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porque una y otra cosa van juntas. Pues el verdadero seguimiento de la Pasión hace una sola cosa con la conversión personal al Dios vivo.

      El reino de Dios es la implantación de la santidad divina en la creatura humana, es la soberanía divina sobre nuestros corazones. Cada vez que, a lo largo de la historia, esa esperanza sobrenatural se ha desvirtuado, y el reino de Dios se ha confundido con un mesianismo terreno, en general político, o con un estado de cosas de la sociedad civil, por deseable que parezca, se ha distorsionado tanto la santidad del reino como la naturaleza propia de la política, con consecuencias nefastas para la comunidad en cuestión.

      En la esfera personal, de modo análogo, el reino de Dios pasa necesariamente por los proyectos familiares, laborales y sociales de cada uno, proyectos que son buenos o incluso santos de suyo. Pero cuando esos proyectos se van cargando de sentido mundano, puede llegar a ser difícil reconocer en ellos el rostro original de Jesucristo, o incluso pueden llegar a ser contrarios al Evangelio. La conciencia de estos peligros nuestros, sociales y personales, nos hará más fácil comprender los hechos que llevaron a la crucifixión del Señor.

      Pocos episodios habrá que muestren mejor el malentendido mesiánico de Israel, como la reacción de Simón Pedro después de haber reconocido en Jesús al Mesías y al Hijo de Dios (Mt 16, 16), sin entender del todo ni lo uno ni lo otro.

      Precisamente en cuanto reconoció Pedro: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo” (Mt 16, 16), “desde ese momento comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que debía ir a Jerusalén y padecer mucho de parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser llevado a la muerte y resucitar al tercer día. Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderlo diciendo: ‘¡Lejos de ti, Señor! Jamás te sucederá eso’. Pero él se volvió a Pedro y le dijo: ‘¡Apártate de mí, Satanás! Eres escándalo para mí, porque no sientes las cosas según Dios, sino según los hombres’” (Mt 16, 21-23).

      ¿Por qué esa durísima reprensión? Porque las palabras de Pedro no solo expresaban aquella confusión sobre el Mesías triunfante, sino que contenían también un “escándalo”, una piedra de tropiezo, una tentación al mal: la sugerencia de que la misión salvadora de Jesús pudiera llevarse a cabo sin la Pasión y la cruz.

      Sabemos qué difícilmente entra en el corazón humano, ¡en el corazón cristiano!, esta lógica divina de la cruz como camino de la gloria, frente a la lógica mundana del bienestar, del placer, del éxito, de la riqueza, del poder… Pero también sabemos que “quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo” (Lc 14, 27).

      Se entiende entonces que, de la agonía del huerto en adelante, aquellos hombres estuvieran estupefactos y desconcertados, y que por eso mismo fueran cobardes e infieles. La noción de un Mesías derrotado les era inconcebible. Y no fue la menor espina de la Pasión de Cristo aquella falta de comprensión, de solidaridad y empatía de los suyos, a quienes había instruido durante casi tres años en los misterios del reino, cuando tanto quiso necesitar de la compañía de esos pobres hombres, así como hoy necesita de la nuestra.

      Jesús también había predicho que al tercer día resucitaría de entre los muertos. Pero el sentido de esa promesa era aun más incomprensible para aquellos hombres: ni siquiera entendían ese lenguaje (Lc 18, 34). De allí su cobardía y su abandono. Sírvanos esta consideración para situarnos ahora nosotros en la única perspectiva adecuada que permite seguir la Pasión: la Resurrección del crucificado. Es el punto de vista exacto que necesitamos para recorrer y contemplar con fruto el camino de Cristo hacia la cruz: su desenlace glorioso.

      En cuanto a Judas, el motivo principal de su traición fue aquel mesianismo terreno de los judíos, y de los apóstoles entre ellos, pero en un grado mucho más agudo, más político y mundano. Le maravillaba el poder evidente de Jesús, manifestado en sus asombrosos milagros, y esa fascinación llegó al máximo cuando el maestro resucitó a Lázaro de entre los muertos (Jn 11, 43-44). Judas esperaba que ese poder lo alzara como el mesías rey de Israel contra romanos y paganos, y que en ese reino temporal obtuviera él un cargo honroso y próspero.

      Pero una y otra vez se ocultaba el maestro cuando las multitudes querían hacerlo rey (Jn 6, 15); incluso hacía milagros en favor de romanos y paganos (Mt 8, 13). Y cuando Judas se convenció de que Jesús no pensaba reinar de la manera que él esperaba, cansado como estaba ya de la vida errante y sacrificada de los apóstoles, decidió abandonarlo. Pero no lo haría sin antes sacar un doble provecho de su traición: ganarse la amistad de los poderosos enemigos del nazareno, que hacían fuerte impresión en él, y obtener una buena suma de dinero.

      Al parecer, dos episodios gatillaron la decisión final de Judas. Seis días antes de la Pascua, cuando María de Betania ungió al Señor con aquel bálsamo de nardo tan valioso, el Iscariote protestó vivamente por ese desperdicio económico (Jn 12, 4-5), y la defensa que hizo Jesús de aquel bellísimo gesto le pareció incomprensible. Y al día siguiente, la entrada triunfal de Cristo en Jerusalén, aclamado por las multitudes como rey de Israel (Jn 12, 12-13), dio a Judas la última esperanza de la instauración del reino temporal del mesías: ahora o nunca. Como nada de eso ocurrió, su desilusión del maestro se hizo definitiva.

      San Juan deja constancia de que Judas era ladrón y hurtaba de la bolsa común (12,6), pero la codicia no parece un motivo suficiente para su traición. En la vileza de esta alma hay algo que sobrepasa nuestras conjeturas. Tanto es así, que los Evangelios la atribuyen al demonio: “Entró Satanás en él” (Lc 22, 3; Jn 13, 27), lo que parece concorde con la palabra del propio Jesús: “Uno de vosotros es un demonio” (Jn 6, 70). En suma, nos encontramos ante el misterio de iniquidad en acción, que sin embargo no dejó de formar parte del designio divino de nuestra salvación (Hch 1, 16 y 2, 23).

      Dejemos por ahora a Judas pactando con los sacerdotes y magistrados el precio de su traición (Lc 22, 4-6), para dirigirnos al huerto de Getsemaní, situado en la falda del monte de los olivos, donde Jesús venía con frecuencia (Lc 21, 37), y donde ha llegado ahora con sus once apóstoles fieles –Judas ya no está con ellos– después de la Cena pascual. La tierra está iluminada con la luna llena de Nisán, la luna de la Pascua judía, que va a ser desde lo alto el testigo mudo del acontecimiento nocturno más espantable y al mismo tiempo más adorable del mundo: la agonía de Dios en la tierra (“agonía” tiene aquí el sentido original del término: lucha mortal, combate extremo).

      Estamos en la víspera de la muerte de Cristo, que ocurrirá el día viernes 14 del mes hebreo de Nisán –nuestro 7 de abril– del año 30 de nuestra era, aproximadamente a las tres de la tarde.

      La reciente comunión eucarística infundía aún cierto vigor espiritual a aquellos hombres. ¿Entendieron que el misterio de la Cena se refería al inminente sacrificio de la cruz? De ninguna manera, aunque las luces de Pentecostés iluminarían pronto, en forma retrospectiva, esa misteriosa relación entre Eucaristía y Calvario. Por el momento, no entraba en la lógica de los apóstoles preguntar a Jesús por el significado de ese cuerpo suyo que debía ser entregado, y de esa sangre suya que debía ser derramada para el perdón de los pecados (Mt 26, 26-28).

      Pero el rostro de Jesús había empezado ya a responder por sí mismo: su mirada comenzaba a perderse en el infinito, y sus rasgos a desencajarse. La terrible proximidad de su Pasión y muerte se traslucía en el temblor de su voz y en lo sombrío de su rostro, habitualmente sereno y luminoso: cosa hasta tal punto extraña, que por fin se atrevieron a preguntarle qué le pasaba. Y la respuesta fue todo menos tranquilizadora; en realidad, fue espantosa. Lo que le pasaba era esto: pavor, tedio, angustia, abatimiento, tristeza mortal (Mt 26, 37-38; Mc 14, 33-34).

      Jesús les pidió que se sentaran y oraran (Mt 26, 36), y se apartó de ellos “como a un tiro de piedra” de distancia (Lc 22, 41), porque esos hombres no podrían presenciar sin escándalo lo que se venía encima. Solo tomó consigo a los tres más íntimos y de mayor confianza: Pedro, Santiago y Juan (Mc 14, 33).

      A esos tres les había sido dado contemplar un anticipo de la gloria de Cristo en su Transfiguración sobre el monte Tabor (Lc 9, 28-36), suponemos

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