mt 26, 28), dice Jesús en la Cena. Esta es la triple finalidad de la Pasión: perdonar nuestras culpas, hacernos hijos de Dios, y herederos de la vida eterna (Gal 4, 5-7). El que quiera entender la Pasión sin referencia al pecado, no entenderá ni lo uno ni lo otro.

      El designio divino de nuestra salvación no necesitaba pasar por la Encarnación del Hijo en el seno de María Virgen, ni menos aun por el descenso del Verbo encarnado al fondo del oscuro abismo del pecado y de la muerte. Pero la generosidad divina quiso que fuera esta la forma de nuestra redención. Será útil detenernos un momento en la razón de ser de la Pasión. Ella reside esencialmente en el amor, y se significa en estos términos que lo expresan: sacrificio, expiación, perdón, redención, salvación.

      El hombre pecador no puede salvarse a sí mismo, ni perdonarse sus pecados, ni ser acogido en el seno de Dios a quien ha ofendido, por enorme que sea su esfuerzo. Haga lo que haga, “mi pecado está siempre delante de mí” (Sal 51, 5). Puede arrepentirse y enmendarse de su pecado, pero no va más allá; es del todo impotente frente a esa realidad del mal –de su propio mal– que lo sobrepasa. “Nadie puede redimirse a sí mismo, ni pagar a Dios el precio de su rescate” (Sal 49, 8). Necesitábamos un salvador que fuera tan humano como quienes hemos pecado, y tan divino como lo es solo el Dios encarnado. ¡Necesitábamos a Jesús de Nazaret!

      Esta es la buena nueva que reciben del ángel los pastores de Belén: “Os anuncio una gran alegría para todo el pueblo: hoy os ha nacido un salvador, que es el Cristo Señor, en la ciudad de David” (Lc 2, 10-11). Y a José: “le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21).

      El Hijo de Dios se hace hombre para que el perdón de los pecados no sea una simple amnistía o un mero “perdonazo” celestial sin parte humana, sino una redención plena del hombre caído por parte del hombre que es Dios. Redimir es pagar un precio por un bien que se recupera o rescata: “Habéis sido comprados a un gran precio” (1 Cor 6, 20), el precio absolutamente máximo de la sangre de Cristo.

      ¿Por qué la sangre? Desde antiguo los hombres ofrecían a Dios o a los dioses ciertos sacrificios de bienes valiosos –animales– para ser perdonados. El sacrificio es una ofrenda a Dios para adorarlo y obtener algo de Él. El Antiguo Testamento incluía esos sacrificios de animales como parte esencial del culto divino (Ex 24, 5; 29, 1-42). Pero “siendo imposible que la sangre de toros y machos cabríos borre los pecados” (Hb 10, 4), viene el Hijo mismo a hacerse hombre y ofrecer su propia sangre como sacrificio, oblación u ofrenda agradable a Dios (5-10).

      Lo absolutamente valioso de esta ofrenda expiatoria de Cristo es el dolor padecido por amor, es el amor que se expresa en el dolor. También cuando nosotros hablamos de expiar o desagraviar o reparar por los pecados propios y ajenos, solo podemos hacerlo por un acto de amor –a Dios y al prójimo– y en unión con Cristo, por él y con él, unidos por la oración a su sacrificio de amor en la cruz.

      Sufrir no es algo de suyo religioso: es simplemente la condición del hombre después de la culpa original. Lo cristiano es el sufrimiento vivido como ofrenda de amor unida al amor de Cristo crucificado. Por eso mismo no hay cristianismo sin cruz, sin sacrificio: el que lo pretenda cae en un espejismo perverso.

      Todo sacrificio nuestro, toda renuncia y ofrenda de un bien valioso, así como toda aceptación de un mal doloroso, como verdaderos sacrificios que son, expresan nuestra adoración ante la Majestad divina y nuestra total dependencia con respecto a Dios. Pero poco y nada pueden valer esas ofrendas si no se identifican con la de Cristo en su Pasión. Y cuanto más consciente y deliberada sea esa identificación, más seguros estamos de que tales sacrificios, los que sean, alcanzan a los cielos por la mediación de Cristo, sumo y eterno sacerdote.

      A partir del perdón de los pecados, la Pasión del Señor trae positivamente a la humanidad una vida nueva: “Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10). ¿Qué vida es esa? Es la “vida en Cristo”, la vida de los hijos de Dios, la maravillosa vida sobrenatural de la gracia santificante (Rom 6, 22-23), que por los sacramentos y por la fe, la esperanza y la caridad nos diviniza: nos incorpora de manera indecible al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, y nos une a nuestro prójimo como a Cristo mismo. Y así, como hijos de Dios, la Pasión nos franquea las puertas de la vida eterna (1 Jn 2, 25), que permanecían cerradas para nosotros a causa de nuestras culpas.

      A veces se piensa que Cristo cargó tan solo con el castigo que merecían nuestras culpas, y que lo hizo en vez de nosotros, por sustitución; que nos reemplazó en el castigo, lo que habría sido ya sumamente generoso de su parte, pero no sería ni la sombra de lo que ocurrió. Esa versión tan jurídica de la Pasión, como un intercambio de castigos por nuestros pecados ante un Dios ofendido que pide satisfacción, ¿puede despertar en nosotros algo más que cierta gratitud, puede suscitar el amor encendido que despierta en nuestros corazones el Cristo identificado con nuestra miseria total?

      Pues el misterio más inaudito y más adorable de la Pasión es este: la santidad de Cristo

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