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este reproche: “Simón, ¿duermes?” (Mc 14, 37). Y a los demás: “¿No habéis podido velar una hora conmigo?” (Mt 26, 40).

      ¡Vergüenza de Simón Pedro, de Santiago y de Juan! No era una hazaña lo que se les había pedido; tan solo que acompañaran a su maestro con vigilancia y oración, por más que no entendieran lo que le estaba ocurriendo. Él lo había pedido expresamente; era lo único que les había pedido. Pero no: hasta ese mínimo acompañamiento a distancia, hasta esa pequeña limosna afectiva le será negada al Señor, como le será negado todo consuelo que venga de la tierra.

      La llamada de Jesús a velar y orar recorre el Evangelio entero, pero en este caso particular tenía un sentido muy preciso. A todos nos cuesta esa vigilia de oración, como también les costaba a los apóstoles, solo que aquella noche en el huerto de los olivos adquiría una vigencia única. Pues aquellos hombres estaban a unos pasos del centro mismo de la historia de la salvación, ¡de la historia de la humanidad!, y no se daban cuenta ni participaban de él en absoluto: descansaban en la inconsciencia del sueño. Además, en lo afectivo negaban a Jesús ese pequeño consuelo de su vigilia, que tanto había necesitado él en su desamparo.

      Jesús había estado siempre acompañado, pero desde el huerto hasta la muerte estará completamente solo. El mundo se nos está llenando de personas solas. La soledad de quien no tiene familia ni amigos, o peor, la soledad de quien los tiene pero no le dan compañía alguna, puede hacerse parte de la santísima soledad de Cristo, y entonces ya no estará solo, porque Cristo es el amigo que no abandona nunca.

      ¿No habéis podido velar conmigo una hora? Pocos de nosotros, muy pocas almas de oración habrá que no hayamos sentido ese suave reproche del Señor. Cuando a lo largo de la jornada, pero sobre todo en nuestros ratos de oración vocal o mental, en nuestras lecturas o en la liturgia eucarística, él nos pedía atención, ese tanto de atención que ponemos en las cosas de la tierra, ese tanto de amor que ponemos en el prójimo –¡o en nosotros mismos!–, ¿cuántas veces no nos habrá encontrado ajenos a él y pensando en otras cosas, por somnolencia de espíritu? “¿No habéis podido velar conmigo?”.

      Oraciones adormiladas, rezos mecánicos, recitaciones precipitadas, misas de rutina, comuniones distraídas –no frías, que es cosa distinta, sino distraídas–, y en fin, cumplimientos de mera exterioridad… Todos conocemos esas flaquezas del espíritu. Antes lo había dicho el Señor con pena: “Este pueblo me honra con sus labios, pero su corazón está lejos de mí” (Mt 15, 8). Con sus labios, es decir, con sus gestos vacíos, con sus asistencias sin contenido… Pero ahora, cuando seguimos paso a paso su Pasión, que es nuestra redención, el reproche es más doloroso: “¿Es que no habéis podido velar conmigo una hora?”.

      Algo semejante nos puede pasar cuando, delante de las penas o las necesidades del prójimo, estamos ensimismados en nuestros problemillas personales y la inconsciencia nos hace pasar de largo. Velar con Cristo significa tener los ojos abiertos a los problemas de los demás, sobre todo cuando necesitan, como él en Getsemaní, acompañamiento y consuelo.

      A escala social, y sobre todo eclesial, la somnolencia del cristiano puede hacerse cómplice de los males del mundo que lo rodea. La parábola evangélica del trigo y la cizaña nos llama la atención sobre esa posibilidad: “Mientras los hombres dormían, vino su enemigo, sembró cizaña en medio del trigo y se fue” (Mt 13, 25). Tantos desórdenes, tantas desgracias que han ocurrido en la sociedad y en la Iglesia, pueden atribuirse a los cristianos que, sin participar en ellas, han carecido de la atención y a veces del remedio que cabía esperar de su vigilancia y de su iniciativa.

      Mientras sus hombres dormían… La somnolencia de los fieles, y más la de sus pastores, su pasividad y embotamiento, les haría bajar la guardia ante los mil asaltos del poder del mal en el mundo. Es ese mal sueño el que permite al enemigo de la parábola, Satanás, sembrar sus gérmenes malditos en los trigales de Dios sobre la tierra: “el enemigo que la sembró es el diablo” (Mt 13, 39). ¡Cómo se aprovecha el demonio de nuestras faltas de omisión!

      Cuando Jesús volvió por tercera vez donde los suyos, ¡que seguían sumidos en su modorra!, les dijo: “¿Dormís todavía y descansáis? Basta, ha llegado la hora (…) Levantaos, vamos: ya llega el que me va a entregar” (Mc 14, 41-42). ¡Basta ya, vamos! Es la llamada siempre actual que san Pablo nos dirige a nosotros: “Ya es hora de que despertéis del sueño” (Rom 13, 11). ¿O acaso vamos a esperar que Jesús siga siendo crucificado ante nuestros ojos mientras dormimos y descansamos?

      Se cerraba así la agonía del huerto, y Jesús se alzaba otra vez con su coraje habitual, con su ser entero, con toda su fortaleza: se crecía, como si no hubiera pasado las angustias y desolaciones de Getsemaní, porque ahora debía hacer frente a todos esos acontecimientos exteriores, que su corazón había anticipado de manera tan dolorosa entre los olivos del huerto, pero que a la vez había deseado tan intensamente desde tiempo atrás: “Con un bautismo de sangre debo ser bautizado, ¡y cómo tengo el corazón en ascuas mientras no se realice!” (Lc 12, 50).

      En nuestro seguimiento de la Pasión, desde este trance de la agonía del huerto en adelante, conviene tener presente lo que sigue: la gracia santificante, que Cristo nos ha ganado con su Pasión y muerte, hace posible a cada uno de nosotros ser “otro Cristo”, no solo en el sentido moral y un tanto externo de “imitar” a Cristo, o de hacer “lo que él haría en mi lugar”, sino en el sentido más profundo y misteriosamente real –ontológico, entitativo– de “ser Cristo”.

      “Ser Cristo” significa que la persona enferma, humillada, adolorida, abandonada, herida, fracasada, etc., puede decir en su oración: mi llaga, mi fracaso, mi enfermedad, llámese como se llame, lleva el nombre propio de Jesús de Nazaret, se llama Cristo Jesús.

      Y esto sin aire de victimismo, autocompasión o dolorismo, que lo estropearía todo, sino con la sencillez que la misma gracia nos concede. Y la gracia singular de Cristo crucificado nos otorga, en esta identidad con él, experimentar la paz de espíritu más perdurable de la vida, la alegría de los hijos de Dios.

      “Dolorismo” sería hacer de la Pasión del Señor, así como del dolor propio, una especie de “culto del dolor”, como si este alcanzara de por sí valor de salvación. Pero no hay tal: el dolor en sí no sería nada sin el amor redentor con que Cristo lo experimenta y lo ofrece al Padre por nuestra salvación. Tampoco valdría gran cosa nuestro dolor si no se hiciera ofrenda nuestra, movida por el amor de Cristo.

      Pero, como es evidente, la Pasión del Señor no ha consistido en el amor solo, sin el dolor: por algo la llamamos Pasión, padecimiento. Si el dolor vale por la obediencia con que se lo ofrece, a su vez esa obediencia redentora es la que “el Hijo aprendió a costa de sus sufrimientos” (Hb 5, 8). Como se dirá más adelante, tanto es el dolor, cuanto es el amor. “El Hijo de Dios me amó, y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2, 21): porque tanto me amó, tanto sufrió por mí.

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