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2. El cuerpo de Jesús

       3. El instante de la Resurrección

       4. La aparición a María

       5. Magdalena y sus compañeras

       6. El sepulcro vacío

       7. Magdalena, la primera

       8. Jesús ante los apóstoles

       9. Un cuerpo, no un espíritu

       10. Una nueva esperanza teologal

       11. El sacramento del perdón

       VII. LA GLORIA

       1. El apóstol incrédulo

       2. Los caminantes de Emaús

       3. Tal como estaba escrito

       4. Otra pesca milagrosa

       5. El primado de Pedro

       6. La Resurrección, como misterio

       7. El fundamento de la fe cristiana

       8. El nombre sobre todo nombre

       9. Resucitar con Cristo

      INTRODUCCIÓN

      La Pasión de Cristo está llamada a informar la vida cristiana entera, y por eso meditarla y contemplarla es la cumbre de la oración cristiana. Sin embargo, no son muchos los textos disponibles para facilitar ese ejercicio a los lectores actuales.

      Los cuatro Evangelios son la base primera y absoluta de esa oración. Pero lo apretado y lacónico de su lenguaje suele exigir comentarios que ambienten la Pasión en su medio religioso y cultural, así como también reflexiones que iluminen su inagotable contenido.

      Las muchas versiones del Via Crucis, excelente práctica, son por naturaleza breves y fragmentarias, y abarcan solo una parte de los hechos de la Pasión, muerte y Resurrección del Señor.

      Hay obras clásicas dedicadas a su relato completo, como las de santo Tomás Moro, Luis de la Palma o san Alfonso María de Ligorio. Sin embargo, el tipo de sensibilidad y de lenguaje que les es propio no siempre ha resistido bien el paso de los siglos, y el lector contemporáneo puede necesitar la ayuda de textos más conformes a la mentalidad de nuestros días.

      Hay también obras modernas del género Vida de Cristo, que en sus capítulos finales relatan y comentan la Pasión con mucha propiedad, aunque brevemente, como las de Fillion, Pérez de Urbel, Guardini, Daniel-Rops, Karl Adam y, con más extensión, Martín Descalzo.

      Las revelaciones que recibió Ana Catalina Emmerich sobre la Pasión son cosa de orden superior. Pero siendo ella casi iletrada, debieron ser recogidas de sus labios por el escritor Clemens Brentano, quien les agregó bastante fantasía de su propia cosecha. Aun así, es posible seleccionar allí pasajes conmovedores, que llevan el sello del Espíritu.

      El presente libro sigue rigurosamente los relatos evangélicos de la Pasión, versículo tras versículo, y los explaya en forma narrativa y considerativa. Lo hace en el lenguaje que todos hablamos, y no contiene otras citas que las bíblicas, ni afán alguno de erudición ni de exégesis.

      Obviamente hay aquí cierta exégesis bíblica y una teología de la cruz implícitas, pero sin tecnicismo alguno, y solo en el grado indispensable para una mejor comprensión de la Pasión.

      Al mismo tiempo, me he permitido ese tanto de glosa espiritual, de imaginación y de afectividad personal, que consideré adecuado para vislumbrar la insondable riqueza de los Evangelios, pero siempre al hilo de su relato. He evitado, pues, aquellas fantasías como de novela, con que algunos autores intentan enriquecerlos.

      Junto con la luz de la fe teologal, sin embargo, en el seguimiento de la Pasión no estará de más un factor humano importante: ese toque de imaginación, que hace vivas ante nuestros ojos las escenas de su desarrollo. Una imaginación sobria pero efectiva nos ayuda a representarnos en forma más vigorosa los sufrimientos que padeció Jesús por nuestra salvación.

      Todavía una consideración previa: tendemos a sentir horror al sufrimiento. Esa es la condición humana, la misma que hizo suya Jesús. Las páginas que siguen quisieran ayudar también al creyente que sufre a realizar en Cristo la transfiguración del dolor en redención, seguida por sus innegables frutos de paz y alegría.

      Espero que esta obra ayude a los lectores, tanto a la hora de la oración como del sacrificio, a asomarse a la inmensidad del dolor de amor con que Jesús nos redimió de nuestros pecados, y a atisbar la incomparable grandeza de su corazón, desde las angustias mortales de Getsemaní hasta la gloria indecible de su Resurrección.

      I. LA AGONÍA DEL HUERTO

      Vamos a presenciar un padecimiento de tal profundidad, como no lo ha habido otro en la historia. El dolor en sí mismo no salva ni es un bien en sí: es un simple hecho, cuyo valor depende enteramente de quien lo sufre y del motivo por el que lo sufre. Quien nos salva es Cristo a través del dolor. Es el dolor de amor del Hijo de Dios el que nos rescata del pecado y nos hace hijos de Dios: un dolor y un amor completamente excesivos, que nos dicen cuánto valemos a los ojos del Creador y qué penosa es la condición del hombre caído, desde Adán en adelante.

      Solo después de la Resurrección de Jesús, pero sobre todo después de Pentecostés, vinieron los apóstoles a entender el sentido de la agonía, Pasión y muerte del Señor. Durante aquellos dolorosos sucesos, ellos fueron los testigos privilegiados pero atónitos de la derrota de su maestro: entendieron poco y nada, y más aun, quedaron profundamente desconcertados y hundidos en el pesimismo. ¿Qué les impedía asomarse al misterio? Más allá de sus posibles falencias personales, una de las razones de su ceguera, la razón histórica, nos obligará a entrar en explicaciones –mínimas– que demoren un tanto la entrada en materia.

      Recordemos lo que aquellos hombres entendían de Jesús de Nazaret. Sin duda creyeron que era el Mesías prometido por Dios a Israel (Mt 16, 16), y por eso le siguieron por toda Palestina (Mc 10, 28). Desde el primer momento quedaron subyugados por la poderosa impresión que les causaba su personalidad. Sin duda lo amaron intensamente, y por eso lo dejaron todo (Lc 5, 11) y le entregaron su vida. Pero un pesado velo les ocultaba su verdadera identidad.

      Ese velo era la creencia común de tantos israelitas de su tiempo acerca del Mesías: lo esperaban como el rey poderoso de un reino temporal, que liberaría a Israel de la dominación extranjera, y que extendería su dominio sobre las naciones de la tierra (Mt 20, 21). Ese equívoco llegó a ser también, para el Consejo superior de los judíos o Sanedrín –sumos sacerdotes, ancianos y fariseos–, uno de los factores más directos de su oposición a Jesús y de su condena a muerte.

      Un pueblo que durante siglos había sido oprimido por sucesivos imperios –caldeo, persa, helénico, romano– tenía la comprensible tendencia a acentuar el sentido político y nacionalista de las profecías mesiánicas, en desmedro de su contenido propiamente religioso y salvífico. Terreno propicio para la extensión de esa tendencia era el carácter formalista y anquilosado de la religión que practicaban y enseñaban muchos sacerdotes y fariseos de la época (Mt 21, 12-16 y 23, 1-10).

      Esta situación hacía incomprensible para la mayor parte de los israelitas, también para los apóstoles, la idea de un Mesías derrotado y sufriente. A través de los siglos, una incomprensión análoga ha seguido pesando en no pocas conciencias, cristianos incluidos, al menos en la práctica de su vida moral. Hoy pesa sobre nosotros cuando nos escandalizamos del dolor –¡de la cruz de Cristo!–, o cuando esperamos de la Providencia de Dios más prosperidades que cruces, más bienestar que pruebas.

      El que considere a Dios como un Proveedor celestial de bienestar y éxito, y se

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