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ahora. Pues Jesús “comenzó a sentir pavor y abatimiento” (Mc 14, 33), “tedio y angustia” (Mt 26, 37), y aquellos horribles sentimientos no podían sino traslucirse en sus facciones.

      Y ante la mirada estupefacta de sus apóstoles, ante la muda pregunta de sus ojos, expresó lo que sentía con estas palabras inauditas: “Mi alma está triste hasta la muerte” (Mc 14, 34), que es tanto como decir, “me estoy muriendo de tristeza”. Y todavía, como un niño que temiera quedarse solo en la oscuridad: “Quedaos aquí y velad conmigo” (Mt 26, 38).

      ¿Cómo es posible lo que estos hombres ven y oyen? Él, a quien habían visto siempre amable o enérgico, recogido o solemne, pero siempre fuerte y habitualmente sonriente, es el Cristo que ahora ven acongojado y temeroso, por no decir desfondado anímicamente. ¿Qué le pasa, qué ha ocurrido? ¿Y qué ocurrirá con ellos que lo han dejado todo por seguirle? (Mt 19, 27).

      ¡Pobre Pedro, pobre Santiago, pobre Juan, pobres de nosotros! Y eso que estamos apenas en el borde del misterio. Pedimos al Espíritu Santo que nos dé alguna luz para asomarnos al incomprensible tedio y pavor de este hombre que es el Hijo de Dios.

      Pues la extrema tristeza y la angustia, el tedio y el pánico son sentimientos que solemos asociar a la enfermedad o al pecado. ¿Cómo es posible que los experimentara Jesús, el Dios hecho hombre, el hombre sano y fuerte y santísimo?

      Así era, sin embargo, como el Mesías iba a redimirnos de nuestros pecados, según estaba escrito por el profeta Isaías: “Él tomó sobre sí nuestras enfermedades, él cargó con nuestros dolores, y nosotros lo tuvimos por castigado, por herido de Dios y humillado. Pero él fue traspasado por nuestras iniquidades, molido por nuestros pecados” (53, 4-5). ¡Terrible palabra, que leemos cada Viernes santo en el oficio litúrgico!

      Para hacernos cargo de la angustia del Señor, pensemos en sus causas. La más inmediata era la inminencia de su Pasión y muerte, que su mirada podía penetrar hasta los últimos detalles: el beso de Judas, la fuga de los apóstoles, las calumnias de Anás y Caifás, la brutalidad de la soldadesca a la que sería entregado como un juguete inerme, las tres negaciones de Pedro, los desprecios de Pilato y Herodes, el odio de su propio pueblo, la interminable flagelación, el acarreo de la cruz, la tortura de la crucifixión, el abandono de su propio Padre, la entrada en el abismo…

      El estremecimiento ante el poder terrible de la muerte, que había hecho sollozar a Jesús ante la tumba de Lázaro, tuvo que calar ahora tanto más hondo en él, cuanto que era la Vida misma (Jn 1, 4) y el principio y fin de toda vida: “Yo soy la Resurrección y la Vida” (Jn 11, 25).

      Pero por horribles que fueran los tormentos físicos y morales que preveía, ellos no eran suficientes para hacer mella en la fortaleza de Cristo. No, no era eso lo que hacía temblar a Jesús de angustia, lo que le movía a pedir a su Padre que pasara de él ese cáliz, lo que le arrancaba sudores de sangre.

      La causa de ese trance era algo que solo él, el Hijo de Dios, podía conocer en su profundidad inconmensurable: el pecado, el pecado del mundo, todos los pecados del mundo, esa malignidad que los hombres, incluso los de conciencia más fina, apenas pueden vislumbrar en una forma muy limitada, pero que solo él veía en su indecible desmesura. Y era precisamente eso, era la totalidad de las culpas del género humano la que Jesús se aprestaba a hacer suya para consumar nuestra redención.

      Para devolver al hombre caído la amistad con Dios, la gracia santificante y la condición de hijos de Dios, que habíamos perdido, iba a cargar él en su conciencia como suyos propios con todos los pecados de todos los hombres, desde la culpa original de Adán y Eva hasta el último pecado que se cometa sobre la faz de la tierra. Ese era el horrendo peso que gravitaba ya sobre su corazón en el huerto de los olivos.

      Jesús no podía cometer ni el más leve pecado: era –¡es!– verdadero Dios y verdadero hombre. Y sin embargo, él cargó con la indescriptible sumatoria de todas las abominaciones, crímenes, bajezas, vicios, depravaciones, odios, discriminaciones, esclavitudes, torturas, engaños, prostituciones, violencias, traiciones, desamores, crueldades, miserias sin fin de la íntegra historia humana: todas esas iniquidades ya cometidas y todas las que habían de cometerse hasta el fin de los tiempos. Y cargó con todos esos pecados de esta misteriosísima manera: como suyos propios. Lo repetiremos con Isaías: “Fue traspasado por nuestras iniquidades, molido por nuestros pecados” (53, 4-5).

      En el Nuevo Testamento, es san Pablo quien nos lo atestigua de la manera más expresa, rozando así el misterio más profundo de la Pasión del Señor: “A él, que no conoció pecado, Dios lo hizo pecado por nosotros, para que llegáramos a ser en él justicia de Dios” (2 Cor 5, 21).

      Deben entenderse bien estas palabras: nada más lejos de ellas que sugerir un pecado personal en la voluntad o en la conciencia de Cristo, cosa imposible para la santidad infinita del Verbo encarnado. Sin embargo, en su Encarnación él hizo suya nuestra condición tal como efectivamente era: más alejada de Dios por el pecado, de cuanto podamos imaginarla.

      Por eso puede decir el apóstol esta palabra tremenda: ¡Dios hizo pecado a su Hijo, el Santo de los santos, para que nosotros los pecadores fuéramos santos en él! Y todavía: “Cristo nos ha redimido de la maldición de la ley, haciéndose él mismo maldición por nosotros” (Gal 3, 13). ¡Él mismo se hizo maldito de Dios, para que no lo fuésemos nosotros, que lo éramos como pecadores! Y san Pedro: “Sobre el madero cargó con nuestros pecados en su propio cuerpo, para que muertos al pecado, viviéramos para la justicia” (1 Pe 2, 24).

      Estamos ante un hecho tan indecible, que –como se ha dicho– sería herético o blasfemo si lo afirmáramos por cuenta propia, y sin embargo, es obligatorio creerlo como misterio de fe.

      Pero esta es la hora del príncipe de las tinieblas (Lc 22, 59). Cuando Satanás tentó a Jesús en el desierto al comienzo de su vida pública, y fue rechazado por tres veces, “se retiró de él hasta el momento oportuno” (Lc 4, 13). Ese momento oportuno, el de la gran tentación, es la agonía del huerto. Satanás sabe que no hubo ni habrá situación tan favorable como esta para atacar al hijo de Dios con todo el furor de los infiernos.

      Como las del desierto, estas fueron verdaderas tentaciones, pero seguramente muchísimo mayores, porque tomaron la forma de una enorme resistencia –sentida, no consentida– a emprender la Pasión, a apropiarse de nuestro pecado, a dar en el huerto el primer paso hacia la cruz. Imaginamos al demonio presentando a Jesús el cuadro vivo de los pecados más repugnantes, de las perversiones más viles del corazón humano, y susurrándole al oído: ¿por esta raza deleznable vas a sufrir, por estos seguidores tuyos, que te serán infieles? ¿Son acaso esta atrocidad y aquella torpeza y esa otra monstruosidad las que vas a hacer tuyas propias, seguidas de la ira de tu Padre?

      Y allí está Jesús desfalleciente ante esas visiones, temblando en la soledad del huerto hasta sudar sangre por el colmo de su angustia (Lc 22, 44). Pues el infinito aborrecimiento que siente por el pecado es la resistencia que siente a hacerlo suyo.

      Pero al mismo tiempo su clarividencia le mostraba la innumerable muchedumbre de los santos de toda época, nación y cultura (Ap 8, 9-10), cuyo camino estaba abriéndoles él con su Pasión, rumbo a ese cielo nuevo y a esa tierra nueva (Ap 21, 1) que les ganaba con su sangre. Aquella visión de la Jerusalén celeste (Ap 21, 10), que por momentos se sobreponía a la abrumadora presencia de la Jerusalén terrena, fue un consuelo inmenso, que contrarrestaba la previsión de las infidelidades de quienes harían vana para ellos su Pasión y muerte.

      Quien tenga una noción ligera o superficial del pecado y de la gracia no entenderá gran cosa de la angustia de Cristo. Y hace falta una conciencia privilegiada para percibir, como les ha sido dado a tantas almas santas, el lugar de sus propios pecados dentro de ese océano de iniquidad que Cristo carga sobre sí: esa identificación de cada pecado nuestro, de cada egoísmo, de cada sensualidad, de cada ensoberbecimiento, de cada codicia personal dentro de esa carga que aplasta a Jesús en Getsemaní. Porque no hay cosa que mueva tanto a la contrición de nuestras culpas como esa percepción. ¡Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, perdónanos, Señor!

      Jesús,

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